"Secularizaciones" o reducciones al estado laical

Sólo a partir del Concilio Tridentino, siglo XVI, el celibato fue obligatorio para todos los sacerdotes católicos. Con anterioridad, ya desde el siglo IV, se produjeron amagos de imponer el celibato en algunas regiones. La historia nos evidencia la acentuada disolución de costumbres en el clero de la Baja Edad Media y Renacimiento. Se narra, por ejemplo, que al Concilio de Constanza (1414-1418) acudieron 700 mujeres públicas para satisfacer las necesidades sexuales de los obispos y su séquito. Y por doquier se encontraban hijos bastardos de clérigos, también de obispos y papas. Puede que a esta escandalosa situación intentara responder el Concilio Tridentino. Pienso que es más convincente la motivación de “contra-reforma”. Era preciso oponerse a la normativa liberatoria protestante, incluida la sexual. La Reforma había suprimido los institutos con votos de castidad y aconsejaba el matrimonio de los clérigos.

Así, pues, desde final del siglo XVI, a ningún clérigo ordenado “in sacris” le estaba permitido contraer matrimonio. El intentarlo se llamaba “atentar” matrimonio. Por supuesto, sería inválido. Para quien deseara dejar el sacerdocio y casarse válidamente sólo le quedaba una vía: probar que su ordenación había sido nula. Eso fue lo que pudo probar nuestro filósofo Xavier Zubiri cuando en 1935 demostró ante el Vaticano su carencia de válido consentimiento para ser ordenado sacerdote. Al año siguiente se casó canónicamente con Carmen Castro.
La película francesa “El Renegado”, de Leo Joannon, plasma la situación del sacerdote católico en los años 50, de cara al matrimonio y a la sociedad.

Juan XXIII se encontró con que en el Santo Oficio estaban abiertos y archivados varios cientos de casos de sacerdotes que habían “atentado” matrimonio civil o estaban conviviendo maritalmente, una vez abandonado el ejercicio sacerdotal. Habían recurrido a Roma para regularizar su situación dentro de la Iglesia. Seguían siendo creyentes y fieles. Muchos de esos sacerdotes eran ya ancianos. La mayor parte de ellos tenían descendencia. El Papa impartió instrucciones para dar adecuada y cristiana solución a esos casos.

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Ése fue el origen de la práctica de las “secularizaciones”. El Papa reducía al estado laical, con dispensa del celibato, en casos muy individualizados. Lo hacía en base a normas precisas. Pero la analogía se impuso. Pablo VI amplió paulatinamente la concesión a otros casos. Las Normas reservadas fueron enviadas a algunos Episcopados, no a todos. De sacerdotes provectos que ya habían dejado el sacerdocio y habían formado una familia se pasó a sacerdotes, incluso jóvenes, que solicitaban su “secularización” por otros motivos: Débil o nula voluntad de ser ordenado, imposibilidad de continencia sexual, formación seminarística inadecuada, etc.
En los años 70, la avalancha de peticiones fue tal que resultaron insuficientes los tres comisarios-jueces que trataban esos expedientes. Fue entonces cuando el cardenal Seper me pidió que aceptara dedicarme también a ese cometido. Lo hice fuera de mi horario de oficina y percibía por ello un plus económico. Durante tres años estudié unos dos mil casos de reducciones al estado laical. Procedían de muchas partes del mundo, sobre todo de U.S.A. y de España. Sacerdotes diocesanos. Religiosos de todas las Órdenes. Algunos, todavía en ejercicio sacerdotal. Otros, casados civilmente, con o sin hijos. Un español, conocido mío, sólo llevaba dos años de sacerdocio y tenía 28 años. Un latinoamericano de 35 años solicitaba la "gratia" para casarse con su actual novia. Había tenido de ella un hijo; pero afirmaba que tenía hijos de otras cinco mujeres. Otro, de unos 30 años, afirmaba, sin probarlo, que había sido iniciado en el sexo a los cinco años con su prima adolescente y que el celibato no le iba. Me consta que algunos exageraban su adicción al sexo para lograr así más fácilmente el decreto de la "gratia".
Hasta 1970 la tramitación de estos casos era lenta. Dos o tres años. Se priorizaban los casos de sacerdotes mayores de 45 años. Tanto los obispos como los peticionarios sufrían y criticaban una lentitud que a nada conducía. El sacerdote se unía o se casaba civilmente con su novia sin esperar el rescriptum de Roma, con consecuente escándalo. Para más, en España no existía la posibilidad de matrimonio civil para sacerdotes. Ni para religiosos con voto solemne aunque no fueran sacerdotes. Ni siquiera podían optar a la abjuración de la fe católica, trámite posible para los laicos.

