¿Puede un laico presidir la eucaristía?

Esta cuestión no se plantea hoy desde una reflexión serena y ecuánime sino desde una urgencia pastoral inaplazable. La clamorosa falta de vocaciones, el espectáculo entristecedor de seminarios vacíos y la creciente media de edad de los sacerdotes está provocando en muchas iglesias locales, sobre todo en países de misión, una proliferación alarmante de parroquias y comunidades cristianas desasistdas, perdidas sobre todo en las zonas rurales de nuestra tierra, que no pueden reunirse cada domingo para celebrar la liturgia dominical, para escuchar la palabra de Dios y estar juntos en torno a la mesa de la eucaristía. No hay quien impulse su fe ni quien anime su esperanza. Es triste reconocer que en muchas de estas comunidades la vida cristiana, animada por la fe y los sacramentos, se mantiene a duras penas y languidece lenta pero inexorablemente.

Para dar respuesta adecuada a problema tan angustioso se vienen ensayando intentos de solución. Señalo alguno. La solución más socorrida, que a mi juicio no deja de ser un parche, es la presencia del sacerdote que multiplica sus esfuerzos y se desplaza, domingo tras domingo, de un lugar a otro para decir misa. Un esfuerzo loable, pero de escasas garantías de éxito. Ésta no puede ser una solución definitiva y estable. Otro intento de solución consiste en promover celebraciones dominicales de la palabra, a veces incluyendo la distribución de la comunión. Estas celebraciones son presididas por religiosas o por catequistas comprometidos. Esta solución tampoco es satisfactoria. Lo que constituye al domingo como “día del Señor” es la celebración de la eucaristía, en la que reconocemos y celebramos el “señorío” de Cristo. Sin eucaristía no hay domingo.
Junto a lo referido aquí hay que resaltar, por otra parte, el derecho que asiste a toda comunidad cristiana eclesial a disponer de una estructura sacramental mínima, a estar dotada de los elementos personales y organizativos con los que debe contar siempre una comunidad eclesial. Entre estos elementos personales hay que destacar la presencia de un presbítero responsable que, junto con un equipo de animación mínimo, impulse la vida de la comunidad, la eduque en la fe y presida sus celebraciones. Esta estructura eclesial mínima es irrenunciable para cualquier comunidad cristiana.

Algunos grupos, para dar respuesta al problema, optan por aceptar celebraciones eucarísticas presididas por laicos. Laicos responsables y bien formados, por supuesto. Otros extreman su opción apuntando a la idea de que sea la misma comunidad la que se preside a sí misma. Esta solución es del todo inaceptable ya que un colectivo nunca se preside a sí mismo. Esta alternativa no se sostiene ni eclesial ni sociológicamente. Otras veces se recuerda la condición sacerdotal de todo el pueblo de Dios, a fin de justificar así que los laicos puedan presidir la eucaristía. Pero todos sabemos que no se debe confundir el sacerdocio ministerial con el sacerdocio común de todo el pueblo de Dios.

Se ha buscado en la tradición un soporte histórico que avale la presidencia de laicos en la eucaristía. El resultado ha sido francamente escaso, por no decir nulo. Porque lo normal es que presida el obispo, acompañado de su consejo presbiteral. Sólo en circunstancias excepcionales podría un laico, según Tertuliano, presidir la eucaristía: «Donde no exista un colegio de servidores incorporados al ministerio, tú, laico, debes celebrar la eucaristía y bautizar». Es el único testimonio conocido que apunta a esta posibilidad, prevista sólo en casos absolutamente excepcionales. El mismo E. Schillebeeckx, al citar a Tertuliano, sugiere la idea de que pudiera contemplarse la existencia de un ministerio extraordinario de la eucaristía. Aun aceptando la viabilidad de esta hipótesis siempre nos moveríamos en el terreno de lo extraordinario y coyuntural.

A mi juicio, se debería asegurar que quien preside la eucaristía sea el que anima y está al frente de la comunidad. Ésta podría elegir a sus responsables, presentándolos para recibir la ordenación por la imposición de manos del obispo y de todo el colegio presbiteral. Eso garantizaría la comunión de los presbíteros con el obispo y de unas comunidades con otras. Para asegurar que las parroquias y comunidades cuenten con alguien que presida sus eucaristías habría que optar, no por la designación de laicos sino por la ordenación de hombres o mujeres, casados o solteros, responsables y llenos de fe, dispuestos a servir a la comunidad. Desde una sana ortodoxia católica, a mi juicio, habría que descartar el recurso a un laico para presidir la eucaristía, aunque fuera con carácter excepcional. Nunca debería ser esta opción fruto del capricho de una comunidad instalada. Todo esto lo escribí yo hace más de diez años en mi libro «Domingo, cara y cruz, en la Iglesia del tercer milenio».
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