«Amarás al Señor tu Dios y al prójimo como a ti mismo»



El lema de este trigésimo domingo del tiempo ordinario Ciclo A resulta fascinante a la vez que definitivo: «Amarás al Señor tu Dios y al prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 34-40). Nos emplaza, pues, nada menos que ante el mensaje amoroso del Shemá, también citado en el Nuevo Testamento, y específicamente en el Evangelio según san Marcos, ya que en Marcos 12:29-31 se puede leer, de hecho, que Jesús de Nazaret consideró al Shemá como el primero de los dos mayores mandamientos y lo ligó con un segundo, basado en Levítico 19:18.

Dos preceptos del amor, por tanto, a Dios y al prójimo, que se hallan igualmente unidos en la Didajé 1,2, cuyo autor podría recoger aquí un tratado judío sobre los Dos Caminos. Por supuesto que no es este, por ahora, el momento de adentrarnos sigilosamente en la tupida fronda del misterio propio del Shemá, tan repetido en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, y prueba de ello puede ser el mismo Evangelio de hoy.

La Palabra del Señor proclamada este domingo (Mt 22,34-40) nos recuerda –he aquí lo grande- que el amor es el compendio de toda la Ley divina. San Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos boquiabiertos, se reunieron para ponerlo a prueba (cf. Mt 22, 34-35). Uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» (Mt 22, 36).

«Todo el que pregunta a algún sabio, no para aprender, sino para examinarlo, puntualiza Orígenes, debemos creer que es hermano de aquel fariseo, según lo que dice por san Mateo: “Lo que hicisteis con uno de mis pequeñuelos, lo hicisteis conmigo”» (Mt 25,40). Y prosigue: «Decía Maestro, como tentándolo, porque no pronunciaba estas palabras en cuanto discípulo del Salvador. Por lo tanto, si alguien no aprende algo del divino Verbo, ni se entrega a El con toda su alma, aunque le dice Maestro, es hermano del fariseo, que tienta a Jesucristo. Cuando se leía la ley antes de la venida del Salvador, quizá se inquiría cuál era el mandamiento grande en ella; y no lo hubiese preguntado el fariseo si no se hubiese cuestionado esto mucho tiempo, no habiéndole encontrado solución hasta que viniese Jesucristo a enseñarlo» (Hom. 23 in Matthaeum).

La pregunta, si bien repara uno en ella, deja adivinar la preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, la verdad, habida cuenta sobre todo de que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos y prohibiciones. ¡Casi nada…! ¿Cómo discernir, pues, entre todos ellos, cuál sea el mayor? Pero Jesús, notemos el detalle, no titubea y responde sencilla y raudamente: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento» (Mt 22, 37-38).

Con todo tu corazón, esto es, tu memoria toda, tus acciones y tus deseos. Con toda tu alma, o sea, que estén preparados a ofrecerla por la gloria de Dios. Con toda tu inteligencia (mente), es a saber: no profiriendo más que lo que pertenezca a Dios. Y ve si puedes someter tu corazón a tu entendimiento por medio del cual conocemos las cosas inteligibles –comprendida la inteligencia--, para manifestarlas, pues con ella las explicamos todas.



Jesús cita en su respuesta, como arriba he dicho, el Shemá, o sea la oración que el israelita piadoso reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cf. Dt 6, 4-9; 11, 13-21; Nm 15, 37-41): la proclamación del amor íntegro y total a Dios debido, como único Señor. Con la enumeración de las tres facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas profundas, a saber: corazón, alma y mente, se pone el acento en la totalidad de esta entrega a Dios. El término mente (diánoia), contiene el elemento racional. Y es que Dios no es solamente objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y del sentimiento, sino también del intelecto, que, por tanto, no debe ser excluido de este ámbito. Más aún, es precisamente nuestro pensamiento el que debe conformarse al pensamiento de Dios.

Matiza por su parte san Agustín: «Se te manda que ames a Dios de todo corazón, para que le consagres todos tus pensamientos; con toda tu alma, para que le consagres tu vida; con toda tu inteligencia, para que consagres todo tu entendimiento a Aquel de quien has recibido todas estas cosas. No deja parte alguna de nuestra existencia que deba estar ociosa, y que dé lugar a que quiera gozar de otra cosa. Por lo tanto, cualquier otra cosa que queramos amar, conságrese también hacia el punto donde debe fijarse toda la fuerza de nuestro amor. Un hombre es muy bueno, cuando con todas sus fuerzas se inclina hacia el bien inmutable» (De d. chr., 1,22).

