"Ante el inmovilismo clerical, no detenerse en la frustración y seguir participando" Sínodo. Líneas rojas, cartas marcadas

Sínodo España
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"Numerosos resúmenes que se está presentando del Sínodo siguen en 'lo de siempre', incluido el informe final de la Secretaría del Sínodo de la Conferencia Episcopal Española"

"El resumen de la fase diocesana presentado por la C.E.E. parece ignorar la necesidad del cambio profundo que el propio Papa y la Secretaría del Sínodo proponen a toda la Iglesia"

"También las voces de algunos obispos parecen pretender jugar la partida con las cartas marcadas. Lo vemos, por ejemplo, en las manifestaciones del Obispo de Córdoba y algunas similares"

"Ante la resistencia del inmovilismo clerical, propongo no cesar hasta hacer llegar sus reflexiones y propuestas a todos los niveles de la consulta. Propongo no detenerse en la frustración y seguir participando. Tocando la realidad. ¡Sembrad!"

En éstas semanas que, en muchas diócesis, se están presentando las síntesis de los grupos y aportaciones de los laicos al Sínodo, es fácil encontrar numerosos resúmenes que siguen en “lo de siempre”, incluido el informe final de la Secretaría del Sínodo de la Conferencia Episcopal Española. Síntesis que silencian las voces disidentes especialmente cuando se trata de temas novedosos, que surgen, a mi entender de la acción del Espíritu y del discernimiento sereno y esperanzador.

El resumen de la fase diocesana presentado por la C.E.E. parece ignorar la necesidad del cambio profundo que el propio Papa y la Secretaría del Sínodo proponen a toda la Iglesia. Si -como formula la filosofía del lenguaje- las palabras crean, identifican y dinamizan la realidad, las palabras de este documento episcopal, en lugar de sumar y aportar, parecen más bien restar, esconder y paralizar el proceso de renovación sinodal. Hasta la palabra Evangelio queda relegada a una sola mención en todo el documento y lo hace más como si de una “norma” se tratara que como Buena Noticia liberadora y universal. En fin, un documento lamentable que parece empeñado en llenar los odres nuevos (el corazón de millones de personas del siglo XXI) con el vino viejo y avinagrado de siglos anteriores.

También las voces de algunos obispos parecen pretender jugar la partida con las cartas marcadas. Lo vemos, por ejemplo, en las manifestaciones del Obispo de Córdoba y algunas similares: Primero lamenta que haya "voces disonantes en algunas diócesis de España y en otros lugares no tan lejanos". Quizá debería plantearse si, en los tiempos que vivimos, no será la suya por considerarse poseedor de la verdad absoluta, una de esas voces “desentonadas”, también por su inmovilismo.

Segundo lanza severas acusaciones contra quienes piensan diferente a la jerarquía: atentan contra la comunión eclesial porque “vienen a hacer propuestas que traspasan las líneas". ¿Qué líneas? Las suyas evidentemente. Poner líneas rojas es lo que separa y divide: porque atrapan en su interior a quienes las ponen y porque echan fuera (expulsan) a los que, con honestidad y respeto, proponen lo que consideran necesario para el bien de la Iglesia. En tercer lugar, las pretendidas líneas rojas del sr. Obispo de Córdoba (el sacerdocio femenino y el celibato opcional) no son precisamente las más contrarias al Evangelio de Jesucristo.

El “feminismo reinante”, que tanto le molesta a éste y otros clérigos, debería llevarles, por el contrario, a pedir perdón a tantas y tantas mujeres a las que, con la frasecita famosa de san Pablo: “Mujeres, someteos a vuestros maridos, pues ese es vuestro deber como creyentes en el Señor” (Colosenses 3, 18-25), hemos dañado en su conciencia, y no pocas veces en su integridad física alimentando la prepotencia masculina reinante. ¿Nos extraña el feminismo de ahora?

Quizá sea una oportunidad para abandonar el machismo y el patriarcado con el que nos hemos desenvuelto hasta ahora y en el que siguen atrapados demasiados católicos hasta el día de hoy. Eso es precisamente lo que deberíamos hacer, colocar a la Iglesia del siglo XXI al lado de quienes defienden la igualdad entre mujeres y hombres, y entre todos los seres humanos. Eso sí pertenece a la esencia y los valores de la fe cristiana y de la auténtica tradición de la Iglesia.

Percibo, en la misiva de este obispo, que no solo pone límites a los seglares. Parece dirigirse también a quiénes desde Roma, están decididos a escuchar las “voces disidentes” y “minoritarias”. La voz de las gentes de buena voluntad que manifiestan su opinión. Percibo que se dirigen al mismo Papa y a otros colegas en el episcopado para advertir de lo que se debe o no admitir en el proceso sinodal. Citar a Juan Pablo II en algunas de sus declaraciones “doctrinales”, cuando era un Papa anciano y severamente afectado por la enfermedad de párkinson (que se trató de ocultar durante los últimos diez años, al menos), no parece un argumento demasiado responsable.

El proceso Sinodal acaba de empezar. Para unos ni siquiera era necesario. No pocos se empeñan en ignorarlo o ponerle obstáculos y marcar “líneas rojas”. Ante la resistencia del inmovilismo clerical, propongo a los laicos de buena voluntad y de profunda fe que han participado con seriedad y responsabilidad en grupos y comunidades diversas, no cesar hasta hacer llegar sus reflexiones y propuestas a todos los niveles de la consulta. Propongo no detenerse en la frustración y seguir participando en todas y cada una de las fases que aún están por llegar. Y propongo, hacerlo con serenidad y sin perder la paz interior.

