DOCUMENTO: Discurso del Papa a la Curia Romana

Discurso del Papa a la Curia Romana
Discurso del Papa a la Curia Romana

Queridos hermanos y hermanas: 

1. La Navidad es el misterio del nacimiento de Jesús de Nazaret que nos recuerda que «los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar»,[1] como observa de modo tan brillante e incisivo Hanna Arendt, la filósofa hebrea que desmonta el pensamiento de su maestro Heidegger, según el cual el hombre nace para ser arrojado a la muerte. Sobre las ruinas de los totalitarismos del siglo veinte, Arendt reconoce esta verdad luminosa: «El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y “natural” es en último término el hecho de la natalidad. […] Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: “Les ha nacido hoy un Salvador”».[2]

2. Ante el Misterio de la Encarnación, junto al Niño acostado en un pesebre (cf. Lc 2,16), así como frente al Misterio Pascual, en presencia del hombre crucificado, encontramos el lugar adecuado sólo si somos inermes, humildes, esenciales; sólo después de haber puesto en práctica en el ambiente en el que vivimos —incluyendo la Curia Romana— el programa de vida sugerido por san Pablo: «Desaparezca de ustedes toda amargura, ira, enojo, insulto, injurias y cualquier tipo de maldad. Sean bondadosos unos con otros, sean compasivos y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó en Cristo» (Ef 4,31-32); sólo “revestidos de humildad” (cf. 1 P 5,5), imitando a Jesús «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29); sólo después de habernos colocado «en el último puesto» (Lc 14,10) y habernos hecho “siervos de todos” (cf. Mc 10,44). A este propósito, san Ignacio en sus Ejercicios llega hasta el punto de pedir que nos imaginemos estar en la escena del nacimiento, «haciéndome yo —escribe— un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos, contemplándolos y sirviéndolos en sus necesidades» (114). 

3. Esta Navidad es la Navidad de la pandemia, de la crisis sanitaria, socioeconómica e incluso eclesial que ha lacerado cruelmente al mundo entero. La crisis ha dejado de ser un lugar común del discurso y del establishment intelectual para transformarse en una realidad compartida por todos. Este flagelo ha sido una prueba importante y, al mismo tiempo, una gran oportunidad para convertirnos y recuperar la autenticidad. 

Cuando el pasado 27 de marzo, en la Plaza de San Pedro, ante la plaza vacía pero llena de una pertenencia común que nos une con cada rincón de la tierra, quise rezar por todos y con todos; tuve la oportunidad de decir en voz alta el significado posible de la “tempestad” (cf. Mc 4,35-41) que había golpeado al mundo: «La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluasseguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos». 

4. La Providencia quiso que en este tiempo difícil haya podido escribir Fratelli tutti, la Encíclica dedicada al tema de la fraternidad y de la amistad social. Y una gran lección nos llega de los Evangelios de la infancia, donde se narra el nacimiento de Jesús, es la de una nueva complicidad y unión que se crea entre los protagonistas: María, José, los pastores, los magos y todos aquellos que, de un modo u otro, ofrecieron su fraternidad, su amistad para que el Verbo que se hizo carne fuera acogido en las tinieblas de la historia (cf. Jn 1,14). Esto escribí al principio de esta Encíclica: «Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad. Entre todos: “He ahí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. […] Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos! […] Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos”.[3] Soñemos como una única humanidad, como caminantes hechos de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos» (n. 8).

5. La crisis de la pandemia es una buena oportunidad para hacer una breve reflexión sobre el significado de la crisis, que puede ayudar a todos. 

La crisis es un fenómeno que afecta a todo y a todos. Está presente en todas partes y en todos los períodos de la historia, abarca las ideologías, la política, la economía, la tecnología, la ecología, la religión. Es una etapa obligatoria en la historia personal y social. Se manifiesta como un acontecimiento extraordinario, que siempre causa una sensación de inquietud, ansiedad, desequilibrio e incertidumbre en las decisiones que se deben tomar. Como recuerda la raíz etimológica del verbo krino: la crisis es esa criba que limpia el grano de trigo después de la cosecha. 

Incluso la Biblia está llena de personas que han sido “tamizadas”, de “personajes en crisis” que, sin embargo, a través de estas cumplen la historia de la salvación. 

