Semblanza y legado de san Pablo VI redactada por el cardenal decano Cardenal Re: “Pablo VI, en su modo de presentarse, lo hizo con profunda modestia y, al mismo tiempo, fue una persona genial en sus discursos e iniciativas"

El cardenal Re
El cardenal Re EFE

"En vida, Pablo VI fue muy criticado y tuvo que sufrir no poco. Después de su muerte, fueron innumerables los reconocimientos de la importancia de su pontificado"

"La renuncia a la tiara adquirió el valor de un gesto programático de humildad y de compartir, símbolo de una Iglesia que pone a los pobres en el centro de su atención"

"La Virgen María ocupó un lugar privilegiado en su corazón, en su estilo, en su pensamiento, pero siempre en relación fundamental con Cristo"

"Una de las definiciones que se han dado de Pablo VI es que fue el Papa del diálogo. Lo fue por la extraordinaria apertura a los demás que le caracterizaba"

"En un mundo pobre en amor y plagado de problemas y violencia, trabajó para establecer una civilización inspirada en el amor"

Pablo VI y el cardenal Re

El cardenal decano Giovanni Battista Re, de 91 años, que lideró la Iglesia durante el reciente período de Sede vacante, ha querido hacer una excepción porque dice no dar entrevistas, para compartir con los lectores de Religión Digital un artículo suyo sobre Pablo VI, pontífice de origen bresciano como él, y que condujo a la Iglesia con prudencia y firmeza luego del pontificado del carismático Juan XXIII con la cantera abierta de los trabajos conciliares, en un momento de alguna forma similar al que vive la Iglesia en la actualidad luego de la muerte del papa Francisco que dejó abierta también la cantera del proceso sinodal.

La figura y el estilo de León XIV parecen recordar los gestos discretos pero magníficos del papa Montini, como aquel saludo a la multitud desde la ventana de una humilde vivienda del barrio Venecia en Bogotá el sábado 24 de agosto 1968 durante su viaje apostólico de tres días en los que se quiso encontrar simbólicamente con todos los pueblos de Latinoamérica en Mosquera, clausurar el XXXIX Congreso eucarístico e inaugurar la Segunda Conferencia general de episcopado latinoamericano.

Aquí el texto del cardenal Re:

PABLO VI EN LA VENTANA BARRIO VENECIA BOGOTA

Los grandes caminos abiertos por Pablo VI

La historia está haciendo justicia al Papa Pablo VI, porque cuanto más pasa el tiempo más crece su figura y se comprende la grandeza de su pensamiento y de su obra. Su estatura crece tanto en el plano de la historia como en el de la santidad personal.

Yves Congar tenía razón cuando decía: «Pablo VI será valorado con el tiempo».

En vida, Pablo VI fue muy criticado y tuvo que sufrir no poco. Después de su muerte, fueron innumerables los reconocimientos de la importancia de su pontificado, vivido en un tiempo difícil y complejo, y del valor de su magisterio y de su acción.

El cardenal Garrone decía que Pablo VI era tan grande que, cuando hablaba, aunque se esforzaba por ponerse al nivel de sus oyentes, siempre permanecía un peldaño por encima.

Pablo VI en el barrio Venecia imagen creada con IA

Unas palabras sobre la personalidad de Pablo VI

Un carácter apacible, reflexivo y respetuoso con los demás, de trato reservado pero profundamente amable, fino y cortés.

Por naturaleza Giovanni Battista Montini se parecía a su madre: era contemplativo como ella. Por voluntad consiguió ser un hombre de gran acción, a imitación de su padre.

Un día Pablo VI confió a Jean Guitton: a mi madre debo el sentido del recogimiento, la vida interior, la meditación y la oración. A mi padre le debo los ejemplos de valentía, la voluntad de no rendirse nunca ante el mal, la convicción de que las razones de la vida valen más que la vida misma. En varias ocasiones Pablo VI confió que su padre le enseñó sobre todo a ser testigo: a dar testimonio de la propia fe en la vida cotidiana.

Los rasgos finos, amables y aristocráticos de su esbelta figura y su frágil salud podrían haber sugerido una imagen de debilidad. En cambio, estaba dotado de una inteligencia aguda y perspicaz y de una fuerza de voluntad verdaderamente extraordinaria. Pocos como él supieron interpretar las angustias, las inquietudes, las búsquedas y las fatigas del hombre moderno.

