Nueva normalidad

En pleno duelo, y náufragos en un mar de incertidumbres, nos preguntamos cómo y cuándo podremos recuperar lo que el virus se llevó. Pero el aliento y la razón nos empujan a dar un pasito más allá, un gran paso decisivo, y a preguntarnos qué deberíamos recuperar, y qué no, de lo que el virus se llevó.

En ese sentido quiero entender la nueva consigna: “Transición a una nueva normalidad”. Curiosa expresión ésta, contradictoria o cuando menos ambigua, pues si es nueva no será normalidad, y si es normalidad no será nueva. Considero, sin embargo, que esa ambigüedad o esa contradicción es constitutiva de nuestra condición humana, y más en esta incierta época de pandemia en la que todo un mundo que nos parecía normal se ha desmoronado y otro mundo al que aspiramos aún está por construir. La normalidad nos calma, la novedad nos aviva.

Necesitamos normalidad, pues somos seres de costumbres. Cada día es una cadena de rutinas tan sencillas como vitales. Llega la primavera y el herrerillo anida, el manzano florece. La tierra gira, los astros y las galaxias se atraen, el universo se expande. Infinita armonía regida por una misteriosa fuerza profunda que no sabemos cómo llamar. Es la misma fuerza que empuja la rutina de la vida, la santa rutina que nos lleva. No podemos pararnos a sopesar en cada momento si debemos lavarnos las manos, volver la cabeza, medir la distancia. La rutina se vuelve rito, ahorra energías, simplifica la vida y la sostiene. Despedir a los muertos, festejar un nacimiento, celebrar una boda, pasear libres, abrazarse y besarse cuando el espíritu y el cuerpo lo pide… o simplemente comer juntos simplemente, y, para un cristiano, evocar la presencia real de Jesús, el crucificado viviente, recordando su palabra, comiendo y bebiendo simplemente, con televisión o sin ella de por medio, pero sin necesidad de un sacerdote revestido de alba y casulla y de poderes sagrados exclusivos: la eucaristía que Jesús practicó cada vez que comía con la gente y encarnaba el Reino de la libertad y de la comunión. Bendita normalidad.

Que llegue la normalidad que facilita la vida. La vida de todos. No la “nueva normalidad” a la que se apeló por primera vez en la crisis del 2008, y mirad lo que se hizo: se rescató a los Bancos y se desahució a la gente. No la vieja normalidad de unos a costa de otros, la violenta desigualdad establecida como norma, la inequidad impuesta como ley social, como desgobierno mundial. No la normalidad del expolio de las selvas y el exterminio de sus gentes, la Amazonía en cabeza, para beneficio de minerías, petroleras y monocultivos extensivos (las selvas son, como se sabe, el hábitat “normal” de infinidad de virus y microorganismos: los expulsamos de su medio y les abrimos paso hasta nuestras macro-ciudades, todo por un beneficio económico inmediato que pronto perderemos con creces combatiendo virus y pandemias: extraña inteligencia del Homo Sapiens).

No la normalidad del crecimiento insostenible, de la máxima producción, de la mayor ganancia, del derroche consumista. Y de su corolario: las otras nueve grandes pandemias –además de la Covid-19– de las que ya no se habla y que ha señalado recientemente la Comisión para el Futuro Humano de la Universidad Nacional Australiana: la falta de agua, el colapso del ecosistema, el aumento descontrolado de población, la inseguridad alimentaria, la contaminación química, las armas nucleares, el calentamiento global y cambio climático inducido por el ser humano, el desarrollo de poderosas tecnologías sin control, la incapacidad nacional y global para entender y actuar preventivamente sobre los riesgos.

No la normalidad de esta civilización fundada en la depredación, la prisa y la competición (ahí lo tenemos: el mundo ha parado, pero la Bolsa no, y las farmacéuticas compiten denodadamente por llegar primero a la vacuna y hacerse de oro gracias a la pandemia). No la normalidad de una estrecha cosmovisión antropocéntrica, reforzada por los grandes monoteísmos, según la cual el ser humano es el centro de la creación o el sentido y la flecha de la evolución y todo ha de servir para provecho de nuestra especie (¿acaso existen los virus para el bien humano?). No la normalidad regida por “nuestros demonios internos, nuestro propio odio, codicia e ignorancia” (Noah Yuval Harari), la madre de todas las pandemias.

A decir verdad, no soy optimista, pero la esperanza nunca fue cuestión de optimismo, sino de compromiso inspirado, gozoso a pesar de todo. Vivimos una hora grave, la hora más grave tal vez de toda la historia de nuestra especie humana. O ponemos las bases de una nueva normalidad basada en la compasión y la solidaridad, o no hará falta que este virus u otro acabe con nosotros, pues acabaremos unos con otros. Recapacitemos.

Recapacitad, diputadas y diputados de todos los partidos que legisláis en nombre de los ciudadanos, y dejad de lado, si os tenéis en algo, las rencillas y mentiras indignas de la gente que decís representar. Recapacitad, mandatarios y mandatarias del planeta. Os lo pedimos por el pan de cada día de tantas familias, por el porvenir de nuestros jóvenes, por el futuro común de la tierra. Os lo pedimos por la memoria de las personas queridas que se fueron tan solas, sin una última palabra, sin una última caricia, dejando tanto duelo difícil. Su aliento se hizo uno con el Aliento universal eterno. Descansan en paz.

Que su paz eterna cure nuestra memoria y nos libre de nuestros miedos y ambiciones, para que la vida humana, mucho más humana que hasta hoy, siga en esta tierra sagrada. Que las Bienaventuranzas (la solidaridad con los pobres, la sed de justicia, la honradez, la misericordia, la paz, la mansedumbre) del profeta Jesús y de todos los profetas, con religión o sin ella, inspiren una nueva normalidad para una nueva comunidad mundial.  Que la vida humana –humus y aliento– merezca este nombre, y hagamos verdad lo que dijo el poeta alemán: donde crece el peligro aumenta también lo que salva.

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