La crisis de Abrahán, que abandonó su tierra (cf. Gn 12,1-2) y tuvo que vivir la gran prueba de tener que sacrificar su único hijo Isaac a Dios (cf. Gn 22,1-19), se resolvió desde el punto de vista teológico con el nacimiento de un nuevo pueblo. Pero este nacimiento no evitó que Abrahán viviera un drama en el que la confusión y el desconcierto no prevalecieran sólo gracias a la fuerza de su fe. 

La crisis de Moisés se manifestó en la desconfianza de sí mismo: «¿Quién soy yo para ir al faraón y sacar a los israelitas de Egipto?» (Ex 3,11); «yo nunca he sido un hombre con facilidad de palabra, […] pues soy torpe de boca y de lengua» (Ex 4,10); «no sé hablar» (Ex 6,12.30). Por eso trató de escapar de la misión que Dios le había confiado: “Señor, envía a otros” (cf. Ex 4,13). Pero a través de esa crisis, Dios hizo a Moisés su siervo, que guio al pueblo fuera de Egipto. 

Elías, el profeta tan fuerte que era comparado con el fuego (cf. Sir 48,1), en un momento de gran crisis incluso anheló la muerte, pero luego experimentó la presencia de Dios no en el viento impetuoso, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en “el susurro de una brisa suave” (cf. 1 R 19,11- 12). La voz de Dios nunca está en el ruido de la crisis, sino en la voz silenciosa que nos habla dentro de la crisis misma. 

A Juan el Bautista le asaltó la duda sobre la identidad mesiánica de Jesús (cf. Mt 11,2-6), porque no se presentaba como el libertador que tal vez esperaba (cf. Mt 3,11-12); sin embargo, fue precisamente el encarcelamiento de Juan el evento que llevó a Jesús a comenzar la predicación del Evangelio de Dios (cf. Mc 1,14). 

Y finalmente, la crisis religiosa de Pablo de Tarso: sacudido por el deslumbrante encuentro con Cristo en el camino de Damasco (cf. Hch 9,1-19; Ga 1,15-16), se vio obligado a dejar sus seguridades para seguir a Jesús (cf. Flp 3,4-10). San Pablo fue en efecto un hombre que se dejó transformar por la crisis y, por esta razón, fue el artífice de aquella crisis que llevó a la Iglesia fuera del recinto de Israel para llegar a los confines de la tierra. 

Podríamos ampliar la lista de personajes bíblicos, y en ella cada uno de nosotros podría encontrar su lugar. 

Pero la crisis más elocuente fue la de Jesús. Los Evangelios sinópticos enfatizan que Él inauguró su vida pública a través de la experiencia de la crisis vivida en las tentaciones. Aunque pareciera que el protagonista de esa situación fuera el diablo con sus falsas propuestas, en realidad el verdadero protagonista era el Espíritu Santo. De hecho, Él era quien conducía a Jesús en ese momento decisivo de su vida: «Enseguida, el Espíritu llevó a Jesús al desierto para ser puesto a prueba por el Diablo» (Mt 4,1). 

Los evangelistas subrayan que los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto estuvieron marcados por la experiencia del hambre y de la debilidad (cf. Mt 4,2; Lc 4,2). Y es precisamente en el trasfondo de esa hambre y debilidad donde el Maligno intentó jugar su mejor carta, aprovechándose de la humanidad cansada de Jesús. Pero, en ese hombre probado por el ayuno, el Tentador experimentó la presencia del Hijo de Dios que supo cómo vencer la tentación a través de la Palabra de Dios. Jesús nunca dialogó con el diablo: o lo expulsaba, o lo obligaba a manifestar su nombre. Con el diablo nunca se dialoga. 

Más tarde, Jesús se enfrentó a una crisis indescriptible en Getsemaní: soledad, miedo, angustia, la traición de Judas y el abandono de los Apóstoles (cf. Mt 26,36-50). Por último, llegó la crisis extrema en la Cruz: la solidaridad con los pecadores hasta el punto de sentirse abandonado por el Padre (cf. Mt 27,46). A pesar de ello, Él, con confianza total, “entregó su espíritu en las manos del Padre” (cf. Lc 23,46). Y su abandono pleno y confiado abrió el camino a la Resurrección (cf. Hb 5,7). 