Pablo VI fue un hombre que, en su modo de presentarse, lo hizo con profunda modestia y, al mismo tiempo, fue una persona genial en sus discursos e iniciativas. Su lenguaje era de una gran calidad literaria. Pero además del lenguaje de los textos, tenía también el lenguaje de los gestos. Le gustaban los gestos innovadores y significativos.

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El pontificado de Pablo VI está jalonado por algunos gestos, es decir, por algunas iniciativas que merecen ser valoradas. Son gestos que permanecen en la historia y que pueden considerarse «primicias», porque fueron realizados por primera vez por un Pontífice. Es verdad que algunas fueron posibles gracias a los progresos del siglo pasado, pero esto no disminuye el mérito de quien las realizó por primera vez.

Fue el primer Papa, después de San Pedro, que regresó a Palestina. Fue un viaje de alto valor simbólico, expresión de su mundo interior, de su espiritualidad y de su teología.

Al realizarlo sólo seis meses después de su elección al papado y mientras se desarrollaba el Concilio, quiso mostrar a la Iglesia el camino para redescubrirse plenamente y orientarse en la gran transición que se está produciendo en la convivencia humana. La Iglesia sólo puede ser auténtica y cumplir su misión si sigue las huellas de Cristo: éste fue el mensaje que surgió de aquel primer viaje.

Aquel viaje fue el primero de una serie que el Papa Juan Pablo II hizo larga y fructífera y que el Papa Benedicto XVI está continuando con un ritmo que recuerda más a Pablo VI que a Juan Pablo II. El cardenal Martin afirmó haber oído un día a Pablo VI decir: « ¡Ya veréis cuántos viajes hará mi sucesor!». Lo dijo porque estaba convencido de que las visitas pastorales por todo el mundo forman parte de las obligaciones de un Papa (Pablo VI hizo 9, Juan Pablo II hizo 104).

Fue el primer Papa que, en un gesto ciertamente significativo e inesperado, quiso renunciar a la tiara, quitándosela públicamente de la cabeza el 13 de noviembre de 1964 y donándola a los pobres. Quería, con este gesto, dejar claro que la autoridad del Papa no debía confundirse con un poder de naturaleza político-humana. Unas semanas más tarde realizaría el viaje a la India, que tanta influencia tendría en su magisterio social. La renuncia a la tiara adquirió el valor de un gesto programático de humildad y de compartir, símbolo de una Iglesia que pone a los pobres en el centro de su atención y se acerca a ellos con respeto y amor, viendo a Cristo en ellos.

Como saben, la tiara se vendió más tarde a un museo de Estados Unidos y los beneficios se llevaron a la India y se entregaron a los pobres. Además, al final de la visita papal, el coche que se había llevado a la India se dejó allí a la Madre Teresa de Calcuta para que lo utilizara al servicio de los pobres.

Fue el primer Papa que acudió a la ONU, donde se presentó como un peregrino que desde hace 2000 años tenía un mensaje que entregar a todos los pueblos, el Evangelio del amor y de la paz, y que por fin podía encontrarse con los representantes de todas las naciones y entregarles este mensaje. Fue un gran discurso aquí, con unas frases esculturales: nunca más la guerra, nunca más unos contra otros, ni unos sobre otros, sino unos para otros, unos con otros.

PABLO VI EN VENECIA AFICHE EN BERLIN

Pablo VI fue el Papa que abolió la corte papal y quiso que el Vaticano tuviera un estilo de vida más sencillo. También quedará como el Papa que reformó la Curia, haciéndola más eficaz, más pastoral y más internacional. Se ocupó del gobierno ordinario de la Iglesia como un servicio pastoral, renovando las estructuras, pero también infundiendo un nuevo espíritu.

Fue también el Papa que instituyó la Jornada Mundial de la Paz, que se celebra el 1 de enero, como compromiso y deseo de que sea la paz la que guíe los destinos de la humanidad y no la guerra. Muchos fueron sus gestos en favor de la paz y de la convivencia pacífica y la colaboración entre los pueblos.

