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"Emocionados, acongojados y gozosos, agradecemos el paso de su vida por la Iglesia y por cada uno de los que somos testigos de ese paso"
Dios, el verdadero, sigue siendo el Dios de las sorpresas. Y de las sorpresas siempre llenas de vida … aunque incluyan la muerte. El Dios de la vida, el que este domingo pasado celebramos resucitado, nos regala hoy otra vez el don de la esperanza contra toda esperanza. Esta semana que hemos iniciado este lunes de Pascua nos enseña la Iglesia, toda ella, cada día, una continuación sin mengua de la alegría del día de Pascua.
Hoy, que rezamos especialmente por el papa Francisco al haber fallecido esta madrugada, también y para ser fieles a ese espíritu pascual, damos gracias, emocionados, acongojados y también gozosos por el paso de su vida no sólo por la Iglesia sino por cada uno de los que somos testigos de ese paso.
En la primera lectura se narra como Pedro, podemos decir Francisco, levantó la voz y dijo: “voy a explicar lo que ha sucedido: a Jesús de Nazareth que había sido entregado y lo hicieron morir clavándolo en la cruz, Dios lo resucitó”. Pedro, y como él, Francisco, hicieron de su vida de cabezas de las Iglesia, el anuncio de que Jesús resucitó para siempre.
Francisco, sin cesar de resaltar la dignidad de todos, del servicio como método, de la paz como objetivo innegociable y del caminar juntos como único modo de respetar las diferencias y tener claro el objetivo.
Y más aún: resalta que de todo eso somos testigos.
Nosotros hoy estamos llamados a ser testigos del dolor de la muerte de un hombre de Dios sin ningún lugar a dudas. Pero sobre todo a ser testigos de que la vida de su ministerio trasciende esa muerte; es decir que la Palabra cuando es de vida siempre es resucitada; y nos compromete a continuarla, a vivirla, a honrarla, a mirarla a los ojos.
Recemos por Francisco en este magnífico lunes de la octava de Pascua, el que sigue siendo tan Pascua, como ayer. Y escuchemos sin dudar ni poder dudar como enseña San Ignacio de Loyola, las palabras de Jesús en el Evangelio: “Jesús salió a su encuentro diciendo “Alégrense”… No teman y digan a sus hermanos que me verán en Galilea”.
Allí, en la Galilea de Roma, está el Espíritu Santo ya soplando para que la barca de Iglesia navegue aún más mar adentro. Querido papa Francisco, compartinos con tu intercesión el abrazo del cielo, donde ya te libra de todo dolor la Virgen con su manto; y tu querido San José que te apachucha como a su hijo. Amén.
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