"Una discriminación de género contraria a la actitud de Jesús" Mujeres sacerdotes: la historia a su favor
Según este informe la exclusión de las mujeres es doble: del ministerio diaconal y del presbiteral. Con la historia en la mano voy a argumentar a favor del sacerdocio de la mujeres y, de consuno, también del diaconado
León XIV ha ratificado el informe de la comisión presidida por el cardenal arzobispo emérito d’ Aquila, Guiseppe Petrocchi, que rechaza la posibilidad de conceder la admisión de las mujeres al diaconado entendido como sacramento del orden, aunque, matiza, por el momento no es posible un juicio definitivo como en el de la ordenación sacerdotal de las mujeres. Según este informe la exclusión de las mujeres es doble: del ministerio diaconal y del presbiteral. Con la historia en la mano voy a argumentar a favor del sacerdocio de la mujeres y, de consuno, también del diaconado.
Durante las últimas décadas han aparecido rigurosas investigaciones científicas de historiadores e historiadoras, numerosos documentos y declaraciones de teólogos y teólogas, movimientos cristianos de base, organizaciones cívico-sociales, e incluso de obispos y cardenales de la Iglesia católica, reclamando fundadamente el acceso de las mujeres al sacerdocio. Consideran la exclusión femenina del ministerio sacerdotal una discriminación de género que es contraria a la actitud inclusiva de Jesús de Nazaret y del cristianismo primitivo, va en dirección contraria a los movimientos de emancipación de las mujeres y a las tendencias igualitarias de hombres y mujeres en la sociedad, la política, la vida doméstica y la actividad laboral.
El alto magisterio eclesiástico responde negativamente a esa reivindicación, apoyándose en dos argumentos que carecen de consistencia: uno teológico-bíblico y otro histórico, que pueden resumirse así: Cristo no llamó a ninguna mujer a formar parte del grupo de los apóstoles, y la tradición de la Iglesia ha sido fiel a esta exclusión, no ordenando sacerdotes a las mujeres a lo largo de los veinte siglos de historia del catolicismo. Esta práctica se interpreta como voluntad explícita de Cristo de conferir solo a los varones, dentro de la comunidad cristiana, el triple poder sacerdotal de enseñar, santificar y gobernar. Solo ellos, por su semejanza con Cristo, pueden representarle y hacerle presente en la eucaristía.
Estos argumentos vienen repitiéndose sin apenas cambios desde hace siglos y son expuestos en varios documentos de idéntico contenido, de los que destaco tres a los que apelan los obispos y el propio papa cada vez que los movimientos cristianos críticos, las teólogas y los teólogos insisten con toda razón en reclamar el sacerdocio para las mujeres: la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe Inter insigniores (15 de octubre de 1976) y dos cartas apostólicas de Juan Pablo II: Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988) y Ordinatio sacerdotalis. Sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres (22 de mayo de 1994). La más contundente de todas las declaraciones al respecto es esta última, que zanja la cuestión y cierra todas las puertas a cualquier cambio en el futuro: “Declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”.
Unos meses antes de renunciar al pontificado Benedicto XVI, citando la Ordinatio sacerdotalis, de Juan Pablo II, ratificó la prohibición de la Iglesia católica de ordenar a mujeres considerando dicha prohibición parte de la constitución divina de la Iglesia (¿?) y declaró que la Iglesia carece de autoridad para permitir el acceso de las mujeres al sacerdocio, ya que Jesucristo ordenó sacerdotes solo a hombres, y lo hizo voluntariamente. El papa Francisco volvió a rechazar el acceso de las mujeres al ministerio presbiteral con inusual contundencia en el vuelo de retorno de Suecia a Roma en 2016 apelando a la declaración de Juan Pablo II,
Es verdad que la historia del cristianismo no es pródiga en relatos de mujeres sacerdotes. Esto no debe extrañar ni sorprender, ya que ha sido escrita por varones, en su mayoría clérigos, y su tendencia ha sido a ocultar el protagonismo de las mujeres en la bimilemaria historia del cristianismo. “Si las mujeres hubieran escrito los libros, estoy segura de que lo habrían hecho de otra manera, porque ellas saben que se les acusa en falso”. Esto lo escribía Cristina de Pisan, autora de La ciudad de las damas en 1404, la obra que suele considerarse protofeminista de la primera mujer que se ganó la vida como escritora. Sin embargo, documentos no faltan en favor del ministerio sacerdotal de las mujeres, como voy a intentar mostrar a continuación.