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Una vez que yo comencé a encargarme de estos casos, pretendí buscar la vía para acelerar las tramitaciones. Aunque la lentitud era menor, la tramitación no bajaba de un año. Obispos y cardenales españoles se ponían en contacto conmigo por carta o personalmente en Roma. Un día el cardenal Enrique Tarancón me visitó interesándose por un caso especialísimo de Madrid que quería se acelerase. Sólo llevaba un mes en nuestro dicasterio. Le defraudé con mi respuesta negativa. Pero se me ocurrió algo inusual. Le aconsejé que fuera a hablar con el Papa sobre el caso y que le expusiera la angustia de los sacerdotes en semejante trámite. Era preciso conmover a Montini. Que comprendiera que la lentitud nada solucionaba y que creaba nuevos problemas. No sólo a los interesados, también a los obispos. Que, de existir escándalo, se acrecentaba con la demora.
Desaconsejé a Tarancón el acudir al Prefecto del Santo Oficio. A diferencia de cuanto sucedía con Ottaviani – quien se enternecía con los bebés natos o sólo concebidos -, el cardenal Seper era insensible a las angustias de los sacerdotes en crisis vocacional. Consideraba que debían sufrir y apechugar, ya que habían sido infieles a su vocación. Era una sádica reacción que no mitigaba en casos de criaturas en curso o que esperaban su legitimación. Para Seper el escabullirse del celibato era un lujo de ricos occidentales. En los países del Este (de donde él procedía) los curas luchaban por lograr un mínimo de libertad y de bienes de consumo. De hecho, poquísimos sacerdotes de los países del Este habían solicitado la reducción al estado laical. Tarancón se fue dispuesto a hablar con el Papa.
Apenas una semana después, la Secretaría de Estado hacía llegar a nuestro departamento una carta con firma del sostituto Mons. Benelli. Era voluntad del Santo Padre que los expedientes de reducción al estado laical fueran tramitados y resueltos en tres meses, salvo especiales complicaciones. Estamos en 1972. Desde entonces, las “secularizaciones” salían a docenas cada semana. También las causas en que fundábamos la concesión de la "gratia" eran cada día más lábiles. Prácticamente bastaba que el solicitante confesara que había accedido al sacerdocio sin la madurez suficiente. A final de 1974, se estimaba en 100.000 el total de “secularizaciones” concedidas por Roma. Una cifra importante si la totalidad de los sacerdotes en la Iglesia podía alcanzar el medio millón.
Juan Pablo II quiso y logró cortar la emorragia. Endureció el procedimiento en las curias diocesanas y en el Vaticano. Disminuyeron notablemente las solicitudes y consecuentemente los rescriptos de secularización. Pero es que la base numérica clerical había disminuído con las precedentes seculaciones. Por lo demás, muchos clérigos se secularizaron y siguen haciéndolo prescindiendo de las instancias eclesiásticas.

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Durante el período en que actué como juez-comisario en estos casos, surgió un problema típico de España. La normativa civil española en materia matrimonial se remitía al Código de Derecho Canónico. Un bautizado no podía contraer matrimonio civil salvo que abjurara de su fe ante el obispo propio, quien debía certificar la abjuración. Los sacerdotes y religiosos, ni siquiera eso. El Código Civil, en la línea del Codex, lo prohibía expresamente. No olvidemos que estábamos en la España preconstitucional.
Y el problema se acentuaba con aquellos sacerdotes que habían pasado del Catolicismo al Protestantismo. Sobre todo en Andalucía, algunos sacerdotes católicos se habían convertido en pastores protestantes. Habían contraído matrimonio religioso en su iglesia o secta. No les importaba que la Iglesia católica no reconociera su matrimonio. Pero les importaba mucho que el Estado reconociera esa unión. Por ellos y por sus hijos, ya que éstos seguían siendo social y legalmente “ilegítimos”. Para la Iglesia, tales uniones eran sacrílegas. Para el Estado, eran inexistentes. Para la sociedad, eran concubinatos.
Algunos obispos habían enviado a Roma peticiones de estos pastores protestantes, anteriormente clérigos en sus diócesis. Pero en el Santo Oficio no se les daba curso. Esos sacerdotes, decíamos, ya no eran católicos. Por tanto, ni ellos tenían derecho a acudir a Roma, ni Roma se consideraba con poder para solucionar su problema. Ángel Suquía, obispo de Málaga, me escribió, me visitó e insistió. El problema parecía insoluble. Dediqué muchas horas a la búsqueda de una salida. Elaboré un informe para el cardenal Seper. Lo llevó a la Particolare de los lunes. Mi propuesta fue aprobada. El Papa dio su visto bueno el viernes siguiente.
Ésta fue la solución. En base a que dichos sacerdotes apóstatas habían sido católicos y sujetos a la autoridad católica, Roma estudiaría esos casos por iniciativa del obispo local, no en virtud de la solicitud del apóstata. La reducción al estado laical se hacía in poenam, es decir, por indignidad. Era una constatación, no una gratia. Funcionó. Los interesados pudieron contraer matrimonio civil en base al rescriptum pontificio. Con ello la eventual prole fue legitimada.

