Perfil dominical - Democracia e Iglesia Amores, Palabras, Obras

* Hemos acordado, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más  cargas que las indispensables  (Hechos, 15, 28). Este modo y este propósito, en el inicio de una religión como la cristiana, ante la normalidad de una revuelta causada por la libertad del hombre  y cuando se han de ajustar las reglas del juego común para marcar los terrenos, es –por muchos pre-juicios que se puedan tener- una base muy seria de reflexión.

       **  La ciudad no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque su luz es la gloria de Dios (Apocalipsis, 21, 23).    Goethe, al morir, solicitaba agónicamente “más luz”.    SI la “nada” es nada y la “luz” es luz, nadie se debiera inquietar o mpreocpar de unas mayores posibilidades de luz.

       ***  El que me ama sigue mi palabra (Jo. 14-23).    Las palabras son aire y el amor es un compromiso-.   Y lo de que las “obras” muestran los verdaderos amores, y ninguna otra cosa mejor, es tan verdadero como antiguo.    UY eso otro de que “Dios que te hizo sin ti no te salvará sin ti” tampoco es “moco de pavo”. Las ayudas están a la mano, pero la voluntad es la de uno. ¿O no!!!.

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          Hay un idealismo religioso –teórico y “angelical” como son los “idealismos”-, amamantado y crecido dentro y fuera de la Iglesia, para quien el cristianismo –a fuer de sobrenatural- debe abstenerse de pisar la tierra; y lo humano integral, como que ha de borrarse de la hoja de ruta del mensaje de Jesús en su aplicación en todo tiempo y espacios, por la Iglesia. Nada más  gracioso y pueril y -sobre todo-  alejado de los planes de Dios al fundar la Iglesia como perenne instrumento para la salvación y liberación de la “humanidad” (cfr.  Enc. Eclesiam suam, del papa Pablo VI, año 1962, en pleno Vaticano II).

          Pasa que, de tanto sublimar las cosas, se acaba por  desnaturalizarlas.   Cristo fundó la Iglesia –y en el Evangelio está la patente-, pero no para que  fuese  un ente de razón, un objeto del deseo inalcanzable, o una quimera tan lejana como imposible. Los idealismos son buenos quizás para ciertas filosofìas, más que para religiones de verdad como la cristiana.

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          El paisaje que –este domingo-, ante los ojos del creyente católico, dibujan las lecturas bíblicas del día, no puede ser más realista.

          Es al principio. El número de los creyentes aumenta; la libertad va con ellos y se hace presente; como  es natural habiendo libertad, las disensiones y los diversos puntos de vista se afloran; y nacen los  problemas, los altercados incluso, y  -en medio del barullo- lo que suele pasar en toda sociedad bien ordenada y racional: la divergencia de pareceres a consecuencia de la divergencia de caracteres y las fricciones amenazando la entereza y cohesión de la comunidad.   Y como lo que, en una sociedad así, lo  principal no ha de ser  buscar culpables sino hallar soluciones a los problemas comunes, la salida –no se olvide que la cosa fue hace ya más de veinte siglos- es la de  una “praxis” enormemente racional -diríamos –en argot actual- democrática-,  tan natural y normal, como positiva: plantearse la cuestión; discutirla reflexionando; ponderar pros y contras en contraste y “acordar” todos juntos.  “Acordar” lo  de más interés para la gente implicada: no imponer a nadie más cargas que las imdispensables.

          A todo eso –normal también tratándose de quien se trata-, se eleva el listón del panorama con el signo de una trascendencia sobrenatural -Apocalipsis; y se va más allá todavía afinándose las dosis de realismo  cuando, a renglón seguido del precepto  esencial del amor, se rompe con otro idealismo  ramplón –el del amor-, para decir en alta voz y con solemnidad  que sólo las obras son amores y no -ni mucho menos- las palabras por sonoras que sean o los deseos teoréticos.

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           “Hemos acordado”-¿No marca un camino?- Y hemos tomado el acuerdo mirando a donde se debe mirar en una democracia real: al bien de la gente y no a los intereses del que manda. Y  aquello, que a algunos les queda tan lejos de ahora, aquello no fue ningún “trágala”, ni asomo siquiera del “ordeno y mando”, ni sombra de autocracias impositivas o de abusos despóticos de autoridad y poder. Fue sencillamente un ejercicio del poder en beneficio de la comunidad, la cristiana de entonces.

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         Cuando se ven edificar mitos, y los mitos  se sueltan al aire como si fueran palomas mensajeras, el riesgo de endiosar el mito con ánimo de volverlo incluso contra Dios es una gran  ocurencia.  Que se ha dado, y se sigue dando, desde las filas teóricamente floridos del “laicismo”  llamado ·lustrado” -recordemos que el “laicismo” no es “laicidad” sino demagogia barata y sin pizca de ciencia o arte. El mito, el  de la “democracia” en el caso, se pone,  se ha puesto con inefable terquedad, en sustituir el “mando por y en favor del pueblo” –ambas cosas son democracia- por  el soplo –sólo eso- de unas meras formalidades democráticas.

