Montoro y los jesuitas

Cuando hagas el bien que no sepa tu mano izquierda lo que haga tu mano derecha...pero asegúrate de que haces el bien.


La profunda crisis vocacional de religiosos ha exigido una progresiva y creciente delegación en los laicos de las tareas de administración y de representación de las obras de la Iglesia.

Todas las obras de la Iglesia se han visto afectadas por esa tendencia a establecer una presencia nominal de religiosos y un creciente protagonismo y autonomía seglar en sus instituciones. Desde los numerosos colegios que regenta la Iglesia, sus hospitales, hasta llegar a las organizaciones no gubernamentales asociadas a ella.

Siempre eché en falta en la formación de los religiosos la atención a las cuestiones seculares que afectan de manera determinante a su actividad pastoral. Sobre todo, la atención a cuestiones tan importantes como la gestión económica y las relacionadas con la conservación de su patrimonio. Cuestiones que bien merecerían su espacio específico y contenido práctico y generalista, en la formación de un religioso. Tomen nota las Universidades eclesiales.

El religioso requiere para desenvolverse en la realidad de una formación lo más integral posible para desempeñar con inteligencia y cultura, y no solo caridad, su actividad pastoral -la cultura permite entender que todo o casi todo está interrelacionado-. Además, todo religioso debe velar diligentemente, y especialmente cuando se es directo responsable de lo que hacen otros y se ocupa un lugar en la jerarquía, por el ejemplar funcionamiento de la institución que se le encomienda (culpa in eligendo et culpa in vigilando).

En toda institución se cometen errores porque está formada por personas, y las personas no somos infalibles, pero ninguna debilidad humana justifica la falta de celo en observar de forma diligente en manos de quién y cómo los laicos gestionan las obras de la Iglesia.

Porque una cosa es delegar, lo cual obliga a elegir y vigilar, y otra cosa es abandonar aquello que o se ignora, o no se puede llevar, o no permite lucirse.

Tengo la positiva experiencia de que cuando existe presencia directiva y efectiva de religiosos en sus instituciones, éstas suelen funcionar pues reducen la posibilidad de que se llegue al más completo descontrol en éstas. Ellos acompañan la oración y el discernimiento mejor que nadie a la acción.

Me duele especialmente que en este caso haya sido la protagonista del escándalo, la Compañía de Jesús en el caso INTERMON-OXFAM porque la quiero y porque me ha dado mucho, pero este problema afecta por lo general a todas las instituciones de la Iglesia, religiosas y diocesanas.

No se puede ser un irresponsable cuando han de delegarse funciones en manos de los laicos. Deben adoptarse protocolos de control de éstos. Un religioso al fin y al cabo no sólo es un consagrado, es un máximo responsable de la comunidad u obra que se le encomienda.

Suele decirse que cuando hay confianza da asco, y eso es precisamente lo que pasa cuando hay ausencia de temor reverencial al clero por parte de los laicos (muy dados también a creerse dueños del espacio que ocupan) y hay abandono por comodidad o estulticia del celo del religioso en sus funciones.

El clero no sabe muchas veces encontrar ese término medio entre delegar porque hay que dejar hacer y porque a más no se puede llegar, y entre dirigir hasta anular toda iniciativa de los laicos.

Si se delega se ha de hacer controlando, y si se manda se ha de hacer sirviendo y siendo necesario y útil, no taponando.

El gran protagonismo de los laicos en la vida de la Iglesia fruto del Concilio, la honda crisis de vocaciones religiosas, el carácter también necesariamente secular del funcionamiento de las obras directa o indirectamente vinculadas a la Iglesia, no es excusa para que no se sepa lo que pasa en casa.

No hay nada más peligroso que un laico “clerical” y un religioso “laical”.

Uno porque puede acabar confundiendo la Fe con una ideología, amplificada por la notoriedad pública que ocupa la institución, y olvidando y comprometiendo a quien representa. Otro porque puede acabar confundiendo el culto al Señor, con el culto al señorito, por esa tendencia que todos tenemos de querer figurar cuando no nos corresponde.


Y no porque no se esfuercen, que lo hacen, en satisfacerse el uno al otro y viceversa, sino porque se pierde el sitio que corresponde a cada cual.

En la Iglesia católica, la primera y última palabra la tiene su Rey y Señor, pero inmediatamente después sus Ministros. Y digo la última palabra porque sobre ella ha de descansar toda la responsabilidad moral y jurídica. Y eso es algo serio, y realmente fundante de su autoridad.

Los laicos somos enviados de forma preferente a la realidad secular que nos toca a cada cual, empezando por la familia y siguiendo por nuestra profesión u oficio.

Cualquier electo abandonado por su elector, puede convertirse en algo más que en un tirano o en un ultramontano, es una bomba de relojería en cualquier tipo de institución, un espanta cristianos.

Todas las comunidades de la Iglesia deben ponerse las pilas y discernir sobre este asunto nuclear en su funcionamiento.

Porque si la corrupción es tan visible en la realidad porque todo acaba siendo objeto de titular informativo tarde o temprano, ya sólo falta que una institución vetusta y por ello sabia, como la Iglesia, no haga nada para luchar contra ella dentro de ella.

Decía Madre Teresa, que debíamos temer ante todo al abandono. Y tenía razón, no hay más que mirar alrededor y dentro de cada uno. De ahí, nuestra decadencia.

Hemos desacreditado por carca el celo apostólico y hemos de recuperarlo.

En este caso, si bien Montoro nos recuerda que no podemos ver la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el nuestro, hay que recordarle que para que pueda decirlo con verdadera autoridad moral, debería evitar los constantes conflictos de intereses que le crea su anterior despacho profesional (la docencia no le colma). Con sus declaraciones Montoro a lo sumo llega al reproche con tintes de falacia ad hominem.

Los jesuitas y en general la Iglesia, sirven al Bien Común de una manera que de él ni de ningún poder temporal puede esperarse. El poder temporal creó en la posmodernidad el eufemismo sustitutivo del Interés General. Su simple indefinición porque carece de un fundamento moral, pues todo es conciliación de intereses y por tanto fruto de una negociación que es de participación selectiva, hace que los excluidos no sean tenidos en cuenta. Y por excluidos también ha de contarse a la clase media asalariada que recibe una desproporcionada presión fiscal bajo su responsabilidad, y en suma es la que tira del consumo y representa la capacidad de esfuerzo y deseo de prosperar de las personas. La que contribuye decisivamente a la estabilidad política y expresa mejor la justa redistribución de la renta y la riqueza.

La corrupción por excelencia es la de servirse del poder y la posición sin temor a llevarse por delante a quien sea, sin temor a condenar a la pobreza a los excluidos y, sin temor a ser condenado por ello por la propia conciencia y por el juicio de la Historia.
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