La mayoría de los estudios sobre el Nuevo Testamento, de las investigaciones sobre el cristianismo primitivo y de las reflexiones teológicas actuales coincide en que no hay razones para la exclusión de las mujeres de los diferentes ministerios eclesiales.
Según consta en algunas tradiciones evangélicas, las mujeres se incorporaron al movimiento de Jesús en igualdad de condiciones que los varones. Diría más, siguiendo a Elisabeth Schüssler Fiorenza: el movimiento igualitario de Jesús de Nazaret surgió a partir, o al menos, vinculado a un colectivo de mujeres de Galilea. Esta práctica religiosa inclusiva suponía una verdadera revolución en la sociedad y la religión judías de carácter patriarcal y androcéntrico. Creo puede afirmarse que las mujeres recuperan en el movimiento de Jesús la libertad y la dignidad que les negaban los códigos domésticos romanos y las tendencias ortodoxas del judaísmo. Diría más: sin el testimonio de las mujeres sobre la Resurrección de Jesús de Nazaret, difícilmente existiría hoy la Iglesia cristiana.
Las mujeres ejercieron funciones ministeriales y directivas en el cristianismo primitivo. En su libro El ministerio eclesial. Responsables en la comunidad cristiana (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1983), Edward Schillebeeckx asevera que las mujeres, en cuanto responsables de las comunidades cristianas domésticas, podían presidir la celebración eucarística.
Importantes investigaciones históricas desmienten las contundentes afirmaciones del magisterio papal, hasta invalidarlas y convertirlas en pura retórica al servicio de una institución jerárquico-piramidal-patriarcal-clerical como es la Iglesia católica. Esta es uno de los últimos y más eficaces bastiones del patriarcado, que apela a la masculinidad de Dios “Padre” y a la virilidad de Jesús de Nazaret para excluir a las mujeres de los ministerios diaconal, presbiteral, episcopal y papal. Dicha práctica excluyente de las mujeres del ámbito de lo sagrado y de la representación divina viene a confirmar las dos afirmaciones tan certeras de dos pensadoras feministas: Mary Daly y Katte Millet. La primera afirma en su libro Más allá de Dios Padre (1973): “Si Dios es varón, el varón es Dios”. La segunda escribe en Política sexual (1970): “El patriarcado siempre tiene a Dios de su lado”.
Para no alargar en exceso este artículo voy a citar dos de los estudios más rigurosos que invalidan las afirmaciones de los tres documentos antes citados: Cuando las mujeres eran sacerdotes (El Almendro, Córdoba, 1997), de Karen Jo Torjesen, catedrática de Estudios sobre la Mujer y la Religión en Claremont Graduate School, y los trabajos del historiador italiano Giorgio Otranto, ex director del Instituto de Estudios Clásicos y Cristianos de la Universidad de Bari. En ellos se demuestra, mediante inscripciones en tumbas y mosaicos, cartas pontificias y otros textos, que las mujeres ejercieron el sacerdocio durante los trece primeros siglos de la historia de la Iglesia. Veamos algunas de estas pruebas que quitan todo valor a los argumentos del magisterio eclesiástico.
Debajo del arco de una basílica romana aparece un fresco con cuatro mujeres. Dos de ellas son las santas Práxedes y Prudencia, a quienes está dedicada la iglesia. Otra es María, madre de Jesús de Nazaret. Sobre la cabeza de la cuarta hay una inscripción que dice: Theodora Episcopa (= Obispa). La 'a' de Theodora está raspada en el mosaico, no así la 'a' de Episcopa.
En el siglo pasado se descubrieron inscripciones que hablan a favor del ejercicio del sacerdocio de las mujeres en el cristianismo primitivo. En una tumba de Tropea (Calabria meridional, Italia) aparece la siguiente dedicatoria a “Leta Presbytera”, que data de mediados del siglo V: “Consagrada a su buena fama, Leta Presbytera vivió cuarenta años, ocho meses y nueve días, y su esposo le erigió este sepulcro. La precedió en paz la víspera de los Idus de Marzo”.
Otras inscripciones de los siglos VI y VII atestiguan igualmente la existencia de mujeres sacerdotes en Salone (Dalmacia) (presbytera, sacerdota), Hipona, diócesis africana de la que fue obispo san Agustín cerca de cuarenta años (presbiterissa), en las cercanías de Poitires (Francia) (presbyteria), en Tracia (presbytera, en griego), etcétera.
