Tiempo y eternidad

Me interesa ahondar en las raíces antropológicas de nuestras instituciones cristianas y cultuales, destacando además su conexión con el entorno religioso y cultural en que han nacido. Eso nos permite, sin duda, hacer una valoración más objetiva y realista de nuestro acerbo patrimonial.

Me voy a referir ahora al concepto de tiempo. De entrada deseo establecer las relaciones entre tiempo y eternidad. Es una valoración más bien de carácter filosófico. Tiempo y eternidad no son dos caras de la misma moneda. En realidad son dos cosas completamente diversas. Yo, cada uno de nosotros, podemos tener una experiencia inmediata del tiempo. Lo controlamos. Lo medimos. Tenemos conciencia del pasar del tiempo. Éste aparece implicado en nuestra condición corporal. Por tener un cuerpo, un cuerpo medible y palpable, ocupamos un lugar en el espacio. Ocupación que inexorablemente está marcada por el tiempo, por la duración. Es precisamente el cuerpo el que nos ubica en el espacio y nos introduce también en el tiempo.

De la eternidad, sin embargo, no tenemos experiencia alguna. La imaginamos. Al igual que los judíos y los escritores del Nuevo Testamento, imaginamos la eternidad como una duración larga, como un tiempo sin principio ni fin, como un algo ilimitado. Otras veces pensamos que la eternidad es ese espacio infinito que se coloca antes de la creación y después del fin del mundo. En medio está el tiempo, el tiempo de los hombres, el tiempo de la historia, como un gran paréntesis

A Dios lo imaginamos inmerso en esa oscura eternidad, solitario y aburrido, hasta que en un momento determinado decide crear el mundo. En ese momento, -así lo imaginamos-, cesa la eternidad y comienza el tiempo. A lo sumo, concebimos el correr del tiempo como una carrera paralela, vertiginosa, compitiendo casi con el correr solemne y poderoso de la eternidad. Concebimos la eternidad como un océano inmenso dentro de cuyas aguas aparece el tiempo como una gota insignificante, como una porción de eternidad.

Pero todo esto es fruto de la imaginación, de la fantasía. No tiene apoyo real. Y es que el concepto de eternidad es prácticamente inasequible. De entrada, hay que decir que la eternidad no es la contrapartida del tiempo. La eternidad no está «al principio» o «al final» del tiempo. Ésta es algo que trasciende el tiempo y lo fundamenta. Es la fuente de donde éste mana incesantemente y lo que le da sentido. Quizás la definición más acertada sea la que nos ofrece Boecio en su De consolatione pilosophiae: «Interminabilis vitae tota sirnul et perfecta possessio» [«posesión total y absoluta de una vida sin fin»].

En este sentido, la eternidad no es una duración que se extiende sin fin, sino una duración que con toda su longitud está como resumida en un solo momento, en un momento que es constante, que se identifica con el ser mismo. En la eternidad no hay «antes» y «después», «arriba» y «abajo», porque todo es acto purísimo, presencia incesante, inagotable.
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