Apedreado, como San Esteban
(JCR)
Ayer, festividad de San Esteban, el protomártir que murió apedreado, me he acordé de un funcionario ugandés que, casualidades de la vida, también se llamaba Esteban (Stephen) y que sufrió el mismo destino que su santo tocayo aunque por razones muy diitintas. Su muerte, hace pocos días, me ha servido de punto de partida para reflexionar sobre lo que hacemos los misioneros en lugares como los países de África.
Cuando, hace unos días, dejé atrás el tráfico y el ruido de Kampala y llegué al poblado del Norte de Uganda donde pasé mi primera noche, pensé que no deja de sorprenderme la sencillez y hospitalidad de que las gentes de África hacen gala. A la puerta de mi cabaña, mirando la luna llena y escuchando los cantos acompañados de tambores en las colinas enfrente de mí, se me agolparon los pensamientos del día. Durante los próximos días no tengo que hacer nada que pueda etiquetarse como “desarrollo”, sino simplemente celebrar misa y predicar el evangelio. Ni pozos, ni dispensarios, ni escuelas ni nada que normalmente suscita entre la gente una cierta admiración hacia los misioneros. Simplemente, labor pastoral y nada más entre unas personas que viven sus tradiciones culturales y salen adelante como pueden. En estas circunstancias, ¿qué hace un misionero? Aprende y enseña.
Hay mucho que aprender de los africanos. Lo he vuelto a pensar una vez más cuando me han invitado a sentarme al aire libre y me han ofrecido el pan de mijo y el pescado seco con verduras. Aquí no hay cercas ni muros y la gente entra y sale del recinto de sus vecinos con libertad. Se saludan, se sientan, charlan, se ayudan. La abuela de la casa está enferma y he perdido la cuenta de cuánta gente ha venido para interesarse por ella y preguntar si hace falta echar una mano en algo. En un ambiente en el que cada persona sabe lo que hace su vecino y los problemas que tiene, siempre tienes a alguien a tu lado y es muy raro que alguien sufra de soledad. Esta red de información sobre lo que pasa en la casa de al lado es también una manera de evitar los comportamientos anti-sociales. A nadie se le ocurrirá nunca robar o comportarse de forma reprobable, porque la presión social de todo el poblado le aplastará. Esto explica que no haya muros, ni cerrojos, y que los graneros estén abiertos, sin que a nadie se le ocurra tomar medidas de seguridad ante posibles infractores.
Y el misionero también tiene algo que enseñar. Desde la humildad y siguiendo su ritmo, pero siempre hay una palabra que decir para quien quiera escucharla. Pensé en esto al acordarme de Stephen. De profesión funcionario, venía en coche desde la capital con su mujer y sus dos hijos pequeños para pasar la Navidad en su pueblo, con su familia. Al llegar a un pequeño cruce de carreteras a pocos kilómetros de donde me hospedo cometió una imprudencia y atropelló a una mujer anciana, que murió en el acto. Si te ocurre algo así en África el sentido común más elemental aconseja no pararte, acelerar y dar parte en la primera estación de policía que nos encontremos. Pero el buen hombre paró por ver si podía socorrer a la accidentada, y a los pocos segundos se vio rodeado de una chusma enfurecida que hicieron caso omiso de las súplicas de su mujer y sus dos niños. Entre gritos le empujaron al suelo, cogieron piedras, y lo mataron con saña allí mismo, dejando su cadáver ensangrentado y desfigurado delante de su traumatizada familia. Sin piedad y sin perdón. La policía llegó, tarde como de costumbre, y al empezar a detener a algunos de los presentes se encontraron con la misma respuesta: “Yo no he hecho nada, yo no he sido...”
Pienso en esto y me entristezco pensando que seguramente los mismos que apedrearon a aquel hombre delante de los que ahora se han convertido en su viuda y sus huérfanos acudirían con sus mejores galas a la misa de Navidad en su iglesia. Y tal vez el cura, para no meterse en líos, pronunciaría una bonita homilía sobre el portal de Belén, evitando cuidadosamente cualquier alusión a los hechos de dos días atrás. Y vuelvo a preguntarme, como lo he hecho tantas veces en estos últimos 20 años, qué tiene que ver el Evangelio que predicamos con la vida diaria de la gente, que –hospitalarios y sencillos como son- también en muchas ocasiones se comportan de maneras que están a años luz del mensaje de Cristo. Ni mejores ni peores que el resto de los seres humanos, puesto que vivamos donde vivamos en cualquier rincón del mundo estamos hechos de la misma pasta y nos parecemos más de lo que nos imaginamos. Y pienso que, con todo el bien que hagamos con proyectos mil de desarrollo, nunca podremos olvidad que la razón principal por la que hemos venido aquí es para proclamar el Evangelio –sin arrogancia, pero sin timidez- para quien quiera escucharlo y seguirlo.