Estuve en la Secretaría de Estado durante los últimos siete años de su pontificado y pude apreciar, desde cerca, no sólo su perspicacia, sino también su marcada espiritualidad.

Si miramos en las profundidades del alma de Pablo VI, vemos el deseo constante de descubrir en cada circunstancia cuál era la voluntad de Dios.

Tenía un sentido de Dios, un sentido de Dios Padre, que ama a todos y cuida de todos. Nadie, ningún hombre y ninguna mujer, está en el mundo por casualidad o accidente: todos están en el mundo porque Dios lo ha querido. Sobre cada uno Dios tiene un plan y lo que cuenta en la vida es realizar este plan que Dios tiene sobre cada uno de nosotros. En el corazón de Pablo VI existía este gran deseo de buscar la voluntad de Dios para realizarla.

Cuando era arzobispo de Milán, para dar un impulso espiritual a la ciudad, quiso organizar la Misión y eligió como tema precisamente este aspecto fundamental: «Dios es Padre».

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La del Papa Montini fue una espiritualidad cristocéntrica: el amor a Cristo constituyó la orientación fundante de toda su existencia y también caracterizó profundamente el ejercicio de su ministerio en la Cátedra de Pedro. Baste recordar las palabras en las que afirmaba que había tomado el nombre de Pablo, porque era el Apóstol «que amó a Cristo en grado sumo, que en grado sumo quiso y se esforzó por llevar el Evangelio de Cristo a todos los pueblos, que por el nombre de Cristo ofreció su vida» (Homilía de su coronación, 30 de junio de 1963).

Centralidad de Cristo, por tanto, único Maestro, que constituye la referencia fundante de la vida y de la fe cristianas, el único que puede revelarnos el verdadero rostro de Dios, como repetía a menudo en sus catequesis: «Es imposible prescindir de Él si queremos saber algo cierto, pleno, revelado de Dios, o mejor, si queremos tener alguna relación viva, directa y auténtica con Dios» (Audiencia general, 18 de diciembre de 1968).

Para Pablo VI, el punto de apoyo y la dirección del «aggiornamento» de la Iglesia deseado por el Concilio están bien indicados en sus palabras: «No es tanto cambiando sus leyes externas como la Iglesia recobrará su renacida juventud, como poniendo interiormente su espíritu en actitud de obediencia a Cristo... aquí reside el secreto de su renovación, aquí reside su Metanoia, aquí reside su ejercicio de perfección» (Ecclesiam Suam, 53).

El gran amor a Cristo trajo también a Pablo VI un tierno amor a la Madre de Cristo, la Virgen María: un amor aprendido y cultivado desde su infancia, cuando frecuentaba el Santuario de Nuestra Señora de Gracia. Su devoción mariana tenía también esta connotación cristocéntrica.

Podemos decir que la Virgen tuvo una gran importancia para Giovanni Battista Montini. La Virgen María ocupó un lugar privilegiado en su corazón, en su estilo, en su pensamiento, pero siempre en relación fundamental con Cristo.

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Al amor a Cristo y a la Virgen, Pablo VI ha unido siempre el amor a la Iglesia. Juan Pablo I, en su primer Ángelus, supo captar y definir de modo sencillo pero profundo esta constante en el ministerio de Pablo VI: «En quince años de pontificado, este Papa, no sólo a mí, sino al mundo entero, ha mostrado cómo amar, cómo servir, cómo trabajar y sufrir por la Iglesia» (Ángelus del 27 de agosto de 1978).

Un amor, el de Pablo VI, no abstracto sino real, hecho también de fatigas y sufrimientos íntimos por esa Iglesia que él definía «madre benigna y ministra de salvación para toda la sociedad humana» (Ecclesiam Suam, 1), portadora de una presencia y de un anuncio nuevos; por esa Iglesia que no tiene palabras propias que decir, sino que está hecha para decir la Palabra de Dios que es Jesucristo, para llevar al hombre el anuncio del Evangelio, el anuncio de la liberación, del crecimiento, del progreso.

Una Iglesia siempre intensamente amada en toda su realidad: «A la Iglesia tal como es debemos servirla y amarla, con un inteligente sentido de la historia y con una humilde búsqueda de la voluntad de Dios, que asiste y guía a su Iglesia incluso cuando permite que la debilidad humana oscurezca un poco la pureza de sus líneas y la belleza de su acción» (Ecclesiam Suam, 49).