6. Esta reflexión sobre la crisis nos pone en guardia ante el peligro de juzgar precipitadamente a la Iglesia por las crisis que causaron los escándalos de ayer y de hoy, como lo hizo el profeta Elías que, al desahogarse con el Señor, le presentó una narración desesperanzadora de la realidad: «¡Me consumo de celo por el Señor, Dios del universo, porque los israelitas han abandonado tu Alianza, han derribado tus altares y han matado a tus profetas por la espada: he quedado yo solo y buscan también quitarme la vida!» (1 R 19,14). Con qué frecuencia incluso nuestros análisis eclesiales parecen historias sin esperanza. Una lectura desesperada de la realidad no se puede llamar realista. La esperanza da a nuestros análisis lo que nuestra mirada miope es tan a menudo incapaz de percibir. Dios responde a Elías que la realidad no es como la percibió: «Regresa por tu camino hacia el desierto de Damasco. […] He dejado en Israel siete mil personas, todas las rodillas que no se doblaron ante Baal y todas las bocas que no lo besaron» (1 R 19,15.18). No es verdad que está solo. Dios sigue haciendo germinar las semillas de su Reino entre nosotros. Aquí en la Curia hay muchos que dan testimonio con su trabajo humilde, discreto, silencioso, leal, profesional y honesto. Nuestra época también tiene sus problemas, pero también tiene el testimonio vivo del hecho de que el Señor no ha abandonado a su pueblo, con la única diferencia de que los problemas aparecen inmediatamente en los periódicos, en cambio los signos de esperanza son noticia sólo después de mucho tiempo, y no siempre. 

Quienes no miran la crisis a la luz del Evangelio, se limitan a hacer la autopsia de un cadáver. La crisis nos asusta no sólo porque nos hemos olvidado de evaluarla como nos invita el Evangelio, sino porque nos hemos olvidado de que el Evangelio es el primero que nos pone en crisis.[4] Pero si volvemos a encontrar el valor y la humildad de decir en voz alta que el tiempo de crisis es un tiempo del Espíritu, entonces, incluso ante la experiencia de la oscuridad, la debilidad, la fragilidad, las contradicciones, el desconcierto, ya no nos sentiremos agobiados, sino que mantendremos constantemente una confianza íntima de que las cosas van a cambiar, que surge exclusivamente de la experiencia de una Gracia escondida en la oscuridad. «Porque el oro se purifica con el fuego, y los que agradan a Dios, en el horno de la humillación» (Si 2,5). 

7. Por último, quisiera exhortarlos a no confundir la crisis con el conflicto. La crisis generalmente tiene un resultado positivo, mientras que el conflicto siempre crea un contraste, una rivalidad, un antagonismo aparentemente sin solución, entre sujetos divididos en amigos para amar y enemigos contra los que pelear, con la consiguiente victoria de una de las partes. 

La lógica del conflicto siempre busca “culpables” a quienes estigmatizar y despreciar y “justos” a quienes justificar, para introducir la conciencia —muchas veces mágica— de que esta o aquella situación no nos pertenece. Esta pérdida del sentido de pertenencia común favorece el crecimiento o la afirmación de ciertas actitudes de carácter elitista y de “grupos cerrados” que promueven lógicas limitadoras y parciales, que empobrecen la universalidad de nuestra misión. «Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 226). 

La Iglesia, entendida con las categorías de conflicto —derecha e izquierda, progresista y tradicionalista—, fragmenta, polariza, pervierte y traiciona su verdadera naturaleza. La Iglesia es un Cuerpo perpetuamente en crisis, precisamente porque está vivo, pero nunca debe convertirse en un Cuerpo en conflicto, con ganadores y perdedores. En efecto, de esta manera difundirá temor, se hará más rígida, menos sinodal, e impondrá una lógica uniforme y uniformadora, tan alejada de la riqueza y la pluralidad que el Espíritu ha dado a su Iglesia. 

La novedad introducida por la crisis que desea el Espíritu no es nunca una novedad en oposición a lo antiguo, sino una novedad que brota de lo antiguo y que siempre la hace fecunda. Jesús usa una expresión que explica este pasaje de un modo sencillo y claro: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). El acto de morir de la semilla es un acto ambivalente, porque al mismo tiempo marca el final de algo y el comienzo de otro. Llamamos al mismo momento muerte-descomponerse y nacimiento-germinar porque son la misma realidad. Ante nuestros ojos vemos un final y al mismo tiempo en ese final se manifiesta un comienzo nuevo. 

