Vida, muerte y resurrección de la moral sexual

En el año 30 de la era común, más conocida todavía en el” mundo occidental” como “después de Cristo, cuando la primera luna llena de primavera iluminaba la noche de Palestina, un joven profeta libre llamado Jesús de Nazaret fue apresado, juzgado sumariamente y condenado a la cruz por el procurador romano a instancias y con la connivencia del Sanedrín religioso.

Su delito: haber proclamado de palabra y de obra que “el sábado es para la vida y no la vida para el sábado”, a saber, que la ley más absoluta de cualquier Estado o sociedad y de cualquier Iglesia o religión está supeditada al bien de la vida, no el bien de la vida supeditado a ninguna ley, por divina o imperial que sea. Unos y otros decidieron que el profeta era una amenaza para el orden establecido, y todos juntos lo eliminaron en la víspera de la Pascua, a primera hora de la tarde. Y hoy lo volverían –quiero decir lo volvemos– a hacer.

Pero María de Magdala, que amaba a Jesús que también la amaba, purificada su mirada por las lágrimas del duelo, vio claramente que el crucificado vivía para no volver a morir y lo amó más todavía en cuerpo y alma. Y abrió los ojos de Pedro y de otros compañeros y compañeras, y volvieron a ser el movimiento itinerante, creativo, reformador de Jesús que habían sido sin otra doctrina ni autoridad que su memoria libremente releída a la luz de la vida. Sin otra ley que el bien de la vida siempre nueva.

Una generación después, la memoria empezó a derivar en doctrina, la presencia en culto ordenado, la igualdad fraterno-sororal en jerarquía clerical, la vida en código moral. En el siglo IV, el siglo de Constantino, el movimiento de Jesús se convirtió en religión establecida. Hasta hoy. Y hoy nos hallamos frente a una disyuntiva histórica: o bien recuperamos el aliento de Jesús, la llama pascual de la vida que resucita sin cesar en todo, o bien seguimos encerrados en un sistema religioso obsoleto desde hace 300 años por lo menos, y vamos dejando que el tiempo y las nuevas generaciones olviden (con razón) nuestros credos, cultos y códigos, e incluso tal vez (desgraciadamente) la memoria subversiva de Jesús, su aliento renovador de la vida.

¿Y qué tiene que ver todo este preámbulo con la “vida, muerte y resurrección de la moral sexual”, título que se me ha propuesto para esta reflexión pascual? Tiene que ver con que la “moral sexual” vigente ya no vive ni hace vivir, está muerta y hace morir, y mejor será que quede muerta en su tumba milenaria a no ser que resucite totalmente transformada por el espíritu pascual de la vida. Y tiene que ver con que la vida y la muerte pascual de Jesús debería ser, para las iglesias cristianas, el criterio básico para la transformación pascual de todas sus creencias, ritos y códigos, y de su entera enseñanza sobre la sexualidad. Me pregunto, pues: ¿cuáles serían las señales y condiciones para poder decir que la moral sexual –rancia denominación que mejor será sustituir por “ética sexual– ha “resucitado verdaderamente”? Indicaré unas cuantas fundamentales:

cuando las iglesias en su conjunto y sus gobernantes y “magisterio” en particular asuman los conocimientos adquiridos por la historia, la psicología, la antropología, la biología, la medicina y las ciencias en general sobre aquello que, en el campo de la conducta sexual, es bueno y sano para la vida personal e interpersonal, y nunca enseñen nada que sea contradictorio con los datos científicos;

cuando admiren y celebren que la evolución de la vida haya seleccionado, hace por lo menos 1.200 millones de años, la reproducción sexual –desde las algas hasta toda clase de animales– porque ella hace que la vida sea más diversa y creativa, y reconozcan que la sexualidad es un canto a la diversidad –desde la polinización entre plantas hasta complejos rituales, danzas y cortejos de apareamiento– y dejen definitivamente de creer que algún “Dios” haya dictado una única forma de práctica sexual como buena y lícita;

