Catequesis bautismales en Cuaresma

Las dos dimensiones de la Cuaresma

La Cuaresma tiene una doble dimensión: bautismal y penitencial. En la piedad popular y en el folclore paralitúrgico ha prevalecido el aspecto penitencial, y especialmente el ayuno, casi sinónimo de Cuaresma, pero originariamente era más importante el bautismal. La penitencia es para reparar nuestras infidelidades a las promesas del bautismo.

Nos lo muestra la historia de la liturgia. La parte más antigua, y la más importante, de la Cuaresma son los actuales domingos III, IV y V, a los que posteriormente se antepusieron el I y el II. En los tres domingos más antiguos se leían los evangelios joánicos de la samaritana (Jn 4), del ciego de nacimiento (Jn 9) y de la resurrección de Lázaro (Jn 11), que tienen prefacios propios. Tal preferencia por estos tres evangelios se debe a su sentido bautismal, porque primitivamente el bautismo se confería principalmente en la vigilia pascual .Con el tiempo estos tres evangelios se adelantaron a los sábados precedentes. Con la reforma posconciliar se han devuelto a los domingos del año A, pero se recomienda que se digan los tres años si en la comunidad hay catecúmenos (como ocurre en países de misión). Además de leerse el año A, en los B y C se leerán también un día entre semana.

Al añadirse posteriormente las actuales semanas I y II, de tono penitencial, se configuró el doble sentido de la Cuaresma, bautismal y penitencial, con tendencia a prevalecer cada vez más este último. Así, en la antigua disciplina cuaresmal había tres grupos de fieles: los penitentes, los catecúmenos y los demás fieles. Catecúmenos y penitentes asistían solo a la liturgia de la palabra, y pensando en ellos se habían escogido lecturas adecuadas, que persisten aún hoy. Se les aplicaban ritos especiales, como los exorcismos y escrutinios y el aprendizaje del padrenuestro y del credo, pero se retiraban al empezar la liturgia eucarística o del sacrificio. El Jueves Santo los penitentes eran reconciliados con la Iglesia, para que celebraran la Pascua con todos los fieles.

Todos nos apuntamos a penitentes y a catecúmenos

Cuando la antigua penitencia pública, muy severa, cedió ante la confesión individual privada, más benigna, desapareció la primitiva discipina penitencial de la Cuaresma, y la prebautismal se perdió cuando el bautismo de adultos resultó excepcional, y se generalizó el bautismo de recién nacidos, incapaces de aprovecharse de la catequesis bautismal. Pero entonces toda la asamblea de los fieles pasó a hacerse penitente y catecúmena. El miércoles de ceniza todos (ya no solo los pecadores públicos) somos recibidos a penitencia con la imposición de las cenizas, y todos nos apuntamos al catecumenado cuaresmal, no para repetir el bautismo (porque no se borra nunca, y ni el Papa puede dispensar de él) sino para renovarlo en la vigilia pascual. Aunque estemos bautizados, seguimos siendo catecúmenos. El cristiano es siempre discípulo (nombre clásico de los que creen en Jesús). Circulamos siempre con la “L” de prácticas y no se nos da nunca el carné definitivo.

Aquellos tres evangelios (samaritana, ciego de nacimiento, Lázaro) fueron escritos cuando su autor llevaba ya más de cincuenta años de experiencia de bautizar y de celebración de la eucaristía. Al relatar los tres hechos (con gran riqueza de detalles y aun de matices psicológicos) piensa también en el bautismo. Por eso, hay que leerlos o escucharlos (siempre pero muy especialmente en el contexto cuaresmal) a un doble nivel: trama dramática de los hechos y finísimas insinuaciones bautismales.

La samaritana

El episodio discurre entre dos escenarios dramáticamente muy bien alternados y cargados de simbolismo: la ciudad y el pozo. La mujer y los discípulos van y vienen de aquélla a éste, y el relato culmina cuando Jesús deja el pozo y va a la ciudad. La samaritana es una mujer fuera de serie. Con su historia personal, que sus conciudadanos conocen sobradamente, estaba ya clasificada socialmente, y sin embargo Jesús sostiene con ella un diálogo de alto nivel espiritual, y hasta le dice lo que (al menos según los evangelios) no había aún revelado a sus discípulos: que él es el Mesías esperado. Jesús le pide agua (cuando él pide algo, es que se prepara para dar mucho más). Le pide agua del pozo, y le ofrece el agua que quita toda sed terrena y mana para la vida eterna. Renovada con esta agua, la mujer tira el cántaro y regresa a la ciudad a anunciar que ha encontrado al Mesías junto al pozo. Y nosotros, como ella, decimos: “Señor, danos siempre agua de esa”.

El ciego de nacimiento

Quedan muy bien retratados todos los personajes, sobre todo el protagonista, el ciego. Hombre inculto, pero de ideas claras. Discute con los doctos rabinos, les rebate todos sus argumentos y hasta les hace perder el control. El significado bautismal del relato se hace evidente desde el principio, cuando Jesús, después de aplicar barro a los ojos del ciego, le dice: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”, y el evangelista explica, para sus lectores griegos, que no saben hebreo: “…Siloé, que significa enviado”. Sumergirnos en el “Enviado” nos abrirá los ojos.

La fe es una visión de Dios, aunque en esta vida sea imperfecta, prenda de la visión perfecta, cara a cara, en la gloria. Pero ya en esta vida nos da una manera nueva de ver las personas, las cosas y los acontecimientos, desde el punto de vista de Dios.

La resurrección de Lázaro

Tal como se nos describe este episodio, tuvo que ser el más espectacular de todos los milagros de Jesús; más aún que la misma resurrección de Jesús, importantísima, pero que solo los ángeles pudieron ver. Las santas mujeres y los discípulos vieron a Cristo resucitado, pero ningún humano lo vio resucitando. Vieron que vivía y además experimentaron que les hacía vivir a ellos de su propia vida.

El dogma cristiano de la resurrección responde a un anhelo humano innato, de una vida más allá de la muerte. El hombre es el único animal que entierra a sus muertos, porque sabe que de algún modo siguen viviendo y podemos hacer algo por ellos, y ellos por nosotros, y que nos encontraremos de nuevo. Jesús dice a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida. Los que creen en mí, aunque mueran vivirán”. Lázaro llevaba tres días muerto y enterrado, había empezado la descomposición y olía mal, pero cuando Jesús grita: “¡Lázaro, sal fuera!”, el difunto se endereza y, envuelto en la mortaja, avanza y sale. Jesús ordena entonces: “Desatadlo”.

Cuando en Jerusalén corre la voz de lo ocurrido, se despierta no solo la fe sino también aquella curiosidad malsana por los que han vuelto del más allá. Por eso son muchos los que van a Betania, al banquete que los tres hermanos han organizado en agradecimiento a Jesús. El evangelista, con gran agudeza psicológica, observa que fueron “no solo por Jesús, sino también por ver a Lázaro”. Seguro que le preguntaron qué había experimentado o visto. Pero algún día Lázaro tuvo que morir de nuevo sin regresar. El milagro multiplicó la muchedumbre que el domingo de Ramos aclamaban a Jesús, pero a la vez incitó a Caifás a matar a Jesús, temiendo que el entusiasmo popular degenerara en rebelión, que sería reprimida por los romanos: “Conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación.” Nosotros, en cambio, creemos que nos conviene morir y resucitar con Cristo por el bautismo para vivir con él por siempre.
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