En este sentido, toda la resistencia que ponemos cuando entramos en crisis, a la que nos conduce el Espíritu en el momento de la prueba, nos condena a permanecer solos y estériles. Al defendernos de la crisis, obstruimos la obra de la Gracia de Dios que quiere manifestarse en nosotros y a través de nosotros. Por lo tanto, si un cierto realismo nos muestra nuestra historia reciente sólo como la suma de intentos fallidos, de escándalos, de caídas, de pecados, de contradicciones, de cortocircuitos en el testimonio, no debemos temer, ni negar la evidencia de todo lo que en nosotros y en nuestras comunidades está afectado por la muerte y necesita conversión. Todo lo que de mal, contradictorio, débil y frágil se manifiesta abiertamente nos recuerda aún más fuertemente la necesidad de morir a una forma de ser, de razonar y de actuar que no refleja el Evangelio. Sólo muriendo a una cierta mentalidad se logrará también dar espacio a la novedad que el Espíritu suscita constantemente en el corazón de la Iglesia.[5]

8. De cada crisis emerge siempre una adecuada necesidad de renovación. Pero si realmente queremos una renovación, debemos tener la valentía de estar dispuestos a todo; debemos dejar de pensar en la reforma de la Iglesia como un remiendo en un vestido viejo, o la simple redacción de una nueva Constitución apostólica. 

No se trata de “remendar un vestido”, porque la Iglesia no es simplemente el “vestido” de Cristo, sino su cuerpo que abarca toda la historia (cf. 1 Co 12,27). Nosotros no estamos llamados a cambiar o reformar el Cuerpo de Cristo —«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8)— , sino que estamos llamados a vestir ese mismo Cuerpo con un vestido nuevo, para que se manifieste claramente que la Gracia que se posee no viene de nosotros sino de Dios: porque «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que quede claro que ese poder tan extraordinario proviene de Dios y no de nosotros» (2 Co 4,7). La Iglesia es siempre una vasija de barro, preciosa por lo que contiene y no por lo que a veces muestra de sí misma. Este es un momento en el que parece evidente que el barro del que estamos modelados está desportillado, agrietado, roto. Debemos esforzarnos para que nuestra fragilidad no se convierta en un obstáculo para el anuncio del Evangelio, sino en un lugar donde se manifieste el gran amor con el que Dios, rico en misericordia, nos ha amado y nos ama (cf. Ef 2,4). 

Durante el período de la crisis, Jesús nos advierte sobre algunos intentos para salir de ella que están destinados desde el principio a ser infructuosos, como el que «corta un pedazo de un vestido nuevo para remendar uno viejo»; el resultado es predecible: romperás el nuevo, porque «el remiendo no quedará bien en el vestido nuevo». Análogamente, «nadie echa vino nuevo en odres viejos. Si hace así, el vino nuevo reventará los odres viejos, el vino se derramará y los odres se echarán a perder. ¡El vino nuevo se echa en odres nuevos!» (Lc 5,36-38). 

El comportamiento correcto es el del «maestro de la ley que se ha convertido en discípulo del Reino de los cielos», que «se parece al dueño de una casa que saca de su tesoro cosas nuevas y antiguas» (Mt 13,52). El tesoro es la Tradición que, como recordaba Benedicto XVI, «es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad» (Catequesis, 26 abril 2006). Las “cosas antiguas” las constituyen la verdad y la gracia que ya poseemos. Las cosas nuevas las forman los diferentes aspectos de la verdad que vamos comprendiendo gradualmente. Ninguna forma histórica de vivir el Evangelio agota su comprensión. Si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, cada día nos acercaremos más a «toda la verdad» (Jn 16,13). Por el contrario, sin la gracia del Espíritu Santo, podemos incluso comenzar a pensar en la Iglesia de modo sinodal, pero, en lugar de hacer referencia a la comunión, se la concibe como una asamblea democrática cualquiera, formada por mayorías y minorías. Sólo la presencia del Espíritu Santo hace la diferencia. 