Conviene también intensificar la escucha del Evangelio y la oración. Sí, los laicos oran, y escuchan la Palabra y alimentan su espiritualidad en la Eucaristía. Es tiempo de intensificar los momentos de silencio y contemplación que nos trasladan a lo más profundo de nuestro ser donde el “Padre, que ve en lo escondido, nos reconforta" (Mateo 6, 1-6. 16-18) y donde la escucha de la Palabra nos va haciendo más libres (Gálatas 5, 1).

Conviene, efectivamente, fortalecer la oración, para que la decepción y la desconfianza no dañen la esperanza. Intensifiquemos la oración (personal y comunitaria) para mantenernos en pie, con más fuerza si cabe, en las dificultades. Merece la pena recorrer el camino de la renovación sinodal y la transformación evangélica de la Iglesia. No solo porque son necesarias sino para ser dóciles al mismo Espíritu que, a fin de cuentas, es el que empuja y orienta permanentemente a la Iglesia.

Cuando sentimos que no nos “escuchan”, cuando descubrimos que reflexionar, y participar, no sirve de nada porque la jerarquía está “sorda” hagamos como Jesús ante la persona sordo/muda del relato de Marcos: “Mirando al cielo, suspiró y le dijo: ¡Effetá! (es decir ¡Ábrete! Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad” (Marcos 7, 31-37). Cuando comprobamos, una y otra vez, que hay un lenguaje institucional, no exento de fundamentalismo, que nadie entiende y que clérigos y jerarcas se empeñan en seguir utilizando, mantengamos viva la esperanza activa, un día “se les soltará la traba de la lengua” y hablarán para que todo el mundo les entienda, cada cual en su propia lengua (Pentecostés). Es en la diversidad y con la aportación de todos y cuando se utiliza el lenguaje del amor y el servicio desinteresado a los más vulnerables, donde va creciendo la Fraternidad Universal.

Si tenemos en cuenta que “sordo/mudo” era una expresión que utilizaba la Sagrada Escritura para expresar simbólicamente, a quienes no querían escuchar la palabra de Dios, y por consiguiente, estaban incapacitados también para ponerla en práctica y anunciarla a los demás, me parece asombrosamente fácil de aplicar esta imagen a quienes se resisten a escuchar al Espíritu y a dialogar con los laicos (hombres y mujeres) profundamente creyentes, inmersos y encarnados en la cultura, solidarios de las gentes y los pueblos del siglo XXI.

La incapacitad para escuchar y hablar es una imagen de aquellos que, en la Iglesia (no exentos de privilegios y excesivo poder), permanecen sordos a la voz de miles de creyentes que necesitan una Iglesia creíble y capacitada para comunicarse con las diversas generaciones que se han ido alejando empujados por nuestras incoherencias, por nuestros escándalos y nuestra arrogancia. La sordera y la lengua trabada de la institución clerical se ha convertido en el muro de contención para personas y colectivos que buscan, entre dudas y a oscuras, la luz de la Fe.

Si “abriesen los oídos” y dejasen de hablar “lenguas extrañas”; si abandonasen la pretensión de administrar verdades definitivas y divinas, estarían contribuyendo al resurgir de nuevos horizontes hacia los que dirigir los pasos de una Iglesia de iguales y misionera. A estas jerarquías que no quieren oír, ni predicar, ni llevar a la práctica la sinodalidad, con todas sus consecuencias, se puede aplicar también otra conocida sentencia de Jesús: “No hay peor ciego que el que no quiere ver” (Mateo 11, 20-24); y también aquella otra escena en la que Jesús se sorprende de los 38 años (toda una vida) que llevaba un “paralizado” tendido esperando que “otros” le metieran en la piscina y al que Jesús le dijo: "Levántate, toma tu camilla y anda". (Juan 5, 1-16).



A quienes sí quieren oír lo que el Espíritu tiene que decir a la Iglesia del siglo XXI os propongo, pues, fijarnos en Jesús: levantar la mirada, reflexionar, liberarse de ataduras y miedos; seguir “tocando la realidad”, permanecer cerca de las personas, de los jóvenes, de las mujeres, de los excluidos –dentro y fuera de la Iglesia- y finamente confiar en la fuerza transformadora de su palabra: ¡Effetá! (¡Ábrete!). Antes o después muchas trabas y descalificaciones, que hoy se sostienen en el autoritarismo y la ley, desaparecerán una tras otra.

Para concluir resuenan en mis oídos las palabras que, en 1974, H. François dirigía a la Fraternidad Cristiana de Personas con Discapacidad. Palabras con sabor a evangelio y llenas del espíritu renovador del Concilio Vaticano II: “¡Sembrad!, sin ninguna ansiedad por la cosecha. ¡Sembrad!, con el profundo deseo de que otros se beneficien de los valores que poseéis. Como una planta, que desprende su semilla, así debe ser nuestra vida. Nuestra vida es para los demás. A pesar de todo ¡SEMBRAD!”

Efectivamente, después de muchas “siembras” llegarán los frutos. Muchos de nosotros no los veremos, posiblemente. Las líneas rojas de los jerarcas de hoy un día serán líneas verdes. Algún día ni siquiera habrá líneas porque será realidad el deseo expresado por Jesús, en una de sus oraciones más hermosas: “Padre, que sean uno como tú y yo somos uno” (Juan 17, 21).

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