En un tratado sobre la virtud de la virginidad, del siglo IV, atribuido a san Atanasio, se afirma que las mujeres consagradas pueden celebrar juntas la fracción del pan sin la presencia de un sacerdote varón: “Las santas vírgenes pueden bendecir el pan tres veces con la señal de la cruz, pronunciar la acción de gracias y orar, pues el reino de los cielos no es ni masculino ni femenino. Todas las mujeres que fueron recibidas por el Señor alcanzaron la categoría de varones” (De virginitate, PG 28, col. 263).
En una carta del papa Gelasio I (492-496) dirigida a los obispos del sur de Italia el año 494 les dice que se ha enterado, para gran pesar suyo, de que los asuntos de la Iglesia han llegado a un estado tan bajo que se anima a las mujeres a oficiar en los sagrados altares y a participar en todas las actividades del sexo masculino al que ellas no pertenecen. Los propios obispos de esa región italiana habían concedido el sacramento del orden a mujeres, y estas ejercían las funciones sacerdotales con normalidad.
Un sacerdote llamado Ambrosio pregunta a Atón, obispo de Vercelli, que vivió entre los siglos IX y X y era buen conocedor de las disposiciones conciliares antiguas, qué sentido había que dar a los términos presbytera y diaconisa, que aparecían en los cánones antiguos. Atón le responde que las mujeres también recibían los ministerios ad adjumentum virorum, y cita la carta de Pablo de Tarso a los Romanos, donde puede leerse: “Os recomiendo a Febe, nuestra hermana y diaconisa en la Iglesia de Cencreas”.
Fue el concilio de Laodicea, celebrado durante la segunda mitad del siglo IV, sigue diciendo en su contestación el obispo Aton, el que prohibió la ordenación sacerdotal de las mujeres. Por lo que se refiere al término presbytera, reconoce que en la Iglesia antigua también podía designar a la esposa del presbítero, pero él prefiere el significado de sacerdotisa ordenada que ejercía funciones de dirección, enseñanza y culto en la comunidad cristiana.
En contra de conceder la palabra a las mujeres se manifestó el papa Honorio III (1216-1227) en una carta a los obispos de Burgos y Valencia, en la que les pedía que prohibieran hablar a las abadesas desde el púlpito, práctica habitual entonces. Estas son sus palabras: “Las mujeres no deben hablar porque sus labios llevan el estigma de Eva, cuyas palabras han sellado el destino del hombre”.
Estos y otros muchos testimonios que podría aportar son rechazados por el magisterio eclesiástico y por la teología de él dependiente, alegando que carecen de rigor científico. Pero ¿quiénes son el papa, los cardenales y los obispos para juzgar sobre el valor de las investigaciones históricas? La verdadera razón de su rechazo son los planteamientos patriarcales en los que están instalados. El reconocimiento de la autenticidad de esos testimonios debiera llevarlos a revisar sus concepciones androcéntricas y a abandonar sus prácticas misóginas. Pero no parece que estén dispuestos a ello. Prefieren ejercer el poder autoritariamente y en solitario encerrados en la torre de su 'patriarquía', en vez de ejercerlo democráticamente y compartirlo con las mujeres creyentes, que hoy son mayoría en la Iglesia católica y, sin embargo, carecen de presencia en sus órganos directivos y se ven condenadas a la invisibilidad y al silencio.
Es verdad que el papa Francisco nos sorprendió gratamente con muy certeras críticas contra la discriminación de las mujeres en la sociedad y con iniciativas como la incorporación de tres mujeres, dos religiosas y una laica, en el dicasterio romano de Obispos, cuya función es el nombramiento de candidatos al episcopado. Pero en este mismo nombramiento aprecio una incoherencia o, mejor, una contradicción: que las mujeres puedan asesorar al papa en la elección de los obispos sin poder acceder ellas al episcopado.
Una segunda contradicción, todavía mayor que la anterior, es que, teniendo las mujeres la historia a favor del ejercicio del ministerio presbiteral y diaconal, el Código de Derecho Canónico impone a las mujeres ordenadas sacerdotes una pena mayor que a los pederastas: la excomunión, pero no a través de ningún documento oficial, sino latae sententiae, es decir, automáticamente. Lo que tramposamente viene a significar que son las propias mujeres sacerdotes las que se auto-excomulgan. Pero, lógicamente, se niegan a tamaña auto-excomunión y siguen ejerciendo el ministerio, y en dicho ejercicio cuentan con el apoyo de un sector importante de la comunidad cristiana.
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