Francisco, papa. Bergoglio, "jesuita"

Isidro llegó muy indignado a mi despacho. Pretendía iniciar un contencioso contra un notario. Estaba convencido de la irregularidad cometida por el fedatario público. Con malas artes lo había despojado de bienes y derechos. "Ese notario es un jesuita". Me dijo, como resumiendo la mejorable personalidad de su malhechor. La instancia al Colegio corporativo había sido inadmitida. No voy a revelar la secuencia del asunto. No es ése mi propósito. Ni debo hacerlo. Sólo quiero incidir en la frase lapidaria: "es un jesuíta". Un significado claramente peyorativo de "jesuita". Un insulto. A la sazón, una novedad para quien había realizado los estudios superiores en centros jesuíticos.

El término "jesuita" no fue utilizado por Ignacio de Loyola ni por los cofundadores de la Compañía de Jesús. Tampoco en los cuatro siglos que siguieron a su canónica aprobación en 1540. En las Constituciones S. J. de 1554, sus miembros son "los de la Compañía". Y, hasta los años 70 del siglo XX, los documentos oficiales, de la propia Orden o de la Santa Sede, los identifican como "religiosos de la Compañía de Jesús". Denominaciones coloquiales fueron: "seguidores de San Ignacio", "iñiguistas", "papistas", "sacerdotes reformados", "teatinos", "apóstoles". Bajo la presidencia de Pedro Arrupe, la palabra "jesuita" entra en el léxico oficial, ya desprovisto de su connotación peyorativa.

Allí donde la Reforma protestante había triunfado los miembros de la Congregación aprobada por Paulo III fueron calificados despectivamente de "jesuitas". Sobre todo, en Austria y Alemania. Esta ha sido la evolución semántica del término "jesuitas". Inicialmente comportaba fechorías de todo género. Luego, equivalía a astuto e hipócrita. Finalmente, pasó a ser un modo coloquial de designar a los seguidores de Ignacio de Loyola.

Algunos escritores se refieren al "mito jesuita", una corriente de anticlericalismo vigente hasta bien entrado el pasado siglo. Según esta teoría conspirativa, los jesuitas, desde las sombras, controlaban la Iglesia y aspiraban a controlar la política de los países en los que actuaban. La propaganda antijesuita fue muy fuerte. Se los acusaba de ser imperialistas, hipócritas, falsos, arteros y hasta criminales. Los más prudentes les atribuían la facultad de nadar y guardar la ropa simultáneamente. Las traumáticas expulsiones, incluso la supresión de la Congregación por decreto del papa Clemente XIV (a. 1773), dan el grado de cuanto venimos apuntando.

La Congregación jesuítica tiene como norma no optar ni aceptar cargos eclesiásticos de obispo y cardenal. La excepción está en el imperativo papal. Acontece en países de misión o en casos muy puntuales en Europa. Además, desde hace siglos, en el Colegio cardenalicio siempre hay un jesuita. Que Jorge Bergoglio haya sido elegido papa constituyó una novedad. Es el primer jesuita que ocupa la imaginaria silla de Pedro. Algunos miembros de la Compañía se manifestaron como pidiendo perdón por ello. Los vaticanistas se han esforzado por aclarar que Bergoglio fue elegido no por ser jesuita sino a pesar de serlo. Era, dicen, el mejor situado entre los cardenales recluidos en la Capilla Sixtina.

En cuanto a la secular práctica de los jesuitas de no ocupar cargos jerárquicos cabe dar una explicación. Como ejército al servicio del Vaticano, la Congregación considera más eficaz trabajar sin comprometer o comprometerse. Una estrategia para evitar el desgaste. El cuarto voto, obediencia ciega al papa, cualquiera que éste sea, y diga lo que diga, les deja galvanizados. Con Arrupe y bajo Juan Pablo II, la "entente" atravesó una peligrosa crisis. Ningún cambio institucional, pero los lazos aflojaron.

El papa Francisco, moldeado en la forja ignaciana, no logra liberarse de la ambivalencia jesuítica. En 16 meses, ha propalado gestos, palabras, actitudes. Ha creado comisiones integradas por "barones". Ha pedido ideas y consejos al pueblo. Todo, medianamente encomiable. Pero no ha dado pasos a decisiones, a hechos, a visibles reformas. Ha escandalizado con canonizaciones, algunas de ellas endogámicas. Ha reconocido milagros, eventos sanitarios cuya explicación debiera quedar fuera del dictamen jerárquico. Ha creado cardenales, en reconocimiento de un arcaico Colegio históricamente desprestigiado y eclesiásticamente artificial. No ha tenido valor para contradecir, con gestos o con palabras, la misógina decisión de Wojtyla con respecto al sacerdocio femenino. No ha suprimido ni debilitado dicasterios que impiden o ralentizan la descentralización ideada por el Vaticano II y deseada por el mismo Bergoglio. No ha suscrito la Declaración Universal de Derechos Humanos ni otros 15 convenios de la ONU en la línea de la misma Declaración. No ha suavizado la verticalidad centralista en nombramientos episcopales. Y podría seguir enumerando temas cuya solución constituye un desideratum de quienes trabajamos por una Iglesia distinta: jesuánica, ejemplar, auténtica. Decisiones y reformas que caen dentro del ámbito de las actuales competencias personales del papa, sin necesidad de un concilio o de la avenencia de sus colaboradores.

"Potuit, voluit ergo fecit"
. Es el sofisma scotista sobre el que un papa megalómano fundamentó un dogma mariano indigerible. En nuestro caso, pretendemos que el axioma sirva a mejores fines, a reformas eclesiásticas ineludibles.
1) Aparentemente, Bergoglio quiere
2) Dudosamente, Francisco quiere
3) Legalmente, canónicamente, el Papa puede.
FIAT


Celso Alcaina,
durante 8 años, oficial del Vaticano con PabloVI
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