Eucaristía y memoria colectiva

El sociólogo francés Maurice Halbwachs, fallecido en 1945 en el campo de exterminio de Buchenwald, formuló la teoría de la memoria colectiva, según la cual solo recordamos lo que tiene sentido en el grupo en el que vivimos. Para explicar esta teoría, un profesor refería el experimento que se hizo con unos zulúes, un pueblo de Sudáfrica de hombres famosos porque dan unos grandes saltos verticales, y también por su memoria fabulosa: son pastores, tienen rebaños de miles de vacas y las conocen una por una. Llevaron a unos cuantos zulúes a Londres y durante unos días los pasearon por la gran ciudad. De regreso a su tierra, les preguntaron qué recordaban de Londres, pero no recordaban nada, porque todo era tan distinto de su cultura que no habían entendido nada. Mejor dicho: una sola cosa recordaban, el gesto de los guardias urbanos dirigiendo el tráfico, porque es como ellos se saludan.

Si en la fiesta de Corpus recuerdo la teoría de Halbwachs es porque nos puede explicar el secular olvido de la dimensión comunitaria de la Eucaristía, que la reforma posconciliar ha tratado de remediar.

Actualmente, después de la consagración del pan, el sacerdote dice: “...del mismo modo, acabada la cena...”, y sigue inmediatamente la consagración del vino. Las palabras “acabada la cena” son un vestigio de cuando la consagración del pan tenía lugar al principio y la del vino al final del ágape eucarístico.

Según los evangelios sinópticos, Jesús instituyó la Eucaristía en el curso de la cena pascual. El rito judío consistía sobre todo en comer el cordero pascual, pero enmarcado en una larga serie de cantos, oraciones, comidas y bebidas. Como el cordero tenía que ser sacrificado en el Templo, desde la destrucción de éste se celebraba sin comer el cordero. Mucho menos lo comerían los cristianos, ya que nuestro verdadero cordero pascual es Cristo, sacrificado por nosotros.

También casi todos los demás ritos de la Pascua judía fueron cayendo en el olvido, porque ya no tenía sentido para los cristianos. Solo tenían sentido y se mantuvieron dos ritos que Jesús, en su última Cena, había cargado de un significado especial: uno, al principio, la bendición del pan, que el Señor convirtió en su Cuerpo; otro, hacia el final, la bendición de la cuarta copa de vino, convertida en el cáliz de su Sangre. Al caer en el olvido los demás ritos judíos, las dos consagraciones, que originariamente estaban separadas, se juntaron, tal como hoy las celebramos, aunque diciendo entre las dos: “acabada la cena”. Posteriormente se añadieron, antes y después de las consagraciones, una serie de lecturas, oraciones y ritos específicamente cristianos.

La Eucaristía es algo más que una devoción individual. Es un acto de memoria colectiva, en cumplimiento del mandato de Jesús de repetir en memoria suyo lo que él hizo por nosotros. Si prevalece el individualismo, no entendemos la dimensión comunitaria, la olvidamos, y los textos litúrgicos que siguen proclamándola nos resbalan.

Como decía san Pablo a los Corintios, formamos con Jesucristo y entre nosotros un solo cuerpo, porque participamos del mismo pan, y el cáliz de bendición que bendecimos es comunión con la sangre de Cristo. El no cesa de enviar a la Iglesia su Espíritu, y lo hace sobre todo por medio de la Eucaristía. Todas las plegarias eucarísticas terminan con la epiclesis o invocación del Espíritu Santo, pidiendo que, a todos los que comulgamos del mismo pan y del mismo vino, nos una en Iglesia por la caridad. El Vaticano II afirma que “ninguna comunidad cristiana se puede formar si no tiene por raíz y quicio la celebración de la Eucaristía (Presb. ord. 6). Por eso decía el P. De Lubac: “La Iglesia hace la Eucaristía, pero la Eucaristía hace la Iglesia”.

Si cuando celebramos la Eucaristía olvidamos su dimensión comunitaria, hemos perdido la memoria colectiva cristiana y estamos en la misa como aquellos zulúes en Londres.
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