Una Iglesia amada hasta el final, como atestiguó con su vida y expresó de forma conmovedora en su «Pensamiento sobre la muerte»: «La Iglesia... podría decir que siempre la he amado y que por ella, no por otra cosa, creo haber vivido».

Era un hombre de fe firme. Como Papa, se comprometió a proclamar la fe y a defender su integridad y su pureza. En su homilía del 29 de junio de 1978, cuando ya se sentía en el ocaso de su vida, dijo que la defensa de la fe era la «intención incansable, vigilante, insistente» que le había movido durante los 15 años de su pontificado.

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Pablo VI fue también un hombre que sufrió. El cardenal Giuseppe Siri dijo que, de todos los Papas que había conocido, el que más había sufrido era Pablo VI. La cruz que Dios le había dado era ciertamente pesada.

Algunos han dicho que Pablo VI era un hombre indeciso, calificándolo de «hamletiano». Esto es completamente falso: era más bien un hombre que poseía un alto sentido de su responsabilidad como Sumo Pontífice y esto le llevaba a profundizar en todos los problemas: para cada problema quería, antes de tomar una decisión, profundizar en todos los aspectos, estudiar todos los pliegues. Más que vacilación, lo suyo era prudencia ante los problemas para los que tenía que tomar una decisión y sopesar todos los fragmentos de verdad presentes en las distintas posturas, cultura y sociedad.

De hecho, fue capaz de tomar grandes y valientes decisiones, durante el Concilio y a lo largo de su pontificado. Sabía que algunas serían impopulares, pero las tomó de todos modos por amor a Dios y a la verdad, y por amor al hombre, como hizo al promulgar la Encíclica Humanae Vitae y también la Populorum Progressio.

Sin embargo, a pesar de los sufrimientos físicos, los ataques y las críticas, fue un hombre profundamente sereno y feliz: el sufrimiento nunca eliminó en él la serenidad y la alegría que procedían de la fe en Dios y de la conciencia de haber cumplido con su deber. Y siempre experimentó esta alegría: es el único Papa que ha escrito un gran documento sobre la alegría. Le debemos la Exhortación Apostólica Gaudete in Domino. Es un escrito todo sobre la alegría, en el que se subraya que en el corazón de cada hombre y de cada mujer existe esta aspiración irreprimible a la felicidad, que desgraciadamente se busca a menudo por caminos equivocados.

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Diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno

En la historia de la Iglesia, Pablo VI quedará también como el Papa que amó el mundo moderno y admiró su riqueza cultural y científica. Apreció y amó el mundo actual con sus progresos, sus maravillosos descubrimientos, con las ventajas y facilidades que hoy ofrece la ciencia, pero también con sus problemas persistentes y siempre irresueltos, con sus angustias y esperanzas. A este respecto decía: «No penséis en beneficiar al mundo asumiendo sus pensamientos, sus costumbres, sus gustos, sino estudiándolo, amándolo, sirviéndolo».

El amor a Cristo llevó a Pablo VI a salir al encuentro de los hombres y a servir a cada persona y a cada sociedad. Hombre de Iglesia hasta la médula, estuvo siempre al servicio de la sociedad y del mundo.

El gran afán de Pablo VI fue servir al hombre de hoy, en sus miserias y en sus grandezas, sosteniéndole en su camino en la tierra y señalándole al mismo tiempo la meta eterna, en la que sólo puede encontrar plenitud de sentido y valor el esfuerzo que diariamente expresa aquí abajo.

Contemplaba nuestro mundo moderno con simpatía. Una vez dijo: «Si el mundo se siente extraño al cristianismo, el cristianismo no se siente extraño al mundo».

Una de las definiciones que se han dado de Pablo VI es que fue el Papa del diálogo. Lo fue por la extraordinaria apertura a los demás que le caracterizaba. Decía: «La Iglesia, el Papa, mirando al mundo, ve a tantas personas que están lejos» y he aquí, pues, el estilo que hay que poner en práctica: dialogar con todos, anunciar a todos la bondad de Dios y el amor de Dios por cada hombre.

