Fernando Quiroga, Pontífice

Subió al púlpito izquierdo de la catedral compostelana. Desde hacía un mes esperábamos ese día. Nos importaba más el día de vacación que la entronización del nuevo arzobispo. Funcionó el botafumeiro. El órgano barroco sofocó el murmullo de los asistentes. Sonó el bélico himno: "santo adalid patrónde las Españas". Mil seminaristas. Un bosque de mitras, no sólo de obispos. También, los seis canónigos con ese privilegio, resabio del imperio Gelmírez. Cientos de sacerdotes. Innumerables frailes y monjas. Fieles y curiosos. Corporación municipal. Autoridades varias. Alto y fuerte como un pino. Casi dos metros. Más de cien kilos. Fernando QuirogaPalacios pronunció una palabra que yo, niño, desconocía. Pontífice. La repitió en su discurso de media hora. Desgranó su significado. Sería su programa de actuación. Apenas entendí algo. Probablemente porque no atendí.

Luego vine a saber que al Papa se le llamaba "sumo pontífice", "pontífice máximo", o "pontífice" a secas. Malpensé que Quiroga se había pasado en su autoestima y en su cometido. Mis reticencias se vieron frenadas por el talante y personalidad del Cardenal. A mis ojos, fue un obispo ejemplar, una persona humilde, incluso tierna. No me fue difícil estudiar el significado e historia de "pontífice".

La etimología es clara. Hacedor de puentes. Del latín, pontes + facere. Puede que su origen sea precisamente ese. El "summus pontifex" sería el arquitecto jefe de los otros pontífices-arquitectos. Roma siempre necesitó puentes sobre el Tiber. Pero, es indiscutible que el apelativo "pontifex" fue aplicado a los sacerdotes. Eran "constructores de puentes entre los hombres y los dioses". En efecto, el segundo rey de Roma, Numa Pompilio, creó el "colegio de pontífices". Un ente consultivo del rey en asuntos religiosos. Su número fue variando, de cinco a quince. El cabeza de ese colegio era el "summus pontifex".

Así fue durante setecientos años. Hasta que Julio Cesar dio al traste con la República romana. Añadió a sus títulos políticos de "dictator" e "imperator" el religioso de "summus pontifex" o "pontifex maximus". A partir de Augusto, los emperadores subsumieron este título, hasta que Graciano el Joven (a. 382) renunció al mismo. Cuatro siglos de poder absoluto. En cuerpos y almas. En lo visible e invisible.

No es que Flavio Graciano fuera un fervoroso cristiano. En sus últimos años de reinado, sucumbió a los dictámenes del obispo de Milán, Aurelio Ambrosio (bautizado y elevado al episcopado el mismo día; luego será santo y doctor). Con obsesión y tiranía, Graciano persiguió pueblos y gobernantes que no abrazaran la religión que otrora había sido combatida ferozmente por sus antecesores. Se iniciaba una época importante en la historia eclesiástica. A partir de entonces, el Cristianismo se convirtió en la religión dominante en todo el imperio.

Bajo la presión del obispo Ambrosio, el emperador Graciano el Joven no sólo tuvo que despojarse del título de Pontifex Maximus. Prohibió, además, las ceremonias paganas en Roma; retiró del Senado el Altar de la Victoria; prohibió las donaciones de propiedades a las Vestales; y abolió otros privilegios que poseían los sacerdotes y sacerdotisas paganos. Más aún. Graciano, secundando la estrategia antiarriana de Ambrosio, publicó un decreto por el que todos sus súbditos debían profesar la fe de los obispos de Roma y de Alejandría. Es decir, la fe de Nicea.
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Volviendo a Quiroga, es explicable que se viera envuelto en el ambiente institucionalmente cesaropapista de la España de Franco. Lo mismo, o algo menos, que otros obispos de su época. Era lo que había y lo que la prudencia obligaba. "Nadar y guardar la ropa". Eso le espeté yo en uno de mis varios encuentros. Don Fernando sólo sonrió y pareció consentir. Pero está probada y documentada su amistad con líderes e intelectuales de ideología y creencias alejadas del Catolicismo, así como su coraje en defender y asistir a ajusticiados de ambos bandos durante la guerra civil. Gallegista convencido desde los tiempos de la República, arrancó del papa Pablo VI la licencia para utilizar el gallego en todos los actos litúrgicos y alentó la traducción de la Biblia al gallego.

Molido del pesado viaje en tren, llegué a Compostela una tarde invernal de febrero. En Roma había defendido mi tesis doctoral. Me urgía encontrarme con el Cardenal. Debía entregarle un sobre lacrado recibido del cardenal Ottaviani.