Ayer, festividad de San Esteban, el protomártir que murió apedreado, me he acordé de un funcionario ugandés que, casualidades de la vida, también se llamaba Esteban (Stephen) y que sufrió el mismo destino que su santo tocayo aunque por razones muy diitintas. Su muerte, hace pocos días, me ha servido de punto de partida para reflexionar sobre lo que hacemos los misioneros en lugares como los países de África.
Cuando, hace unos días, dejé atrás el tráfico y el ruido de Kampala y llegué al poblado del Norte de Uganda donde pasé mi primera noche, pensé que no deja de sorprenderme la sencillez y hospitalidad de que las gentes de África hacen gala. A la puerta de mi cabaña, mirando la luna llena y escuchando los cantos acompañados de tambores en las colinas enfrente de mí, se me agolparon los pensamientos del día. Durante los próximos días no tengo que hacer nada que pueda etiquetarse como “desarrollo”, sino simplemente celebrar misa y predicar el evangelio. Ni pozos, ni dispensarios, ni escuelas ni nada que normalmente suscita entre la gente una cierta admiración hacia los misioneros. Simplemente, labor pastoral y nada más entre unas personas que viven sus tradiciones culturales y salen adelante como pueden. En estas circunstancias, ¿qué hace un misionero? Aprende y enseña.
Hay mucho que aprender de los africanos. Lo he vuelto a pensar una vez más cuando me han invitado a sentarme al aire libre y me han ofrecido el pan de mijo y el pescado seco con verduras. Aquí no hay cercas ni muros y la gente entra y sale del recinto de sus vecinos con libertad. Se saludan, se sientan, charlan, se ayudan. La abuela de la casa está enferma y he perdido la cuenta de cuánta gente ha venido para interesarse por ella y preguntar si hace falta echar una mano en algo. En un ambiente en el que cada persona sabe lo que hace su vecino y los problemas que tiene, siempre tienes a alguien a tu lado y es muy raro que alguien sufra de soledad. Esta red de información sobre lo que pasa en la casa de al lado es también una manera de evitar los comportamientos anti-sociales. A nadie se le ocurrirá nunca robar o comportarse de forma reprobable, porque la presión social de todo el poblado le aplastará. Esto explica que no haya muros, ni cerrojos, y que los graneros estén abiertos, sin que a nadie se le ocurra tomar medidas de seguridad ante posibles infractores.
Y el misionero también tiene algo que enseñar. Desde la humildad y siguiendo su ritmo, pero siempre hay una palabra que decir para quien quiera escucharla. Pensé en esto al acordarme de Stephen. De profesión funcionario, venía en coche desde la capital con su mujer y sus dos hijos pequeños para pasar la Navidad en su pueblo, con su familia. Al llegar a un pequeño cruce de carreteras a pocos kilómetros de donde me hospedo cometió una imprudencia y atropelló a una mujer anciana, que murió en el acto. Si te ocurre algo así en África el sentido común más elemental aconseja no pararte, acelerar y dar parte en la primera estación de policía que nos encontremos. Pero el buen hombre paró por ver si podía socorrer a la accidentada, y a los pocos segundos se vio rodeado de una chusma enfurecida que hicieron caso omiso de las súplicas de su mujer y sus dos niños. Entre gritos le empujaron al suelo, cogieron piedras, y lo mataron con saña allí mismo, dejando su cadáver ensangrentado y desfigurado delante de su traumatizada familia. Sin piedad y sin perdón. La policía llegó, tarde como de costumbre, y al empezar a detener a algunos de los presentes se encontraron con la misma respuesta: “Yo no he hecho nada, yo no he sido...”
Pienso en esto y me entristezco pensando que seguramente los mismos que apedrearon a aquel hombre delante de los que ahora se han convertido en su viuda y sus huérfanos acudirían con sus mejores galas a la misa de Navidad en su iglesia. Y tal vez el cura, para no meterse en líos, pronunciaría una bonita homilía sobre el portal de Belén, evitando cuidadosamente cualquier alusión a los hechos de dos días atrás. Y vuelvo a preguntarme, como lo he hecho tantas veces en estos últimos 20 años, qué tiene que ver el Evangelio que predicamos con la vida diaria de la gente, que –hospitalarios y sencillos como son- también en muchas ocasiones se comportan de maneras que están a años luz del mensaje de Cristo. Ni mejores ni peores que el resto de los seres humanos, puesto que vivamos donde vivamos en cualquier rincón del mundo estamos hechos de la misma pasta y nos parecemos más de lo que nos imaginamos. Y pienso que, con todo el bien que hagamos con proyectos mil de desarrollo, nunca podremos olvidad que la razón principal por la que hemos venido aquí es para proclamar el Evangelio –sin arrogancia, pero sin timidez- para quien quiera escucharlo y seguirlo.