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Inesperado e inexplicable puede calificarse el cambio en el proceder curial respecto a obispos, abades y superiores generales de Órdenes religiosas que solicitaban la reducción al estado laical con dispensa del celibato. El caso más conocido es, quizá, el del argentino Jerónimo Podestá, exobispo de Avellaneda. Pero ha habido otros. Diría que muchos otros.
Hasta 1970, en esta materia, el Vaticano trató a los obispos y superiores generales religiosos lo mismo que al resto del clero. Eso explica que en 1967 el Papa haya concedido la reducción al estado laical con dispensa de celibato a Josef van den Biesen, obispo vicario apostólico de Albercorn (Zambia), y en 1968 a Daniel Ivanko, obispo auxiliar de Filadelfia.
Pero lo que se creía una excepción insignificante resultó ser una sangría proporcional al resto del clero. Se amontonaron las solicitudes de obispos y superiores generales. Ignoro cuales hayan sido los motivos de la Curia y del Papa para el drástico cambio. A partir de 1970, no sólo no se concederían reducciones al estado laical a obispos, abades y superiores generales religiosos. Se tomó la decisión de ningunearlos, no responderles, ni siquiera con un "recibí". Incluso a los curas apóstatas se daba un trato mejor y más respetuoso. El Vaticano nunca respondió a los casos siguientes (la relación no es exhaustiva y se restringe a los años anteriores a 1974):

Bernard M. Kelly, obispo auxiliar de Providence, U.S.A.
José J. Aguilar García, obispo de Quiché (Guatemala)
Mario R. Cornejo Radavero, obispo auxiliar de Lima (Perú)
James P. Shannon, obispo auxiliar de Saint Paul and Minneapolis U.S.A.
Caetano A. Lima dos Santos, obispo de Ilhéus (Brasil)
Jerónimo Podestá, obispo de Avellaneda (Argentina)
Alcuin Heising, O.S.B., abad de Siegburg (Alemania)
Ansgar Ahlbrecht, O.S.B. abad de Niederaltaich (Alemania)
Raimond Tschudy, O.S.B. abad de Einsiedeln (Suiza)
Jean Hamin, abad de la Orden del Cister
Oliver du Roy de Blicquy, O.S.B. abad de Maredsous (Bélgica)
John McCormack, superior general de Maryknoll.

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Otra cuestión específica en la materia. Algunos diplomáticos del Vaticano solicitaban la reducción al estado laical con posibilidad de contraer matrimonio. A diferencia de todos los demás, esos casos nunca pasaron por el Santo Oficio. Se los reservaba el Papa personalmente, o bien el Secretario de Estado. Alguna vez aparecían – creo que por error – decretos firmados por el cardenal Villot relativos a algún nuncio o persona adscrita al Cuerpo Diplomático con la concesión de la "gratia" de la “secularización”.

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Ya he escrito que los peticionarios de laicización eran de diversa edad y de diversos niveles dentro del clero. Sin embargo, en el Santo Oficio hemos podido constatar que la inmensa mayoría de los solicitantes tenían, o estaban adquiriendo, grados universitarios civiles. Es normal. Los estudios académicos de los seminarios no les habían dado título alguno universitario. Más aún, ni siquiera el bachillerato válido. Se enfrentaban a una vida muy distinta en la sociedad. Ello nos indicaba igualmente que, sin duda, muchos de los que permanecían en el estado clerical no daban el paso de salirse por razones espurias, tales como miedo o incompetencia para abrirse camino fuera de su estatus. No precisamente por vocación o convicción.