El cardenal Quiroga me recibió con modales de amistad. Don Camilo Gil, "familiar" (secretario) del Cardenal, había accedido, contrariado, a anunciarme en horario inoportuno. Dos minutos y apareció el Cardenal. Imponente y risueño. En mi mano, una copia de mi tesis doctoral y la carta lacrada con mi nombramiento. Don Fernando rompió los lacres y leyó el “rescriptum”. Ninguna sorpresa. Me felicitó. Luego acarició el volumen de tapas rojas y lo abrió. La página que estaba viendo trataba de la calvicie del profeta Eliseo."Sube, calvo, sube". Una nota a pie de página hacía referencia a la tonsura clerical que yo consideraba obsoleta. El propio Cardenal y muchos otros clérigos todavía la lucían. Hizo una mueca de desagrado. Después de media hora de charla, salí rumbo a Belvís donde conservaba mi cuarto de profesor. No encontré al rector José Cerviño (futuro obispo de Tuy-Vigo). El Cardenal lo había reclamado telefónicamente. Poco después, Cerviño subió a mi habitación, me felicitó y me llamó “monsiñore”.
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A partir de ese día, D. Fernando Quiroga me consideró un amigo, casi colega. En sus raros viajes a Roma, me visitaba. Estando yo enfermo en vía Pietro Venturi, priorizó esa visita a cualquier otro compromiso. Detrás de su impresionante físico y su aparente majestuosidad, había un humilde, comprensivo servidor. También, un decidido y eficaz emprendedor. Según él mismo me confesó, arrastraba una cardiopatía congénita. Su corazón era demasiado grande. Una cardiomegalia. Yo me divertía acusándolo de tener demasiado corazón, de ser excesivamente paciente y transigente con algunos de sus curas poco ejemplares. “¿Me quieres ver muerto?”, decía sonriente. Los médicos le habían pronosticado una corta vida. No fue longeva. Sólo 71 años. Pero fue capaz de obtener las licenciaturas de Teología en Santiago y de Ciencias Bíblicas en Roma, regir una parroquia en tiempos convulsos, ganar por oposición una canonjía en Valladolid, ocupar el obispado de Mondoñedo a la edad de 45 años (Pio XII lo prefirió a JoséMª Escrivá, también propuesto por el nuncio Gaetano Cicognani para esa diócesis) y, desde 1949 hasta su muerte en diciembre de 1971, regir la archidiócesis compostelana con dignidad. Sólo en los años posteriores al Vaticano II, se vio desbordado por los profundos cambios inesperados y por la deserción de muchos de sus sacerdotes. En confidencias conmigo, se lamentaba de carecer de soluciones adecuadas. Aún así, en 1966, aceptó que sus colegas lo eligieran primer presidente de la recién nacida Conferencia Episcopal. Sin duda, por su talante moderador.

Apenas una semana después de tomar posesión de la sede compostelana, visitó el Seminario. El rector, en discurso de bienvenida, le hizo tres demandas: a) mejorar el viejo edificio San Martín Pinario, sede del Seminario, b) construir un Seminario Menor y c) restaurar la facultad de emitir títulos académicos.

El flamante arzobispo aceptó los retos. En menos de dos años, ya se observaron las mejoras. Lo primero, las duchas y una batería de lavapiés. A quien nunca se duchó, proporcionar esa posibilidad, aunque sólo sea semanalmente, es un importante logro. Seguirían otras actuaciones en el antiguo monasterio benedictino. También, de inmediato, Quiroga acometió la construcción del Seminario Menor. Una comisión presidida por Don Modesto Anido logró el milagro. Adquirir docenas de parcelas en el monte Belvís. Allí se levantaría el imponente edifico con capacidad para 500 alumnos. Una maravilla de arquitectura y funcionalidad. En 1953, año en que Pío XII lo creó Cardenal, comenzaron las obras. El centro se inauguraría en 1958.

A los tres citados retos añadió nuevos proyectos. Pronto se materializarían. Adquisición de una finca de dos hectáreas en Pobra do Caramiñal. Su destino, campamentos vacacionales de los seminaristas. La estupenda finca, con playa privada, ha sido disfrutada plenamente, verano tras verano. Una magnífica Casa de Ejercicios Espirituales en la Ciudad Universitaria que funciona desde 1953. La Casa Sacerdotal en rúa Preguntoiro comprada a la familia Harguindey. Encargó su restauración y acondicionamiento al reputado arquitecto Fernández-Albalát. Desde 1965 hasta 1997 la Casa acogió a sacerdotes jubilados y transeúntes. También a residentes en la ciudad. Y en cuanto a la recuperación de facultades universitarias, puso los fundamentos para el actual "Instituto Teológico Integrado en la Pontificia Universidad de Salamanca". Todos estos logros, en pocos años y en una coyuntura general económicamente precaria. Por supuesto, atendió adecuadamente la extensa diseminada archidiócesis, con múltiples institutos religiosos, más de mil curas y mil parroquias que visitó en su totalidad.

