«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros»

Entrada del Domingo de Ramos

Las palabras de Jesús «El que me come vivirá por mí» (Jn 6,57) nos permiten comprender cómo el misterio «creído» y «celebrado» contiene en sí un dinamismo que lo convierte en principio de vida nueva en nosotros y en forma de la existencia cristiana. Comulgando, pues, el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo nos hacemos partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente. Análogamente a lo que san Agustín dice sobre el Logos eterno, alimento del alma, poniendo de relieve su carácter paradójico, el santo Doctor imagina que se le dice: «Yo soy manjar de adultos. Crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas corporalmente la comida, sino que tú te transformarás en mí» (Conf. 7, 10,16). No es, por tanto, el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; «nos atrae hacia sí».

La Celebración eucarística expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto logiké latreía (Rm 12,1), la más sintética formulación paulina de cómo la Eucaristía transforma nuestra vida toda en culto espiritual agradable a Dios. En esta exhortación se ve la imagen del nuevo culto como entera ofrenda de uno en comunión con toda la Iglesia.

Con el domingo de Ramos empieza la Semana Santa, en la que seguimos los pasos de Cristo hasta la celebración de su misterio pascual. Lo aclamamos como Mesías e Hijo de David, agitando, a la manera de los niños y jóvenes de Jerusalén, las palmas de la salvación y del júbilo. Contemplamos a la vez su dolorosa pasión y humillación hasta la muerte. Es la hora de cargar también nosotros con nuestra cruz, la del dolor y los pecados del mundo, para que entendamos mejor el amor de Cristo por la humanidad. Celebramos, en suma, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.

Notemos, eso sí, que lo hace como un rey humilde, pacífico y manso. Nada, pues, de mortíferas armas para conquistar la ciudad. Tampoco a lomos de un caballo blanco, majestuoso y piafante, al son de trompetas, como antaño los emperadores y generales romanos después de vencer a los enemigos. No. Jesús entra montado en un burrito, signo de humildad y de mansedumbre. Es aclamado por gente buena y sencilla. Y no pocos de sus discípulos son mujeres y niños. Lo proclaman rey no con el estruendo de las armas, sino con los gritos del júbilo.

También hoy es el Domingo de “Pasión”, porque con él empieza la semana de dolor que culminará en la Cruz. De ahí que en el Evangelio de la Misa de este día se proclame la pasión del Señor, algo que sólo ocurre en todo el año litúrgico hoy y el Viernes Santo. La muerte de Cristo en el Calvario, en fin, lejos de una derrota, es el triunfo definitivo de Nuestro Señor sobre los poderes del mal, del pecado y de Satanás.

Son estos, pues, días santos para acompañar a Cristo en los sufrimientos de su Pasión y en su camino al Calvario: para unirnos a Él a través de la oración, los sacramentos, la caridad, el apostolado y las obras buenas. Ideales jornadas, de igual modo, para pensar más en los demás y menos en nosotros mismos. Las películas de los grandes cineastas pueden echarnos una mano a la hora de meditar en el hondón del alma, al decir de los místicos, en esos instantes únicos, singulares, de inusual fervor y de pena contenida, de lágrimas abundantes allá en los repliegues de la interioridad.

«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros»

El corazón entonces, sobre recordar una historia pasada y tantas veces -¡ay- repetida en miles de cristianos perseguidos, en centenares de iglesias destruidas, en tierras de religión calcinadas para impedir que el bien del Evangelio prospere y se difunda, el corazón entonces –digo-, haciéndose co-protagonista, revive las escenas más crudas y dolientes de la pasión. Algo que también es posible y deseable cuando rezamos los misterios dolorosos del santo Rosario, piadoso ejercicio del espíritu a tantas y tantas horas del día.

El camino hacia el Calvario está lleno de imágenes profundamente conmovedoras. Sobremanera bello se antoja el encuentro de Jesús con María, manantial de infinita ternura, de dolor y de amor materno. ¿Y qué decir del gesto dulce y compasivo de la Verónica que enjuga el rostro adorable de nuestro Señor? ¿Y qué del humanísimo comportamiento del Cireneo, y, de modo particular, sobre la transformación interior de su alma al contacto con el Cristo sufriente?

Remiso, si se quiere, al principio –había sido pillado al azar, cuando volvía tranquilamente a casa-, conforme comporta y comparte la dura cruz de Jesús se va compadeciendo y compenetrando con aquel condenado a muerte; comprende que es inocente y se convierte en un defensor incondicional de Jesús. Al final, cuando llegan al Calvario, ya no quiere separarse de Él. Algunos días después, durante unas deliciosas horas de camino pascual, ocurrirá otro tanto con los discípulos de Emaús: es la acción incontenible de la gracia, que te va ganando poco a poco hasta dejarte completamente transformado.

