«Acabada toda tentación, el diablo se alejó»

No sólo de pan vive el hombre… (Lc 4, 4)

El pasado miércoles de Ceniza empezó la Cuaresma, ese tiempo fuerte que precede y dispone a la celebración de la Pascua; un tiempo asimismo de particular empeño en nuestro camino espiritual. Hoy, por tanto, celebramos el primer domingo de Cuaresma del Ciclo C, cuyo evangelio lucano narra las tentaciones (Lc 4, 1-13). El Evangelista de la misericordia, san Lucas, une en su respectiva narración los datos de san Marcos (cuarenta días de tentación: Mc 1,12-13) y los de san Mateo (tres tentaciones al final del ayuno de cuarenta días: Mt 4,1-11).

«Cuando se avecinan estos días, consagrados más especialmente a los misterios de la redención de la humanidad, estos días que preceden a la fiesta pascual –comenta reiterativo san León Magno, el teólogo de la cristología de Calcedonia-, se nos exige, con más urgencia, una preparación y una purificación del espíritu» (Sermón 6 sobre la Cuaresma, 1-2).

San Lucas, por otra parte, inicia su informe diciéndonos que «Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto, durante cuarenta días, tentado por el diablo» (4,1-2). Se me antoja preciso reconocer al respecto que el interés especial de san Lucas por el Espíritu Santo no sólo se manifiesta en sus primeros capítulos, sino también en el resto de su evangelio donde lo añade diversas veces a los otros sinópticos. Anotemos, de pasada, que también habla de él a menudo en los Hechos.

Del coro patrístico tenemos, como casi siempre, al Obispo de Hipona dedicándole al tema sermones, el 284 por ejemplo, de sereno y elevado pensamiento que arrojan luz bastante a la hora de saber cómo acabó aquel enojoso episodio, de verdadera historia sagrada:

«¿Qué dice el evangelista –se pregunta- después que el Señor sufrió esta triple tentación, puesto que en todos los halagos del mundo aparecen estas tres cosas: o el placer, o la curiosidad, o la soberbia? Después que el diablo hubo acabado con toda clase de tentaciones (Lc 4,13); toda clase, pero de las que se apoyaban en la lisonja. Quedaba todavía otra tentación, consistente en algo más áspero y duro; en crueldades y atrocidades inhumanas. Quedaba aún esta tentación. Sabiendo el evangelista lo que ya había tenido lugar y lo que aún quedaba, dijo: Después que el diablo hubo acabado con toda clase de tentaciones, se alejó de él hasta el momento oportuno (Lc 4,13). Se alejó de él a manera de serpiente astuta; ha de volver como león rugiente; pero lo vencerá, porque pisoteará al león y al dragón […]. Era Dios todopoderoso» (Sermón  284, 5).

Echemos un vistazo al número 40, muy repetido en la Sagrada Escritura. Recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel peregrinó en el desierto: un largo período de formación para convertirse en el pueblo de Dios, pero también un largo período en el que la tentación de ser infieles a la alianza con el Señor estaba siempre de moda. Cuarenta fueron también los días de camino del profeta Elías para llegar al Monte de Dios, el Horeb; así como el periodo que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública y donde fue tentado por el diablo, tema de hoy.

Y si hacemos lo mismo con el paraje adonde Jesús se retiró impulsado por el Espíritu, o sea el desierto, tendremos entonces que los maestros de espíritu y teólogos no hacen sino recordarnos que es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre está privado de los apoyos materiales y se halla frente a las preguntas fundamentales de la existencia, es impulsado a ir a lo esencial y precisamente por esto le es más fácil encontrar a Dios. Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay siquiera vida. Y el de la soledad, donde el hombre siente más intensa y agresiva la tentación.

En cuanto al agua, pocos habrá en España que no recuerden al pequeño Julen, el que se cayó en un pozo de ciento y pico metros de profundidad, rescatado sin vida después de ímprobos esfuerzos de la moderna tecnología. El comentario creciente a medida que los días pasaban era: “¡Imposible que esté vivo! Una persona no puede sobrevivir después de tantas horas sin agua”. Porque el pozo, sobre profundo y angosto, estaba seco.

Y por lo que a la soledad atañe, estamos acostumbrados por la moderna tecnología a ver en el cine, y por la televisión, las tormentas de arena, y a caravanas de beduinos tocados con el típico turbante protector y sus camellos de paso cansino, los únicos animales capaces de plantarle joroba al paisaje arenoso. Quien haya visitado Tierra Santa comprenderá mejor estas estampas sobrecogedoras.

