El gemido de la creación

En vez de explicar la parábola del sembrador, que ya comenta Jesús mismo al final del evangelio de hoy, fijémonos en el fragmento de la carta a los Romanos. Esta carta es la más extensa y más densa de las paulinas. Durante dieciséis domingos, este año “A”, leemos los principales pasajes, pero el cap. 8 es la cumbre de esta carta. Los editores y comentaristas lo suelen titular “La vida en el Espíritu”. Veinte veces aparece en él la palabra “Espiritu”.

Es “espiritual”, pero sumamente realista, porque parte de las tribulaciones que forzosamente padecerán los cristianos (Pablo tenía de ello buena experiencia), pero se mantiene firme porque “los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá”. Los sufrimientos del tiempo presente – dice – no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”. Toda la creación – astros, montes, mares, animales y plantas – contempla nuestro combate: “Porque la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios”.

Nos equivocaríamos de medio a medio si, deslumbrados por el lenguaje poético de Pablo, no tomáramos en serio su visión del gemido de la creación. Demasiado a menudo entendemos la condición humana, y la religión cristiana, de un modo desencarnado, puramente psicológico. Santo Tomás dice “Yo no soy mi alma” (soy mi alma y mi cuerpo). La Biblia nos habla de la solidaridad de la existencia humana con el universo que la rodea, y así da la razón al movimiento ecológico (mientras no caiga en exageraciones ridículas). Cuando el hombre se aparta de Dios, arrastra toda la naturaleza al desastre. El deseo inmoderado de riquezas y placeres ha llevado a la contaminación ambiental, el cambio climático, la erosión, la deforestación, las costas y playas sacrificadas a la explotación inmobiliaria, la extinción de especies animales y vegetales...

Dios lo había creado todo para el hombre, y al hombre para Él, como un pontífice de la creación. Todos los seres inanimados y los animales dan gloria a Dios por el solo hecho de ser lo que el Creador quiso que fueran, mientras que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, tiene una inteligencia capaz de contemplar la gloria del Creador que brilla en la creación, y también le ha dado una voluntad libre, capaz de obedecer a Dios... ¡y de desobedecerle! Las demás criaturas le dan gloria necesariamente, pero inconscientemente. El hombre tiene la terrible facultad de desobedecer a su Creador y así dejar de ser lo que Él quiso que fuera, peo si le obedece encabezará la gloria de toda la creación.

El libro del Génesis nos describe, con un lenguaje aparentemente ingenuo pero muy profundo, a los primeros padres, en el paraíso, gozando de la amistad de Dios y reinando sobre la naturaleza, que Dios había puesto bajo sus pies. Pero cuando se rebela contra el Creador, la naturaleza se rebela contra el hombre. La tierra, que antes trabajaba por placer, ahora le da espinas, y ha de ganarse el pan con el sudor de su frente, y la mujer dará a luz con dolor. También la naturaleza interior del hombre se le subleva: el cuerpo y las pasiones ya no le obedecen, su razón se nubla, su voluntad se debilita: “no hago el bien que quisiera, sino el mal que no querría”, clama dramáticamente san Pablo (Rm 7,15.19).

San Pablo recoge la tradición judía de los dolores que han de preceder al estallido de la liberación mesiánica y el triunfo final del pueblo de Dios, pero en el fragmento de hoy revela que esto solo se realizará plenamente en Jesucristo. Los primeros padres utilizaron la creación (la manzana simbólica), que tenían que emplear para dar gloria a Dios, para pecar, pero por la redención de Cristo y la acción sacramental de su Iglesia, los elementos naturales – pan, vino, agua, aceite, fuego, luz – ya vuelven a estar al servicio del plan de Dios y son vehículos de su gracia.

La plegaria eucarística IV (que por ser un minuto más larga no suele emplearse) recapitula esta doctrina. Recuerda primero, en el prefacio propio de esta plegaria, que hizo todas las cosas “porque es bueno”,por una decisión libre (no por una fatal explosión física impersonal). Evoca la creación de los ángeles que contemplan su gloria y le glorifican sin cesar, y entonces la asamblea se une a la alabanza de los ángeles con el canto del “Santo, Santo, Santo” (“levantemos el corazón”, nos ha dicho el sacerdote al principio: en la misa cielo y tierra se funden; los occidentales nos imaginamos que el cielo baja, los orientales piensan más bien que ellos suben). Describe después la creación del hombre, el pecado, las alianzas y las promesas hasta llegar a la encarnación y el misterio pascual, y para que no vivamos ya para nosotros mismos sino para Cristo, que por nosotros murió y resucitó, envió el Espíritu Santo.

Entonces invoca este mismo Espíritu Santo para que santifique el pan y el vino y los convierta en Cuerpo y Sangre de Cristo. Para ello repite las palabras de Cristo al instituir la Eucaristía, y se produce la conversión eucarística. En comunión con el Papa, los obispos y toda la Iglesia de la tierra, intercedemos por vivos y difuntos y – como al principio – nos unimos a la iglesia del cielo, con la Virgen y todos los santos, en aquella gloria a la que tendemos, y donde, “junto con toda la creación, libre ya de pecado y de muerte, glorificaremos al Padre por Cristo, Señor nuestro”.

Dom. XV (A), segunda lectura (Rom 8,18-23)
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