9. ¿Qué hacer durante la crisis? En primer lugar, aceptarla como un tiempo de gracia que se nos ha dado para descubrir la voluntad de Dios para cada uno de nosotros y para toda la Iglesia. Es necesario entrar en la lógica aparentemente contradictoria de que «cuando soy débil, ¡entonces soy fuerte!» (2 Co 12,10). Se debe recordar la garantía que dio san Pablo a los de corinto: «Dios es fiel, y él no permitirá que sean probados por encima de sus fuerzas, sino que junto con la prueba hará que encuentren el modo de sobrellevarla» (1 Co 10,13). 

Es fundamental no interrumpir el diálogo con Dios, aunque sea agotador. No debemos cansarnos de rezar siempre (cf. Lc 21,36; 1 Ts 5,17). No conocemos otra solución a los problemas que estamos experimentando que rezar más y, al mismo tiempo, hacer todo lo que podemos con mayor confianza. La oración nos permitirá “esperar contra toda esperanza” (cf. Rm 4,18). 

10. Queridos hermanos y hermanas: Conservemos una profunda paz y serenidad, con la plena certeza de que todos nosotros, y yo en primer lugar, somos solamente «servidores a los que nada hay que agradecer» (Lc 17,10), de los que el Señor ha tenido misericordia. Por eso sería bueno que dejáramos de vivir en conflicto y volviéramos en cambio a sentirnos en camino. El camino siempre tiene que ver con verbos de movimiento. La crisis es movimiento, es parte del camino. El conflicto, en cambio, es un camino falso, es un vagar sin objetivo ni finalidad, es quedarse en el laberinto, es sólo una pérdida de energía y una oportunidad para el mal. Y el primer mal al que nos lleva el conflicto, y del que debemos tratar de alejarnos, es propiamente la murmuración, el chismorreo, que nos encierra en la más triste, desagradable y sofocante autorreferencia, y convierte cada crisis en un conflicto. El Evangelio nos dice que los pastores creyeron en el anuncio del ángel y se pusieron en camino hacia Jesús (cf. Lc 2,15-16). Herodes, por el contrario, se cerró ante el relato de los magos y transformó su cerrazón en mentiras y violencia (cf. Mt 2,1-16). 

Cada uno de nosotros, cualquiera que sea nuestro puesto en la Iglesia, debe preguntarse si quiere seguir a Jesús con la docilidad de los pastores o con la autoprotección de Herodes, seguirlo en la crisis o defendernos de Él en el conflicto. 

Permítanme que les pida expresamente a todos los que, junto conmigo, están al servicio del Evangelio el regalo de Navidad: Su colaboración generosa y apasionada en el anuncio de la Buena Nueva, especialmente a los pobres (cf. Mt 11,5). Recordemos que conoce verdaderamente a Dios quien solamente acoge al pobre que viene de abajo con su miseria, y que en esta misma capacidad es enviado desde arriba; no podemos ver el rostro de Dios, pero podemos experimentarlo en su vuelta hacia nosotros cuando honramos el rostro de nuestro prójimo, del otro que nos compromete con sus necesidades.[6]

Que no haya nadie que voluntariamente obstaculice la obra que el Señor está realizando en este momento, y pidamos el don de la humildad en el servicio para que Él crezca y nosotros disminuyamos (cf. Jn 3,30). 

Felicidades a todos, a cada uno de ustedes, a sus familias y a sus amigos. Y, por favor, recen siempre por mí. Feliz Navidad. 

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[1] H. Arendt, La condición humana, ed. Paidós, Barcelona 2012, 264. 

[2] Ibíd

[3] Discurso en el encuentro ecuménico e interreligioso con los jóvenes, Skopie – Macedonia del Norte (7 mayo 2019): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (10 mayo 2019), p. 13. 

[4] «Muchos discípulos de Jesús que lo habían oído decían: “¡Es dura esta enseñanza! ¿Quién puede aceptarla?”. Dándose cuenta de que sus discípulos murmuraban, Jesús les preguntó: “¿Esto los escandaliza?”» (Jn 6,60-61). Pero, sólo desde esta crisis puede brotar una profesión de fe: «“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”» (Jn 6,68). [5] Los Padres de la Iglesia eran muy conscientes de esto en su continuo llamamiento a la metanoia, de la que ya nos habló san Pablo: «No se acomoden a este mundo, al contrario, transfórmense mediante la renovación de la mente, para que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable y perfecto» (Rm 12,2). [6] Cf. E. Levinas, Totalité et infini, París 2000, 76. 

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