Eucaristía cósmica

La creación entera es Cuerpo de Cristo”. Esta afirmación, tan clara y contundente, acabo de encontrarla leyendo el precioso libro de Cristología de José Ramón Busto (Cristología para empezar, Sal terrae, Santander 1991, p. 123). A nadie bien informado escapa que el soplo vivificante del pensamiento que la inspira proviene, sobre todo, de la teología oriental, como ya sugería hace años el teólogo dominico Jean-Pierre Jossua   (Le Salut, encarnación ou mystère pascal, 1968). En realidad, toda la creación ha sido asumida en la humanidad de Cristo por la encarnación. Por ella ha sido asumida y salvada la creación y especialmente la humanidad de todos los hombres. Todo lo humano ha quedado regenerado y salvado al asumir el Logos de Dios su condición humana en Jesús de Nazaret. En él está regenerada y salvada toda la raza humana.

En este escrito yo deseo referirme a la creación entera, al cosmos. Todo ha sido asumido y regenerado en Cristo. Todo ha sido renovado en él; las cosas del cielo y las de la tierra. Análogamente, en la eucaristía, las cosas creadas, todo lo corriente y vulgar, queda presentado, ofrecido, transformado y consagrado. Todo se condensa en el cuerpo de Cristo. En la eucaristía el cosmos se consagra y regenera; el universo cambia de rostro. Porque en el cuerpo de Cristo se hace presente toda la creación. Las cosas dejan de ser chatas, neutras, amorfas, para convertirse en referencias de luz y de vida, en símbolos de encuentro, en signos de salvación, orientados a lo trascedente y a lo  absoluto.

En su Carta Apostólica Desiderio desideravi (n. 42) el Papa Francisco relaciona el tema de la creación con los símbolos. Hay que decir, a este propósito, que todos los elementos simbólicos son realidades visibles, accesibles, tomadas de la naturaleza, como el agua, el fuego, la luz, el día y la noche; o productos del trabajo humano, como el pan, el vino, el aceite; o gestos que afectan a la vida diaria y al comportamiento social, como la comida, la bebida, el banquete, la inmersión en el agua, el baño y el abrazo. También la música, y las esculturas, y las pinturas, y los colores, y las vestiduras, y las columnas que se elevan como espigas en una catedral gótica, y los gestos como el uso del incienso, o del agua, o las procesiones, y la luz, y las flores. Tenemos una gama impresionante de elementos naturales que en un momento determinado son capaces de emocionarnos, de elevarnos, de seducirnos y transfigurarnos, de provocar el pasmo en nosotros, de sumergirnos en el mundo del misterio y de lo sobrenatural. Todos son elementos de la naturaleza que conectan con lo cotidiano; sobre todo, elementos encuadrados en el mundo de las cosas creadas. Esta apreciación nos permite afirmar que la creación, las realidades cósmicas, se convierten en algo sagrado, en mediaciones de lo espiritual; sobre todo, en mediaciones de la presencia de lo divino y de su poderosa acción salvadora.

Esta reflexión nos remite al pensamiento genial del teólogo jesuita Teilhard de Chardin. Para él todo el universo ha sido transformado y regenerado en Cristo, asumiendo una imagen renovada  y una dimensión trascendente. Yo desearía apuntar aquí que la eucaristía se sitúa en el eje medular de este proceso transformador. Por la Palabra sacramental y por la efusión del Espíritu, la totalidad de las cosas cuaja en el pan y el vino; todo lo humano, lo más elemental y cotidiano, cristaliza en gestos tan comunes y ordinarios como el comer y el beber; todo lo cercano y entrañable apunta a la cercanía gozosa del banquete.  Todo queda consagrado y transformado. El universo entero se convierte en Cuerpo de Cristo.Asistimos a una transformación regeneradora del universo, a una consagración cósmica. El universo entero abandona el kaos y se convierte en kosmos, en algo sagrado, en referente de lo divino, en símbolo de salvación. 

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