Voces riojanas en defensa del rito mozárabe a finales del siglo XI

Hay que destacar la importancia que tuvieron los centros monásticos de La Rioja, sobre todo el de San Millán de la Cogolla, en la defensa del rito hispánico frente a las pretensiones centralistas romanas empeñadas en implantar el rito romano en la península. Los monasterios riojanos se mantuvieron celosamente fieles a la vieja tradición hispánica a pesar de las fuertes presiones ejercidas por Roma y la avalancha de monjes cluniacenses que, entrando por los Pirineos catalanes y aragoneses, se esparcieron por el norte de la península. A ellos se debe, en última instancia, la penetración del rito romano en nuestras Iglesias.

Es sorprendente que, hacia finales del siglo XI, en un momento en que está fuertemente cuestionada y comprometida la pervivencia del rito autóctono, los escritorios monásticos de San Millán de la Cogolla y de San Martín de Albelda sigan copiando, en una carrera frenética diría yo, una serie de libros litúrgicos de envergadura como son, entre otros, el Commicus de San Millán y el Liber Ordinum de Albelda. Aquí deseo destacar precisamente las palabras del copista del Liber Commicus, el abad Pedro de San Milán, quien, al final del libro, nos deja una impresionante soflama defendiendo la riqueza del rito mozárabe y la pureza de su doctrina.

Para interpretar adecuadamente las palabras del abad Pedro hay que tener en cuenta los recelos e injustas sospechas alimentadas por la Sede Romana respecto a la ortodoxia de la liturgia hispánica. En este sentido, no faltaron voces acusando a nuestros textos litúrgicos de ciertas tendencias adopcionistas, priscilianistas e incluso arrianas. A estas acusaciones intenta responder el escrito del abad Pedro.

El documento tiene ciertamente un tono reivindicativo y hasta polémico. A quienes dudan de su pureza doctrinal el abad les invita a adentrarse en los textos litúrgicos mozárabes y comprobar su riqueza teológica. Por otra parte, reivindica la dignidad de la tradición litúrgica hispana refrendada abiertamente por los concilios hispánicos. El tono del escrito se hace aún más enérgico al condenar el comportamiento de quienes se atreven a quemar los viejos libros litúrgicos, esos libros que sirvieron para la celebración de los misterios y, sobre todo, de la eucaristía. Para el abad, este comportamiento es un verdadero pecado de apostasía. En un latin bárbaro y apenas inteligible llega a decir que ese pecado es como quemar a la Trinidad : quia sancta Trinitate cremauerunt. Finalmente, intentando responder a quienes gratuitamente tildaban de arrianismo nuestra liturgia, el autor cita varios textos litúrgicos en los que aparece con toda nitidez la pureza doctrinal de la tradición mozárabe. Al final del códice se incorpora una serie de anotaciones litúrgicas en las que se defiende el uso de algunas costumbres propias del rito hispano, ásperamente criticadas por los detractores de nuestra liturgia autóctona..

Para completar esta visión vale la pena mencionar el papel jugado por el obispo Munio de Calahorra, el cual se mantuvo tenazmente fiel a la liturgia hispana, defendiendo con firmeza su legitimidad ante las autoridades eclesiásticas y soportando con arrojo importantes censuras y condenas por parte de la Santa Sede

Bajo la fuerte presión del nuevo papa Gregorio VII, la liturgia romana fue imponiéndose, lenta pero inexorablemente, primero en Cataluña y luego en Aragón. Todo culmina el 22 de marzo de 1071 en San Juan de la Peña, donde residía la corte aragonesa. Allí fue inaugurado el nuevo rito litúrgico romano celebrando una misa en el ilustre monasterio aragonés. También en los reinos de Castilla y León acabará imponiéndose el rito romano. Tanto el rey Alfonso VI como Jimeno, obispo de Burgos, se convirtieron en impulsores del cambio. Por fin, poco antes del 1080, en una asamblea presidida por el cardenal Ricardo y la asistencia de trece obispos, el rey Alfonso decretó la instauración del rito romano en los confines de su reino.

Con esta decisión, todas las expectativas y todos los esfuerzos llevados a cabo con tanto coraje por los monjes riojanos se vieron frustrados. Los códices litúrgicos tan primorosamente copiados a última hora en los escritorios monásticos tuvieron una vida efímera y en seguida pasaron a las estanterías de sus archivos. Los viejos códices mozárabes, inservibles ya, pronto fueron desvencijados y sus hojas sólo sirvieron para reforzar los nuevos códices y servir de guardas. La voz del abad Pedro, vigorosa y cargada de emoción, cayó en el vacío y la inclemencia despiadada del tiempo se encargó de silenciarla para siempre.
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