Día del convento 20-VIII-2019

Día del convento

            De mi Pregón de la Feria del Ajo  y las fiestas del pueblo en estos días de agosto, entresaco unas ideas que, a la letra y como embocadura de la reflexión, brindo a mis amigos y lectores:

        “Porque somos “pueblo” y pueblo serio y responsable, no podemos ni olvidar lo que tenemos más propio  ni menosprecialo  si nuestras raíces de pueblo queremos realzar.  El convento de nuestras monjas.

  El convento define al pueblo y  define a los que, al abrir los ojos a la primera luz de la vida, topamos con las agujas de sus torres y nos habituamos al toque de sus campanas. Y todavía más.  La sombra -el clima, mejor-  del convento, define también a los que, llegados de fuera, de algún modo se sienten adictos a sus paredes, y –más que a la pared- al espíritu que lo impregna: que es el darse a contemplar antes de hacer, para mejor vérselas uno con  las manos en la tarea. De eso precisamente nos queda indeleble la especie de “tic”, de mirar y ver antes de hacer, y no ser de los que censura el poeta  cuando, en una rima de las suyas, los proclama “hartos de mirar sin ver” (cfr. A. MACHADO, Proverbios y Cantares, XI)”.

 

          Pienso que es una ley suprema de la vida de cualquier hombre o mujer cuidarse de sus  raíces y cultivarlas aunque –como pasa con las raíces del árbol- no se vean.   Porque no tenerlas u olvidarlas equivale a  darse uno mismo su propia sentencia de muerte.

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 A colación lo saco de nuevo en el Día del Convento, para jalearlo más todavía.  De los cuatro días de la fiesta, los pivotes son la Feria del Ajo y  el día de San Bernardo de Claraval, no sólo patrono asistente de sus caminos de vida y cuitas,  sino gran referente de sus miradas y animador espiritual de las ilusiones  más propias de un  Monasterio del Císter.    

El eje de la fiesta gira en torno a la Misa mayor que, a la una de la tarde -tras la procesión con la imagen del santo recorriendo los aledaños del convento- es anual llamada a rezar y a deleitarse rezando y musitando con ellas su “gregoriano” tan modulado y relajante. 

Rezar y deleitarse

Rezar al paso de las oraciones y las lecturas –por cierto muy bien leídas por dos niños de no mucha edad,  pero que saben ya que, para leer sin ser papagayos, hay que hacerlo con calma  y con buen todo y sentido.

Y deleitarse oyendo ese “canto”,  tan propio de las iglesias porque,  además de alegrar como cualquier otro canto, da  una paz especial y sobre todo eleva. ¿No se dice -y bien se dice-  que “el gregoriano” es la Palabra de Dios hecha plegaria?.

Preside la celebración Aquilino,  hermano menor de Celestin nuestro párroco, que es  sacerdote-religioso del Corazón de Jesús-Reparadores,  de buena presencia y garbo, de fáciles y donosas hechuras de actualidad en lo que piensa y habla.  De su homilía dos ideas sobre las demás me mueven a reflexionar, resaltary glosar incluso.  Con una de ellas, aconsejaba no renunciar sin más a lo de uno para  copiar lo de  otros. Con la segunda -y con la seguridad que da la verdad sentida- apostaba, muy en serio, que “no hay pueblo sin iglesia, ni puede haber Iglesia sin  pueblo”.

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Bien creo yo que “copiar lo de otros” sea una forma más de “alienación”, de las varias  que, por “comer el coco”,  fantasean más que ayudan porque  rompen o  escamotean “la verdad del hombre”  que habita en su “interior”.  Así pues, figurarse para uno modelos de cartón; acoplarse a lo circundante,  de personas o cosas, como quien se sube a un “bus” en marcha sin preguntarse ni de dónde viene ni a dónde va; engatusarse con lo malo de  otros sin ocuparse antes de promover lo bueno de uno mismo… podrá ser moda pero no es humano. Copiarlo todo, plagiar hasta volverse ladrón,  poner en otros lo que uno debe ser  cambiando los papeles que a cada cual toca representar en la vida, haciéndose, gestionando bien lo que uno tiene en raíz sin “pretender grandezas que superan mi capacidad” como se pide en el bíblico salmo 130,  parece más afición o vocación de “robots” que de unos seres ufanos de llamarse racionales y  autónomos…

La otra idea es dual y también provoca pensarla un poco.