Si el Señor, no hubiese contestado al fariseo que le tentaba, podríamos creer que un mandamiento no es mayor que el otro. Pero el Señor le responde: «Este es el mayor y el primer mandamiento»; en lo que comprendemos que hay diferencia entre los mandamientos, que hay uno mayor y otros inferiores hasta el último. Le responde el Señor, no sólo que éste es el mandamiento grande, sino también el primero: no según el orden con que está escrito, sino según su mayor importancia. Únicamente reconocen la magnificencia y el primado de este mandamiento, aquellos que no sólo aman al Señor su Dios, sino que también le aman con aquellas tres antedichas condiciones, a saber: con todo su corazón, con toda su alma y con todo su entendimiento. Le enseñó que no sólo es grande y el primero, sino que también tiene un segundo que se parece a éste.

Ocurre, sin embargo, y aquí viene lo curioso del episodio evangélico del día, que Jesús añade luego algo que, a fuer de precisos en el comentario, el doctor de la ley no había pedido: «El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 39). El aspecto sorprendente de la respuesta de Jesús estriba en establecer una relación de semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19, 18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40).



Por esto sigue: «El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». En consecuencia, si el que ama la iniquidad aborrece su alma (Sal 10,6), claro está que no ama a su prójimo como a sí mismo, porque ni aun a sí mismo se ama. El hecho de ser semejante el segundo mandamiento al primero, demuestra que es uno mismo el proceder y el mérito de uno y de otro: no hay pues, amor que aproveche para salvarse como aquel que se tiene a Dios en Jesucristo, y a Jesucristo en Dios. Prosigue: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas». Aquel que cumplió todo lo que está mandado, respecto del amor de Dios y del prójimo, es digno de recibir gracias divinas, para que comprenda, que toda la Ley y los Profetas dependen de un solo principio: a saber, del amor de Dios y del prójimo.

La página evangélica que expongo subraya que ser discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, las cuales se resumen en el primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el mandamiento del amor. Por cierto que también la primera Lectura, tomada del Éxodo (22, 20-26), insiste en el deber del amor, un amor testimoniado concretamente en las relaciones entre las personas: tienen que ser relaciones de respeto, de colaboración, de ayuda generosa.

El prójimo al que debemos amar es también el forastero, el huérfano, la viuda, el indigente, el exiliado, el menesteroso el emigrante, el de las obras de misericordia, es decir, los ciudadanos que no tienen ningún «defensor», los sin voz, los que no tienen donde caerse muertos. El autor sagrado se detiene en detalles particulares, como en el caso del objeto dado en prenda por uno de estos pobres (cf. Ex 22, 25-26). En este caso es Dios mismo quien se hace cargo de la situación de este prójimo.

La segunda Lectura (1 Ts 1, 5c-10) nos permite ver una aplicación concreta del mandamiento supremo del amor en una de las primeras comunidades cristianas. San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, les da a entender que, aunque los conozca desde hace poco, los aprecia y los lleva con cariño en su corazón. Es lo más grande que cabe escuchar de quien uno tiene a su lado: que se ha ce cargo de nuestros problemas. Por este motivo señala el Apóstol a los de Tesalónica como «modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya» (1 Ts 1, 7). Por supuesto, no faltan debilidades y dificultades en aquella comunidad fundada hacía poco tiempo –y dónde no, cabría añadir, cuando se está en los primeros hervores--, pero el amor todo lo supera, lo renueva todo y todo lo vence: el amor de quien, consciente de sus propios límites, sigue dócilmente las palabras de Cristo, divino Maestro, transmitidas a través de un fiel discípulo suyo.

«Vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor —escribe san Pablo—, acogiendo la Palabra en medio de grandes pruebas». «Partiendo de vosotros —prosigue el Apóstol—, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes» (1 Ts 1, 6.8). La lección que la experiencia de los Tesalonicenses deja, experiencia que en verdad se realiza en toda auténtica comunidad cristiana, es que el amor al prójimo nace de la escucha dócil de la Palabra divina. «Es un amor –precisa Benedito XVI-- que acepta también pruebas duras por la verdad de la Palabra divina; y precisamente así crece el amor verdadero y la verdad brilla con todo su esplendor. ¡Qué importante es, por tanto, escuchar la Palabra y encarnarla en la existencia personal y comunitaria! » (26.10.2008).