cuando puedan leer con admiración contemplativa el libro del Cantar de los Cantares, que se abre con estas palabras: “¡Que me bese con besos de su boca! Son mejores que el vino tus amores”, y en ese tono sigue hasta el fin, hablando sin pudor ni morbo de pechos y de sexo, de cuerpos que se encienden y se funden, de “licor de granadas”, y sin nombrar nunca el término “Dios”, aunque no habla de otra cosa;

cuando reconozcan la enorme mutación que, por primera vez en los 300.000 años de historia del Homo Sapiens, ha tenido lugar en nuestra generación, a saber: que la reproducción se ha desligado de la relación sexual y que, por lo tanto, la relación sexual tiene sentido en sí independientemente de que esté o no esté orientada a la reproducción; cuando, por lo tanto, el Vaticano derogue de raíz la desdichada Encíclica Humanae Vitae de Pablo VI en 1968 que tanto sufrimiento inútil e injusto ha infligido a toda esta generación de católicas y católicos;

cuando se gocen profundamente de que la misteriosa y sabia energía de la vida, en su asombrosa evolución, haya dotado al sexo de un éxtasis de placer, y se gocen por ello, y no solo no lo censuren sino que lo bendigan como bueno, sano y santo en sí, tan sano y santo como el placer de comer y beber, de tumbarse al sol de la primavera o de escuchar el canto tranquilo del mirlo en su rama, sin otro límite que el no hacerse daños a sí mismas o a otras personas, y lo contemplen como epifanía de la santa Creatividad de la vida que es Dios;

cuando la Iglesia católica, en consonancia con la mayoría de las religiones y de las demás iglesias cristianas, en conformidad con el silencio de toda la Biblia y de buena parte de la propia historia de la Iglesia católica, desculpabilice enteramente la masturbación y, de acuerdo con la biología y la psicología y la observación del comportamiento humano al respecto en todas las culturas humanas y en otras especies animales, acepte el carácter natural y totalmente inocuo de esa práctica sexual, y reconozca su error y le pese profundamente la inmensa, opresiva angustia de culpabilidad que ha provocado, sobre todo en los últimos siglos, por haberla considerado como pecado y además mortal, merecedor del infierno eterno…;

cuando se duelan del enorme dolor, vergüenza y hasta asco de sí que durante siglos y siglos han hecho sentir a las personas LGTBIQ+, obligándolas a verse como enfermas, culpables, pervertidas o invertidas, y pidan sinceramente perdón, y reconozcan al amor y a la relación sexual de las personas LGTBIQ+ la misma dignidad que al amor y a las relaciones sexuales de personas heterosexuales canónicamente casadas, y bendigan aquellas tanto como éstas y las confiesen por igual como sacramento del Amor, de la Vida, de Dios;

cuando, en resumen, las jerarquías y el llamado “magisterio” –que Jesús no quiso– se liberen de los prejuicios, represiones y obsesiones relacionadas con la sexualidad –que no vienen de la Biblia ni de Jesús, sino de filosofías como el maniqueísmo y el platonismo, sobre todo a través de San Agustín y de San Jerónimo–, prejuicios y represiones de las que ellos mismos han sido las primeras víctimas y que han impuesto a todos los demás en nombre de “Dios”, y abran por fin los ojos para mirar el cuerpo humano y el sexo, con toda su maravillosa diversidad, como símbolo de la belleza y de la fragilidad de la vida y como llamada a cuidarla y a bendecirla, nunca condenarla ni herirla, y corrijan de arriba abajo el Catecismo y el Código de Derecho Canónigo….

… entonces será la Pascua de la moral sexual en la Pascua de Jesús, que es mi forma de decir y de celebrar la Pascua permanente y universal de la vida.

Creo que todavía tendremos que seguir esperando muchas primeras lunas llenas de primavera antes de que tenga lugar la resurrección de la moral sexual en la Iglesia católica, pero seguiremos celebrando cada año y cada día la Pascua de Jesús. Y seguiremos esperando, es decir, dejándonos alentar por el espíritu del crucificado viviente y anticipando en nuestra vida un poco de su Pascua, haciendo que el amor tome cuerpo, se haga carne.

Aizarna, 28 de marzo de 2021

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