“No hay pueblo sin iglesia”,  si quiere ser o llamarse pueblo.  Si “la iglesia” en un pueblo -con su torre y sus campanas, con sus altares y sus imágenes- muestra en vivo y en concreto  la puesta en acto de una de las dimensiones  características de lo humano cabal –otras serían las del “homo sapiens” o “faber” o “ludens”-  tirar piedras a la iglesia del pueblo ha de ser como tirar piedras al propio tejado.   Y no digamos ya quemarla como se ha hecho en ocasiones; y hasta quedarse a la puerta sin entrar por recelos o alergias espirituales.  Estas cosas, si bien de las miraa por sus fondos, gustan sólo a los idiotas…

Pero no hay tampoco “Iglesia sin pueblo”. Abundan quienes  piensan o se imaginan a la Iglesia  de un modo gaseoso, sin chicha ni cuerpo,  especie de sociedad hecha de espíritus puros y no de hombres y mujeres de carne y hueso,  que –como se sabe  por experiencia diaria- viven expuestos a todo, abiertos a todo, lo bueno y lo  malo,  desde un estornudo hasta un  eructo agrio y repelente.     Y vienen al caso, sin que lo pretendan a veces sus dueños, ideas, ideales incluso, creencias así mismo y no digamos errores de unos laicismos trasnochados, que, piensan, o se imaginan,  que la religión es cosa de la conciencia tan solo y debe por eso encerrarse en donde nadie la vea,  o que –manojos de resabios y  de prejuicios gastados- tratan de ver en la religión,  no el componente humano que es, de primera calidad, sino el enemigo a batir,  porque estorba y su verdad hace daño.

La Iglesia de Cristo está formada por hombres de carne y hueso como digo,  abierta –por esa misma condición- a lo bueno y a lo menos bueno, y proclive –en potencia cuando menos-  a todo lo propio de los hombres como atestiguaba ya el maestro latino.     El “pueblo” que es y ha de ser la Iglesia es la mejor patente de elevación de un ser humano a papeles reales de “super-hombre”. El “super-hombre” que  nos han pretendido colar Nietszche y compañía para endiosarnos con imposibles no ha pasado de ser una vereda más,  hacia la “nada” del hombre.

Las palabras e ideas del celebrante –claras, medidas y al aire de nuestro tiempo- se amoldan, como guante de cabritilla fina,  al tono elevado de la fiesta.

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Y después la comida en uno de los recibidores del monasterio,  como es uso y costumbre…   Los seis curas asistentes,  el alcalde del ayuntamiento, el imprescindible Cesar y el menudo Raulín. Como las manos de las monjas para dar de comer suelen ser casi angelicales, la comida es como por tales manos hecha: muy buena.

Y entre las conversaciones que se dan cita al comer, no podía faltar la que hoy es una de las cumbres de la peripecia nacional:  el papel, los derechos, los poderes y los deberes de “la mujer” en la sociedad.

Como “lo que es” y “lo que debe ser” no siempre van de la mano; dando por supuesto –como ha de ser- que hombres y mujeres son iguales en cuanto seres humanos pero a la vez distintos y, quizás mejor, diversos –a la vista están anatomía, psicología, funciones  radicales, y no digamos esos otros juegos menores de coqueterías y decoros varios a los que no deben renunciar por más que la “estúpida”  -de “estupefaciente” viene el  adjetivo “estúpido” en su más pura semántica-, imaginada o soñada,   “ideología del gender”   -tan graciosamente aliñada desde la frase famosa de la Simone de Bouvoir a mediados del siglo pasado y tan provista de mercaderes partisanos como la J. Butler y más, bailando al son de los “deconstructores” Derrida o Foucault- la pretendan hacer cabalgar a hombros de la ciencia más de moda hoy.

En la ocasión de la comida de fiesta, la cuestión se queda en el manido pero nada desdeñable tópico -a efectos pragmáticos- de “quién manda en casa”.

Es claro que una comida no es el lugar ideal para discutir  a fondo cuestiones  muy  “afiladas”,     en que “los intereses” pueden correr más que la verdad”, que son de gran calado y de no menores interesadas miras,  de un “feminismo” tan arbitrario y salvaje que no resiste  el contraste científico con una antropología racional. Para el caso de hoy, me limito a rememorar  una rima -la LII de los Proverbios y Cantares- de nuestro gran Antonio Machado  que sabe decir verdades de a puño cuando no se le politiza o adultera.  Cuando enhebra y pone hilo a esa gran verdad rústica o popular, al decir aue   “En esta España de los pantalones / lleva la voz el macho;/ mas si un negocio importa/ lo resuelven las faldas a escobazos”.

 

Dejemos, pues,  que la Judith Butler y compañía sigan marcando tan peculiares aires de baile a este feminismo instalado ahora en lo “políticamente correcto” como uno más de sus falsos dogmas.    

Que yo me quedo –amigos- con lo defendido siempre en unas sociología y antropología bien fundadas.  Lo he dicho siempre y lo reitero ahora; los hogares en que lleva el timón la mujer,  de ordinario, marchan y funcionan bien.  Valen las excepciones, pero otra es la regla general.

“Creí mi hogar apagado y removí la ceniza. Me quemé la mano”.

Para los que se fían más de la Sagan, la Butler, Derrida o Foucault  que de la realidad de las cosas por encima de las ensoñaciones, remato mi reflexión del día del convento en mi pueblo con  esta otra rima del gran Antonio Machado, que –por cierto- no era “meapilas” ni mucho menos,  pero hablaba el lenguaje de la verdad. En leerle va la prueba.

 

SANTIAGO PANIZO ORALLO

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