«La Iglesia -escribió en la Encíclica Ecclesiam Suam- debe entrar en diálogo con el mundo en el que vive: la Iglesia se hace palabra, la Iglesia se hace mensaje, la Iglesia se hace conversación».

A lo largo de toda su vida, Pablo VI estuvo acompañado por la convicción de que el hombre está hecho para el diálogo y de que el progreso humano está ligado a los resultados alcanzados por el hombre en el diálogo con los demás hombres, con la historia y con las cosas que le rodean.

Para Pablo VI, el diálogo era la expresión del espíritu evangélico que busca acercarse a todos, que busca comprender a todos y ser comprendido por todos, para establecer un estilo de convivencia humana caracterizado por la apertura recíproca y el pleno respeto en la justicia, la solidaridad y el amor.

Pablo VI fue, por tanto, un verdadero hombre de diálogo, atento a no cerrar nunca las puertas al encuentro, con la firme convicción de que éste debe ser el estilo de todas las relaciones eclesiales, tanto ad extra como ad intra.

El diálogo era el camino que la Iglesia debía seguir «para ser fiel a su vocación y estar a la altura de su misión» (Audiencia del 5 de agosto de 1964). Y Ecclesiam Suam, su primera Encíclica, tiene el diálogo como hilo conductor.

Para Pablo VI el diálogo era, por tanto, un elemento particularmente importante de su ser Iglesia y de su modo de concebir el propio ministerio petrino, como él mismo afirmaba, «en la convicción de que el diálogo debe caracterizar Nuestro Oficio Apostólico» (ídem).

Para Pablo VI «nadie es extraño al corazón de la Iglesia; nadie es indiferente a su ministerio; nadie es enemigo de ella que no quiera serlo él mismo» (ídem).

Con esfuerzo tenaz y valiente buscó siempre abrir y promover el diálogo con todos. También prosiguió resueltamente el diálogo de la llamada Ostpolitik, iniciado por el Papa Juan XXIII, para aliviar las condiciones de la Iglesia en los países del Este europeo. Siguió esta línea para defender las legítimas estructuras eclesiásticas (diócesis y parroquias) y para tratar de procurar, lo mejor que pudo, el bien de las almas y que la Iglesia pudiera seguir viviendo en esos países, a pesar de las circunstancias desfavorables en las que se encontraba.

A lo largo de su ministerio, desde sus años en la FUCI hasta su trabajo en la Secretaría de Estado, desde el episcopado milanés hasta el trono de Pedro, el Papa Montini fue un paciente tejedor de relaciones con todos, cercanos y lejanos, abierto a la comprensión, a la misericordia y al amor, con la conciencia constante, sin embargo, de que todo diálogo y todo encuentro deben conducir a Cristo. En una nota escribió: «Quizá nuestra vida no tenga otra nota más clara que la defina que el amor por nuestro tiempo, por nuestro mundo, por cuantas almas hemos podido acercarnos y nos acercaremos, pero en la lealtad y en la convicción de que Cristo es necesario y verdadero».

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El Papa de la civilización del amor

En un mundo pobre en amor y plagado de problemas y violencia, trabajó para establecer una civilización inspirada en el amor, en la que la solidaridad y el amor llegaran allí donde la justicia social, aunque tan importante, no podía hacerlo.

Pablo VI orientó a la humanidad hacia el ideal de construir la «civilización del amor». Estaba convencido de que el amor, sólo el amor, es la fuerza constructiva de todo camino humano positivo.

La civilización del amor que debía construirse en los corazones y en las conciencias era para el Papa Montini algo más que una idea y un proyecto. Fue la guía y el esfuerzo de toda su vida.

Por esta civilización del amor Pablo VI se gastó sin medida, rezando y trabajando, renovando las estructuras de la Iglesia, yendo él mismo al encuentro de todos los hombres de buena voluntad y buscando todas las ocasiones para difundir por doquier una palabra de esperanza y de paz y una invitación a superar el egoísmo y el rencor.

Su elevado magisterio social debe entenderse en el horizonte de la civilización del amor.

En su magisterio social se hizo abogado de los pobres y denunció las situaciones de injusticia que -según su propia expresión- «más claman al cielo».

Fue muy sensible al problema del hambre en el mundo, al grito de angustia de los pobres, a las graves desigualdades sociales y de acceso a los bienes.