La crucifixión del Señor en el Calvario, con todo su realismo y su crudeza, trae a la memoria las escenas maravillosas de la Última Cena, esos momentos benditos en los que nuestro Señor nos dejó la Eucaristía y su mandamiento del amor. La Eucaristía anticipa el Calvario y en el Calvario se realiza el misterio anunciado en el Cenáculo.

Las últimas palabras de Jesús en la cruz son de una elevación singular y de insondable misterio: la súplica de perdón para sus enemigos, la promesa del paraíso al buen ladrón, la sed, la entrega de su Madre a Juan, el misterioso abandono paterno, el informe de su misión, la entrega de su espíritu al Padre. Y, tras la muerte de nuestro Señor, el religioso temor de los soldados y la lágrima del Padre caída desde los cielos; el terremoto, la destrucción del templo, la derrota definitiva del poder del mal y de la muerte, la acogida del Cuerpo exánime de Jesús en el regazo maternal de María. Retratos todos de una sublimidad inigualable.

Sólo en la Pasión logramos comprender y aceptar tantas cosas incomprensibles en nuestra vida y experimentar en el fondo del alma el amor infinito de un Dios que se entregó, hasta la locura, para salvarnos. ¡Sus llagas nos han curado! Y lo espectacular, lo grandioso, lo sublime aflora en el corazón al meditar que todo cuanto precede, hecho por ti y por mí, el Señor, si fuere preciso, volvería a repetirlo con tal de llevarnos al cielo. Ojalá también nosotros aprendamos a abrazar la cruz, amando y siguiendo las huellas de nuestro Cristo Crucificado. Eso significa ser cristiano.

Pero volvamos a las palabras del titular de esta reflexión: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15). Pronunciadas durante la última Cena, Jesucristo introdujo la narración de la institución del sacramento de la Eucaristía. Los tres Evangelios sinópticos coinciden en el significado de las pronunciadas sobre el pan y el vino que, por la gracia del Espíritu Santo, se convirtieron en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús (cf. Mt 26, 26-28; Mc 14,22-25; Lc 22,14-20).

Acompañadas por gestos concretos: «Jesús tomó pan y lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos» (Mt 26,26), indican claramente la voluntad de Jesucristo de instituir la Eucaristía en el ámbito de la cena pascual judía, prefiguración de su muerte y resurrección, anticipo del banquete escatológico de las bodas del Cordero inmolado.

En la narración del Evangelista Juan, capítulo 6, se hace aún más evidente que Jesús de Nazareth venía preparando desde tiempo atrás el gran sacramento. Notémoslo, por ejemplo, en ese presentarse a la gente, casi al comienzo de la actividad pública, como el pan vivo, bajado del cielo por la vida del mundo (cf. Jn 6,51).

La palabra del Señor resuena en la Iglesia desde hace dos mil años y reúne alrededor de la mesa eucarística a los miembros del Pueblo de Dios que, nutriéndose del pan caído del cielo, reciben la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). La Iglesia del Concilio Vaticano II nos lo recuerda con letra y cánticos memorables; por ejemplo con el texto de Emilio Pascual y la música de Francisco Palazón: «Alrededor de tu mesa, venimos a recordar, que tu palabra es camino, tu cuerpo fraternidad».

El paso litúrgico desde la desolación absoluta de la cruz y la oscura soledad del sepulcro, al esplendor radiante del Resucitado, que ocurrieron entonces de una vez por todas y que, por ello, la Iglesia los ha ritualizado en el culto, no para que se desgasten, sino al contrario, para que revivan en nosotros, se actualicen continuamente y potencien las energías en los cristianos de todos los tiempos, así lo proclama y así lo celebra. La cruz es siempre la cruz, la resurrección lo sigue siendo también. Sólo que la primera, por dura y pesada que resulte, tiene sus días contados; en tanto que la resurrección y la vida gloriosa son eternas e irreversibles. 

La teología bíblica habla de dos géneros de muerte y de resurrección, el del pecado y la gracia, y el del cuerpo mortal y su glorificación ultraterrena. Todos morimos y resucitamos cada día, dejando lastre del hombre viejo y «revistiéndonos del nuevo, creado según Dios en la justicia y la santidad de la verdad» –en bella expresión de san Pablo (Ef 4, 24)–.

La Eucaristía: Misterio de la fe

La sorpresa mayúscula del sepulcro vacío fue, si cabe, mayor cuando en aquel mismo día los discípulos pudieron ver el rostro glorioso del Señor y besar sus llagas benditas. Ellos son desde entonces metáfora de los múltiples caminos por donde cada creyente accede a la    experiencia de Cristo resucitado, indispensable para sostener la vida de fe y dar testimonio de ella ante los demás. 

La grandeza incomparable de estos misterios sacrosantos resuena en la fe de los cristianos cuando, a las palabras del sacerdote después de la consagración –«Éste es el Misterio de la Fe» (Mysterium Fidei)-, responden con voz unánime: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!».

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