La Patrística en este campo es pródiga de reflexiones admirables, y algunos autores de la misma, en concreto, sublimes. San Agustín, por ejemplo, se marca varios textos donde la hondura de pensamiento corre pareja con la belleza de la imagen: «Se llama propiamente nuestro prójimo –dice-- aquel a quien se debe dispensar o de quien debemos recibir oficios de caridad, se demuestra por medio de este precepto de qué modo tenemos obligación de amar al prójimo, y aun comprendiendo también a los santos ángeles, de quienes recibimos tantos oficios de caridad, como podemos ver fácilmente en las Escrituras. Así, el mismo Dios quiso llamarse nuestro prójimo, cuando nuestro Señor Jesucristo se nos presenta como aquel tullido que se encontraba medio muerto y tendido en el camino (cf. Lc 10) » (De d. chr.1,30). «Si debes amarte a ti mismo, no es por ti, sino por aquél a quien debe encaminarse tu amor, como a fin rectísimo; no se extrañe nadie, si le amamos también por Dios. El que ama con verdad a su prójimo, debe obrar con él de modo que también ame a Dios con todo su corazón» (De d. chr., 1, 22).

«Siendo, pues, dos los preceptos de los cuales dependen la Ley y los Profetas -el amor de Dios y del prójimo- con razón la sagrada Escritura los presenta muchas veces como uno solo. Ya como amor de Dios, según aquello de San Pablo: “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sale bien” (Rm 8,28), ya como amor del prójimo, como dice el mismo Santo; “Toda la ley está comprendida en un solo punto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Ga 5,14). Por lo tanto, como el que ama a su prójimo consiguientemente amará también a Dios, amamos a Dios y al prójimo con la misma caridad, aunque debemos amar a Dios por sí mismo, y al prójimo por Dios» (De Trin., 8, 7).

De lo hasta aquí dicho se desprende, pues, que la vida cristiana toda es vertical y a la vez horizontal. Dimensión vertical: Amar a Dios. Dimensión horizontal: Amar al prójimo. Esta doble dimensión del cristianismo es la síntesis del Antiguo y del Nuevo Testamento. Amando a Dios, amas al prójimo. Y al revés.

San Agustín lo expresa con enorme precisión al escribir: «Si toda la ley y los profetas penden de estos dos mandamientos, ¡cuánto más el Evangelio! El amor, en efecto, renueva al hombre, pues como la concupiscencia hace al hombre viejo, así el amor lo hace nuevo […] Así, pues, si la ley y los profetas penden del amor, a pesar de que en la ley y los profetas parece confiársenos el Antiguo Testamento, ¡cuánto más el Evangelio, llamado clarísimamente Testamento Nuevo, no pertenecerá sino al amor, siendo así que el Señor no presentó como mandamiento suyo otro que el amor mutuo! No sólo llamó nuevo al mandamiento mismo, sino que también vino para renovarnos a nosotros, nos hizo hombres nuevos y nos prometió una herencia nueva y además eterna […] Allí [en la ley] se anuncia como Testamento Antiguo porque la promesa es terrena, y el Señor promete, a quienes le adoran, el reino terreno. Pero también entonces hubo amadores de Dios que le amaron gratuitamente y purificaron sus corazones suspirando castamente por él» (Sermón 350 A, 1-2).



La doctrina que antecede se antoja inefable, magnífica, diáfana, saludable, divina. Lo difícil es aterrizar con ella sin que se le rompa a uno el fémur; bajar a los escarpados y a veces torcidos y tortuosos vericuetos de la praxis. El refrán no se reprime en el diagnóstico: una cosa es predicar, y otra dar trigo. Hay que echarle valor, empuje, decisión y, en definitiva, ganas. Sin que tampoco falte, entre los maestros de espíritu y teólogos de todos los colores, el elixir de la convivencia, que es el acuerdo de las partes. Habría que llegar a un acuerdo global y eso, ya se sabe, es más difícil que conseguir la unanimidad en una junta de vecinos. Y si no, que se lo pregunten a las comisiones mixtas en el campo ecuménico. Pero el Evangelio no tiene colores y la palabra de Jesús es de tal suerte divina que ni admite medianías ni pasará.

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