Su Encíclica Populorum Progressio, de la que este año se cumple el 40 aniversario, fue criticada y combatida por quienes veían en la denodada defensa de la justicia hacia los pobres y los pueblos del Tercer Mundo una amenaza para sus propios intereses.

La Encíclica pretendía ser una respuesta humana y cristiana al problema de cómo eliminar o al menos reducir los desequilibrios chocantes que existen en el mundo, promoviendo el desarrollo para todos.

La Encíclica subraya que el desarrollo, para ser auténtico, debe ser integral, es decir, orientado a la promoción de todo hombre y de todo el hombre (n. 24).

Es un documento que traza claramente tres directrices que son tres deberes de los pueblos en fase avanzada de industrialización respecto a los países en vías de desarrollo:

* deber de solidaridad: es decir, la ayuda que las naciones ricas deben prestar a las naciones en desarrollo;

* deber de justicia social: es decir, una recomposición en términos más correctos de las relaciones sociales defectuosas, entre pueblos fuertes y débiles;

* deber de caridad universal: es decir, la promoción de un mundo más humano para todos, un mundo en el que todos tengan algo que dar y algo que recibir, sin que el progreso de unos constituya un obstáculo para el desarrollo de los otros (n. 44).

En esta encíclica, Pablo VI quiso promover un humanismo a favor del desarrollo de toda persona humana. En este contexto, tuvo palabras fuertes contra un humanismo cerrado e insensible a los valores del espíritu, llegando a decir: «Sin duda el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero sin Dios al final sólo puede organizarla contra el hombre» (n. 42). Esta afirmación será retomada y ampliada por Juan Pablo II, que la repetirá en varias ocasiones.

Para Pablo VI, el desarrollo responde a una necesidad de justicia, y en la Populorum Progressio señala que es una condición esencial para que haya paz entre los pueblos. En una expresión célebre y afortunada, Pablo VI llegaría a decir que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz».

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Pero Pablo VI quedará en la historia como el Papa del Concilio Vaticano II.

Si fue, en efecto, Juan XXIII quien lo quiso y lo inició, a él le correspondió llevarlo adelante con mano experta, delicada y firme hasta su culminación y acompañarlo con la palabra y con los hechos en los primeros años, nada fáciles, de su puesta en marcha. Fue el verdadero timonel del Consejo.

Permanecerá durante siglos como un gran hombre de Dios, que amó a la Iglesia, de la que hizo el tema predilecto de su Pontificado.

Permanecerá como el Papa que trató de llegar a todos los hombres, haciéndose incluso peregrino por los caminos del mundo. Como pocos, comprendió la grandeza y la miseria del hombre. Comprendió al hombre porque lo miró con los ojos de la fe. Amó al hombre porque lo amó en Dios.

Todo el esfuerzo de su vida fue ayudar a la humanidad de hoy a encontrar el camino que conduce a ese Dios «de Quien alejarse es caer, a Quien volverse es levantarse, a Quien permanecer es mantenerse firme, a Quien volver es renacer, a Quien morar es vivir» (San Agustín, Solil. 1, 1, 3; P. L. 32, 870)".

Concluyo citando las palabras con las que el Papa Juan Pablo II retrató la figura de Pablo VI: «Particularmente sensible a las exigencias de la cultura moderna, agudo conocedor de los múltiples y vastos problemas del mundo actual, consciente en grado extremo de la responsabilidad de su elevado ministerio, partícipe de los sufrimientos físicos y morales de toda la humanidad, Pablo VI, amante de Cristo y amigo de todo hombre, fiel servidor de la verdad en la caridad e incansable defensor de los derechos de Dios y del hombre...». Fue siempre un faro de luz para todos los hombres... Como timonel de la Iglesia, barca de Pedro, supo conservar una calma y un equilibrio providenciales incluso en los momentos más críticos..., respetando cada partícula de verdad contenida en las diversas opiniones humanas, y conservó al mismo tiempo el equilibrio providencial del timonel de la barca" (Audiencia general del 24 de abril de 1979).

El legado que Pablo VI nos ha dejado es grande. Que su magisterio siga iluminando el camino de la humanidad.

Card. Giovanni Battista Re

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