Un domingo en Bangui. Entre la alegria y la sangre

Un domingo en Bangui. Entre la alegria y la sangre
Un domingo en Bangui. Entre la alegria y la sangre

Celebracion de la Virgen de Fatima, alegria en una iglesia pentecostal y aires de venganza en el barrio de al lado

Domingo doce de mayo. En la parroquia de Nuestra Señora de Fátima, en Bangui, celebran su fiesta patronal con un día de anticipación y acudo a misa a las siete de la mañana. Me han invitado algo más tarde, a las nueve y media, a acudir a una oración de acción de gracias en una iglesia pentecostal en un barrio situado a unos cuatro kilómetros y cuando me quiero dar cuenta, tras la comunión en Fátima, ya son casi las nueve y me va a pillar el toro.

Como hoy no tengo coche y no me fio de los moto-taxis, con la misa sin aun terminar salgo pitando en dirección al barrio de Miskine, que es allí donde me esperan los pentecostales, como si participara en una prueba olímpica de marcha atlética. Cojo la Avenida Koudoukou, en el barrio musulmán del Kilometro Cinco y me sorprende ver menos actividad comercial que lo que suele habitual en un fin de semana. Al llegar a la mezquita central me para un amigo con aire preocupado.

- ¿Has visto el cadáver detrás de ti, a la puerta de la farmacia?

Pase por allí hace pocos minutos y me llamo la atención ver una aglomeración de gente, pero con las prisas ni se me ocurrió pararme a pregunta que pasaba. Mi amigo me da más precisiones.

-Ayer por la noche, un ladrón intento forzar la puerta de una tienda para entrar a robar. Unos vecinos le sorprendieron y le mataron. Esta mañana sus compañeros corrieron la voz de que el que le disparo era un cristiano y al primer motorista del barrio cristiano de al lado que han visto pasar por aquí le han parado y le han apuñalado.

Estoy a punto de llegar al “barrio cristiano” de al lado, de donde supuestamente procedía la víctima de esta mañana. Me preocupo al ver una aglomeración de más motoristas que llegan, y sobre todo al ver que se aproximan, a toda velocidad, dos vehículos picap de la temida brigada anti-bandidaje, famosos por tener el gatillo fácil, sobre todo cuando se trata de abrir fuego contra ciudadanos musulmanes. Si hasta ahora he caminado como alma que lleva el diablo, ahora aumento aún más la velocidad para alejarme de la zona caliente lo más rápido posible.

Finalmente, llego a la iglesia pentecostal, que resulta ser un modesto cobertizo construido con tablones de madera, lonas de plásticos y alguna plancha metálica en el tejado. Unas cincuenta personas cantan, bailan y dan palmas mientras un hombre que me ha recibido fuera, sorprendido de ver que el invitado que esperaban de Naciones Unidas no ha venido en coche y tiene los bajos de los pantalones manchados de barro. Mi compañero, un militar del servicio de inteligencia, si llega con su flamante vehículo unos minutos después y se sienta a mi lado. Desde el principio, me da la impresión de ser uno de esos chiringuitos de “aleluya-amen” englobados alrededor de lo que en el Congo llaman las “eglises du reveil”, o iglesias del despertar.

El pastor, nigeriano de nacionalidad, esta inmaculadamente vestido de blanco y ha empezado a predicar sobre el amor, faltaría más. Tras pasar de la parábola de la vid a la del buen samaritano y concluir con Corintios 13, nos presenta a los fieles y en un tono emocional que cada vez va subiendo más explica la razón de la presencia de nosotros dos.

Fue hace tres semanas. El pastor conducía su coche por el barrio musulmán (el mismo de donde acabo de salir hace unos minutos) y por razones que no se detuvo a explicar fue secuestrado por una de las milicias locales que operan en la zona. Mi compañero se enteró a los pocos minutos y paso varias horas negociando con sus captores, quienes finalmente accedieron a liberarle sin condiciones varias horas después. Le recibió el mismo a las nueve de la noche en un cruce de caminos y lo llevo en coche hasta su casa. Tres días más tarde, mi compañero me llamo para que le ayudara a negociar la devolución del coche. Costo Dios y ayuda pero al final lo trajeron, remolcándolo porque le habían quitado varias piezas. Cuando se marcharon los milicianos me toco a mi llevarlo tirando de una cuerda atada a la barra trasera de mi coche.

El pastor, citando a San Pedro, repitió varias veces que no tenía oro ni plata para darnos, lo cual se echaba de ver en seguida mirando las frágiles paredes de plástico del templo, pero que en el nombre de Jesus nos darían… abundantes bendiciones. Nos hicieron quedarnos de pie mirando a los fieles y todos pasaron para imponernos las manos y rezar por nosotros para que Dios nos de lo que más necesitamos. Ojalá que sea un contrato fijo en mi trabajo de una punetera vez, pensé para mis adentros.

Y acabamos todos dando palmas, bailando y cantando a voz en grito aleluya amen, amen aleluya. Después, llegaron los anuncios “parroquiales” entre los que no faltaron recordatorios insistentes de participar en la colecta especial para reparar el coche del pastor, que se lo devolvieron bastante maltrecho al pobre hombre. Una larga fila de personas paso por la tribuna para ofrecer su anuncio o testimonio, que siempre empezaba diciendo “y para finalizar esta oración del domingo”. A las dos horas de anuncios me excusé y volví a mi casa, que aún me quedaba lejos.

Confieso que me emocione. Llevo aquí, de forma intermitente, desde 2012 y es la primera vez que me agradecen algo en público. Aunque, seamos justos, los centroafricanos tienen muchas maneras de expresar el agradecimiento sin tener necesariamente que decir la palabra “gracias”. Y, al volver a pasar por los caminos embarrados y ver a los policías estacionados a la entrada del barrio musulmán, volví a encomendarme a la Virgen de Fátima por si acaso.

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