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Actualmente las comunidades locales católicas ven sin escandalizarse que sus ministros dejen sus parroquias porque quieren casarse. Los fieles saben que el celibato es una condición que la Iglesia impone a los curas para poder ejercer su cargo. En las décadas de 70 a 90 del pasado siglo el escándalo estaba servido cada vez que un sacerdote desertaba. Eso ocasionó que el Vaticano estremara los cuidados para minimizar el escándalo. El Santo Oficio encargaba a los obispos que las ejecuciones de laicización se realizaran con el mayor secretismo y que el clérigo secularizado cambiara de domicilio y posiblemente de residencia. Estas condiciones o prescripciones raramente se cumplían.
Pero esto no es todo. Al clérigo laicizado no sólo se prohibían las actividades propiamente sacerdotales, tales como administración de sacramentos y predicación dentro de los templos. Se les aplicaban otras restricciones a modo de castigo. A los profesores de Religión en cualquier colegio o universidad, se les retiraba la "missio" o autorización para enseñar. Además, en los colegios y universidades dependientes de la Iglesia, debían ser cesados los profesores de cualquiera de las materias, inclusive profanas, tales como matemáticas o historia. En una palabra, los sacerdotes secularizados eran considerados apestados por la Jerarquía.
No fueron pocos los obispos que obviaron estas rígidas normas por considerarlas inhumanas y discriminatorias. Traigo a colación sólo dos ejemplos. El cardenal Tarancón desoyó silenciosamente esa norma romana permitiendo a varios curas secularizados continuar en sus cátedras. No respondió a las reprimendas de Roma por ese asunto. Y el Padre Arrupe, Prepósito de la Compañía de Jesús, se hizo poco menos que el sordo durante años, hasta que legalizó civilmente la situación de los exjesuitas profesores. Me explico.
Los jesuítas regentan numerosos colegios y universidades en todo el mundo. Sólo en Estados Unidos de América tienen una treintena de universidades o centros asimilados. Varios nuncios apostólicos y elementos reaccionarios católicos insistían ante la Curia para que los superiores jesuítas cumpliaran la normativa. Los jesuitas secularizados continuaban en sus cátedras o en sus puestos de enseñantes. A veces seguian siendo dirigentes responsables en universidades y en colegios.
Yo fui encargado de redactar cartas con llamadas de atención al Padre Arrupe. Lo hice repetidamente, a veces reiterativamente y sin respuestas de la curia jesuítica. Las cartas del Santo Oficio eran medianamente largas, explicativas de los hechos denunciados y con invitación a cumplir lo establecido. Al menos, seis cartas en dos años, con sólo dos o tres respuestas de cuatro líneas. Arrupe decía que había dado órdenes a sus provinciales para que cumplieran las normas de la Santa Sede. Y nada más.
Un día el Padre Ignacio Iglesias S.J., asesor del Prepósito de la Compañía de Jesús, me llamó. Me acerqué a la Curia Generalicia sita en Borgo Santo Spirito 5, a pocos metros de mi domicilio. Me presentó al Padre Arrupe. Los tres hablamos del problema de los profesores jesuitas secularizados. Me adelantó su proyecto ya definido. Era más que una propuesta.
Pocos días después, llegó una escueta carta del Prepósito General. Aseguraba que había dado órdenes de expulsar a exjesuitas secularizados de sus cátedras y de los puestos de enseñanza o gobernanza. Sin embargo, continuaba, los miembras de la Compañía habían quedado en minoría en los órganos rectores de las universidades y colegios. Eso suponía que, aunque por obediencia los miembros jesuitas votaban siempre por la expulsión, sus votos resultaban inoperantes. Fue un efectivo diplomático ardiz de Arrupe para salvar la cara e incumplir los designios del Vaticano. Arrupe hizo que se modificaran los estatutos de las universidades de la Compañía dejando siempre en minoría los miembros jesuitas en los consejos escolares. Naturalmente, los responsables del Vaticano comprendieron la jugada, pero nada legal que oponer. De momento. Porque la Curia romana reservaba para Arrupe desagradables embestidas.
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