Resume la teología, en fin, que Jesús va al desierto y allí sufre la tentación de dejar el camino indicado por el Padre para seguir otros senderos más fáciles y mundanos (cf. Lc4, 1-13). Así Él carga nuestras tentaciones, lleva nuestra miseria para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, el camino de la conversión.

Reflexionar sobre las tentaciones a las que fue sometido Jesús en el desierto se antoja invitación a cada uno de nosotros para responder a una pregunta básica: ¿qué cuenta de verdad en mi vida? Para dar cumplida respuesta al interrogante, no hay más remedio que hacer un repaso general a las tentaciones.

En la primera el diablo propone a Jesús que cambie una piedra en pan para satisfacer el hambre. Jesús rebate que el hombre vive también de pan, claro, pero no sólo de pan: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede salvar (cf. vv. 3-4). Hambre y hombre se escriben con hache, de lo poco a compartir, dado que el hambre deja tantas veces cerradas -¡ay!- las puertas del corazón humano a la solidaridad.

Adorarás al Señor tu Dios… (Lc 4, 8)

En la segunda, el diablo propone a Jesús el camino del poder, algo que también se las trae. Y no sólo hoy, sino siempre: le conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero no es éste el camino de Dios, desde luego: Jesús tiene bien asumido que no es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor (cf. vv. 5-8).

En la tercera, el diablo propone a Jesús que se arroje del alero del templo de Jerusalén –sin parapente, vamos…- y que haga que le salve Dios mediante sus ángeles, o sea, que realice algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cf. vv. 9-12). Y no parece ser el camino mejor, se mire como se mire, este de tentar a Dios, aunque lo haga el hombre tantas veces con los pecados, porque en todo pecado mete su hocico siempre el Tentador.

Salta a la vista que el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús es la propuesta de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses, la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. ¿Qué puesto, pues, ocupa Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?

Superar la tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios intereses, o de ponerle en un rincón, y convertirse al orden justo de prioridades, dar a Dios el primer lugar, es un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. «Convertirse», invitación repetida en Cuaresma, significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio sea guía concreta de la vida. Exige tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de Dios. Ya no se puede ser hoy cristiano como simple consecuencia de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace en una familia cristiana y es formado religiosamente debe, cada día, renovar la opción de ser cristiano, dar a Dios el primer lugar, frente a las tentaciones que una cultura secularizada le propone continuamente.

Convertirse no es encerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en Dios y el amor se transformen en la cosa más importante. La Cuaresma comienza pues en el desierto, tierra desolada e inhumana (Dt 1,19; 32,10) y en consecuencia lugar predilecto del demonio y de los endemoniados (Mc 5,3-5); pero por la experiencia de abandono que puede vivirse allí y su extensión ilimitada, tierra donde se experimenta la proximidad de Dios, para Israel (Éxodo y Os 2,16;13,15), para Jesús y para tantos que han querido vivir esta experiencia de la cercanía de Dios.

Diablo es la traducción griega, que significa originalmente: el que divide, desune, particularmente con la calumnia. Tentador, desde los orígenes (Gn 3). La tentación puede ser: una prueba, de parte del hombre que pone a Dios a prueba (Sal 94,9) o de parte de Dios probando al hombre (Sal 81,8). La tentación propiamente dicha, en el sentido de seducción, no se atribuye a Dios, sino solamente al Diablo (St 1,13-15).

No se excluye que el Diablo tiente a Cristo en los dos sentidos: a título de prueba, para medirle, no menos que para seducirlo y conducirlo a sus puntos de vista. En la tentación hay tres fases: la sugestión, la delectación y el consentimiento. Nosotros cuando somos tentados vamos generalmente hasta la delectación, incluso a veces hasta el consentimiento: nacidos de la carne de pecado, llevamos en nosotros mismos el combate a librar. Pero Jesucristo, Dios encarnado en el seno de la Virgen María, vino al mundo exento de pecado y, por tanto, no había en él contradicción alguna. La delectación malvada no tuvo ninguna acción en su espíritu. Por eso, toda esta tentación diabólica ocurrió en el exterior, no al interior (cf. Gregorio Magno, Sobre Mt 4,11 [PL 76,1135]).

No tentarás al Señor tu Dios (Lc 4,12)

El diablo no pasa de ser, para muchos, un mito. Incluso exégetas hay que tratan tales pasajes evangélicos como invención de la primera comunidad creyente, apoyada para ello en presupuestos filosóficos heredados del mundo griego. Algún exorcista ha llegado a soltar por ahí que la primera estrategia del demonio es convencernos de que no existe. Entiendo que la fe es más seria que todo eso.

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