Quiroga recibía millonadas, supuestamente de bancos y potentes capitalistas. Invertía todo en obras de servicio para la Iglesia. Pero él vivía frugalmente, incluso pobremente. Me consta. Lo experimenté. Lo vi. Se contentó con lo que había dejado su antecesor Tomás Muniz quien, a su vez, recibió un enorme palacio-residencia en niveles de medievo, sin las adecuadas prestaciones y comodidades del siglo XX. Tanto es así que Ángel Suquía, sucesor de Quiroga, se negó a residir en el palacio hasta que se realizaron obras integrales de acondicionamiento. Entre estas obras, seis suites con sus respectivos baños completos y un ascensor para un edificio con una sola planta alta. Cuando los curas supieron de estas obras, las calificaron de derroche y recordaron la austeridad de Quiroga quien se fue “ligero de equipaje". Según su biógrafo, Cesáreo Gil Atrio, a su muerte sólo se encontró una libreta bancaria a su nombre con saldo de algo menos de un millón de pesetas. Todo lo que el pueblo de Mondoñedo le había regalado a su entrada en aquella diócesis 26 años atrás.

Otra muestra de incondicional disponibilidad y humildad de Don Fernando. Desde el mismo día en que se hizo cargo de la archidiócesis, tomó la rutina de recibir a todos cuantos accedieran a la antesala de su despacho, sin previa condición, sin previa identificación, sin previo aviso. Bastaba llegar antes de las 14 horas de cualquier día laborable. Se guardaba cola por orden de llegada. La única preferencia, los canónigos. Incluso Cerviño, cuando ya era rector del Seminario y todavía no canónigo, tuvo que respetar la vez. Fui recibido por el Cardenal más de una docena de veces. Un día, siendo todavía estudiante, en trance de salir hacia Roma, yo esperaba mi turno desde mediodía para despedirme. El Cardenal tuvo que ausentarse. Algún acto oficial. Regresó hacia las 3 de la tarde. Quedábamos en la antesala unas seis personas. El Cardenal reanudó sus audiencias. Fui recibido a las 4,30. Y no había concluido. Postergó su almuerzo varias horas. En esa visita, sin que yo se lo pidiera ni directa ni indirectamente, sacó del bolsillo un fajo de billetes, exactamente 50.000 pesetas. “Toma – me dijo – estoy seguro de que loemplearás bien”.

Fue otro de los cambios realizados por Angel Suquia. Algo compungido y nervioso, temiendo la crítica, me lo comentó pocas semanas después de aterrizar en Compostela. Suquia adoptó el proceder que parece normal y él consideró adecuado. Exigió solicitar audiencia con identificación de persona y tema. Y esta exigencia no distinguiría entre clérigo o laico, entre simple párroco o canónigo. El solicitante debería esperar respuesta de aceptación, así como de día y hora. A veces, mediante escrito o llamada de su secretario, derivaba al solicitante hacia órgano o persona competente. Supongo que ese proceder ha continuado y continúa con los sucesivos arzobispos.

Ése era el cardenal Quiroga Palacios a quien siempre llamé “señor Cardenal”, y a quien acabé considerando amigo. A partir de mi nombramiento para el Vaticano, Don Fernando cambió su trato conmigo. De tratarme de “usted” pasó a tutearme y a hacerme confidencias. Por tres veces, aprovechando mi paso por Santiago, me llamó a comer con él. En dos de esas ocasiones estaba a la mesa su hermana Amalia, monja superiora de la pontevedresa Casa de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Mi madre y Sor Amalia se habían hecho amigas en Pontevedra durante el año en que yo ocupé los cargos de director de la Casa Tutelar de Menores y capellán del hospital de esa ciudad. Creo importante testimoniar que el cardenal Quiroga nunca aprovechó su trato amistoso conmigo (mientras yo fui oficial del Vaticano) para lograr favores discriminatorios para sí o en asuntos eclesiásticos de su archidiócesis. No podría decir lo mismo de otros obispos. A su manera, según sus convicciones, inmerso en la peculiar posguerra española, Quiroga cumplió su programa de Pontífice.
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