         Pensemos un poco. ¿No es más democracia, o más real y efectiva democracia, tener en cuenta los derechos, los deberes, los valores y fines últimod, etc. del pueblo que eso otro tan fácil y socorrido de “alardear” de “democracia” el día de las elecciones y poco más, para olvidarse de la gente por otros cuatro años hasta unas próximas elecciones?  Una “democracia real”  no es más y mejor que una “democracia” formal y de sola boquilla o palabras?

        Es cierto el al mando a la Iglesia le viene de Dios y en este sentido la Iglesia de Cristo no puede llamarse “democrática”.    Pero, como la verdadera democracia no es la de las formas y palabras sino la de los hechos, como en tantas cosas y casos ocurre ¿no habrá que pensar antes de revolotear mitos tan abstractos como poco reales? ¿Qué importan más, las obras o las palabras, los gestos o los mitos al aire? ¿Qué es preferible; alegatos grandilocuentes de democracia o hechos y obras de democracia? Seamos serios.

             La democracia, amigos, como palabra sobre todo,  está de  moda; cada vez más se la ve revestida de tópico político y con aires de gran suficiencia.   Y son muchos los voceros del mito;  nacen y proliferan casi como los hongos después de llover. Pero la mayor parte es propaganda…

         Es de este mismo viernes.   En el diario Le Monde, en la última página, se publica un ensayo con este título Un temps de tyrans. Es de Alain Frachon. Decido leerlo y copiarlo a la letra porque me de inmediato en los ojos un realce-resumen que dice: “De 2005 à 2018, un peu partout dans le monde, droits politiques et libertés publiques ont decliné”.   Tras leerlo y copiarlo y por supuesto pensarlo, la impresión que deduzco es esta: Se halla en horas bajas la democracia real, y en todas partes.   Y los ejemplos entran por los ojos; Maduro, Trump, Putin, el norcoreano como ejemplos más a la vista de todos,  Y lo nuestro? Es democracia real?.  De nombre sí; se dan infinidad de demócratas de boca y de toda la vida, pero democracias de verdad?   Nada es perfecto, naturalmente, pero de lo “imperfecto”  al simulacro hay un trecho.

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         Y para cerrar este perfil, hablemos también con demócratas de verdad.   Ortega era demócrata y sentía de verdad la  democracia; habla de sus quilates auténticos  en muchas partes de su extensa obra. Anotemos –para cerrar hoy como digo- sólo unos párrafos de su genial Democracia morbosa (El Espectador,  en Obras,  Alianza Edit., Madrid, 1998, t.  II, pp. 135-139)

“Tenemos que agradecer el adviento de tan enojosa monarquía –a la de la descortesía y el plebeyismo se refiere- al triunfo de la democracia. Al amparo de esta noble idea, se ha deslizado en la conciencia pública la perversa afirmación de todo lo bajo y ruin.¡Cuántas veces acontece esto!  La bondad de una cosa arrebata a los hombres y, puestos a su servicio, olvidan que hay otras muchas cosas buenas con quienes es forzoso compaginar aquella, so pena de convertirla en una cosa pésima y funesta. La democracia, como democracia, es decir, estricta y exclusivamente como norma del derecho político, parece una cosa óptima. Pero la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad. Cuanto más reducida sea la esfera de acción propia a una idea más perturbadora será su influencia si se pretende proyectarla sobre la totalidad de la vida. Imagínese lo que sería un vegetariano en frenesí que aspire a mirar el mundo desde lo alto de su vegetarismo culinario; en arte censuraría cuanto no fuese  el paisaje hortelano; en economía nacional sería eminentemente agrícola; en religión no admitiría sino las arcaicas divinidades cereales; en indumentaria, solo vacilaría entre el cáñamo, el lino y el esparto; y como filósofo se obstinaría en propagar una botánica trascendental. Pues no parece menos absurdo el hombre que, como tantos hoy, se llega a nosotros y nos dice: ¡Yo, ante todo, soy demócrata!”

        Es claro que aprovechan siempre ideas de gente que sabe, por teoría y más por experiencia. Creo que Ortega y Gasset no era inexperto en la materia.    Las suyas, en este caso, dan para pensar un poco,  al aire o sombra de este perfil.    Dejemos de lado los mitos, que son a veces apariencias y vayamos al grano, que es la verdad. Aunque estemos metidos de lleno en una post-modernidad que asombra, liberarse de  hipotecas  ideológicas no es mala cosa.  Y las hay. Y en lo que toca a la religión y al cristianismo,  a toneladas.

        Pues, para no ser ciegos adrede, pensemos; sólo pensemos un poco. No se pide más…

SANTIAGO PANIZO ORALLO

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