Asunción de la Virgen María a los cielos

La Virgen María fue asunta en cuerpo y alma a los cielos

El 1 de noviembre de 1950 el venerable Pío XII definió solemnemente el dogma de la Asunción de la Virgen María a los Cielos con estas palabras de la Bula Munificentissimus Deus:

«Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, por un solo y mismo decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió al fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser elevada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielos» (AAS 42 [1950] 768-769).

Este es, por tanto, el núcleo de nuestra fe en la Asunción, palabra a la que también apuntan Asunta, Asun, María del Tránsito, y fiestas como la de nuestra Señora de la Dormición.

La Madre de Dios se inserta hasta tal punto en el Misterio de Cristo que es partícipe de la Resurrección de su Hijo con todo su ser ya al final de su vida terrena; vive lo que nosotros esperamos al final de los tiempos cuando sea aniquilado «el último enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26). No pensemos, sin embargo, que la Santísima Virgen María está por ello lejos de nosotros. Antes al contrario, está mucho más cerca que durante su vida mortal.

Hoy todos somos bien conscientes de que con el término «cielo» no nos referimos a un lugar cualquiera del universo, sino a algo mucho mayor y difícil de definir con nuestros limitados conceptos humanos. Con «cielo» queremos afirmar que Dios, el Dios que se ha hecho cercano a nosotros, no nos abandona ni siquiera en la muerte y más allá de ella, sino que nos tiene reservado un lugar y nos da la eternidad; queremos afirmar que en Dios hay un lugar para nosotros.

Al contemplar a la Virgen María se nos da otra gracia: la de poder ver en profundidad también nuestra vida. Dejémonos guiar por los pasajes de la Sagrada Escritura que la liturgia nos propone hoy. En la primera lectura escuchamos: «Se abrió en el cielo el santuario de Dios, y apareció en su santuario el arca de su alianza» (Ap 11, 19). ¿Cuál es el significado del arca? Para el Antiguo Testamento, es el símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Lo que ocurre es que el símbolo ya ha cedido el puesto a la realidad. Así el Nuevo Testamento nos dice que la verdadera arca de la alianza es una persona viva y concreta: es la Virgen María.

En su fragmento evangélico de hoy san Lucas nos da a entender de diversas maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo —la morada de Dios aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. Dice san Agustín: «Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma». Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó.

Dios no habita en un mueble, sino en una persona, en un corazón: María es el arca de la alianza, porque acogió en sí a Jesús, la Palabra viva; acogió en sí a Aquel que es la Alianza nueva y eterna, que culminó con la ofrenda de su cuerpo y de su sangre recibidos de María. De ahí, pues, que la piedad cristiana, en las letanías lauretanas se dirija con toda razón a ella invocándola como Foederis Arca, «Arca de la alianza», arca de la presencia de Dios.

Pío XII definiendo el dogma de fe de la Asunción

La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Porque Dios ha vencido. El amor ha vencido. Y la vida ha vencido. María fue elevada al cielo en cuerpo y alma:  en Dios también hay lugar para el cuerpo.

El cielo ya no es para nosotros una esfera muy remota y desconocida. En el cielo tenemos una madre: la del Hijo de Dios, es nuestra madre.

María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Con Dios, por tanto, es reina del cielo y de la tierra. Por eso no está lejos de nosotros, repito. Antes bien, al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está «dentro» de nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. 

Dice san Agustín en «La ciudad de Dios» que toda la historia del mundo, es una lucha entre dos amores: el amor a Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí mismo, y el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio a los demás. Esta misma interpretación de la historia como lucha entre dos amores, entre el amor y el egoísmo, aparece también en la lectura tomada del Apocalipsis, que acabamos de escuchar. Aquí estos dos amores se presentan en dos grandes figuras. Ante todo, está el dragón rojo fortísimo, con una manifestación impresionante e inquietante del poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de la violencia.

Cuando san Juan escribió el Apocalipsis, este dragón personificaba para él el poder de los emperadores romanos anticristianos, desde Nerón hasta Domiciano. Un poder que parecía ilimitado, de suerte que ante él la fe, la Iglesia, parecía una mujer inerme, sin posibilidad de sobrevivir, y menos de vencer. Y, sin embargo, sabemos que al final venció la mujer inerme; no el egoísmo ni el odio, sino el amor de Dios, y el Imperio romano se abrió a la fe cristiana.

Vemos asimismo que esta fuerza del dragón rojo se personifica en las grandes dictaduras del siglo XX. Y también hoy en la forma de ideologías materialistas, que nos dicen: es absurdo pensar en Dios; cumplir los mandamientos de Dios; es algo del pasado. También ahora este dragón parece invencible, pero también ahora sigue siendo verdad que Dios es más fuerte que el dragón.

Fiesta de la Asuncion

La Asunción de la bienaventurada Virgen María, la fiesta mariana más antigua, es una ocasión para ascender con María a las alturas del espíritu, donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, la de la santidad. La fiesta de hoy nos impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No un cielo hecho de ideas abstractas, ni tampoco imaginario creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo: Dios es el cielo. Y él es nuestra meta, la meta y la morada eterna, de la que provenimos y a la que tendemos.

Así pues, en María elevada al cielo contemplamos a Aquella que, por singular privilegio, ha sido hecha partícipe con alma y cuerpo de la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte. «Terminado el curso de su vida en la tierra —dice el concilio Vaticano II—, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (LG, 59). Aquella que en todo momento acogió la Palabra de Dios, fue elevada-acogida ella misma por el Hijo, en la «morada» que nos ha preparado con su muerte y resurrección (cf. Jn 14, 2-3).

Al terminar su vida terrena, María fue llevada en alma y cuerpo al cielo, es decir, a la gloria de la vida eterna, a la comunión plena y perfecta con Dios. En la teología de esta fiesta priman extraordinariamente las razones de conveniencia en boca de los grandes Padres y Doctores. Veamos a propósito del Arca de la Alianza, lo que afirma san Juan Damasceno: «Era preciso -dice- que aquella que había acogido en su seno al Logos divino, se trasladara a los tabernáculos de su Hijo… Era preciso que la Esposa que el Padre se había elegido habitara en la estancia nupcial del cielo» (Homilía II sobre la Dormición, 14).

El Evangelio de san Lucas, en el fragmento elegido para esta fiesta (cf. Lc 1,39-56), nos muestra esta arca viviente, que es María, en movimiento: tras dejar su casa de Nazaret, María se pone en camino hacia la montaña para llegar de prisa a una ciudad de Judá y dirigirse a la casa de Zacarías e Isabel. María entra en esta casa de Zacarías e Isabel, pero no entra sola. Entra llevando en su seno al Hijo, que es Dios mismo hecho hombre. Pero san Lucas nos guía a comprender que esta espera remite a otra, más profunda. Zacarías, Isabel y el pequeño Juan Bautista son, de hecho, el símbolo de todos los justos de Israel, cuyo corazón, lleno de esperanza, aguarda la venida del Mesías salvador. Y es el Espíritu Santo quien abre los ojos de Isabel para que reconozca en María la verdadera arca de la alianza, la Madre de Dios, que va a visitarla: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 42-43).

Y es el Espíritu Santo quien, ante Aquella que lleva al Dios hecho hombre, abre el corazón de Juan Bautista en el seno de Isabel. Isabel exclama: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre» (v. 44). San Lucas aquí usa el término «skirtan», es decir, «saltar», precisamente el mismo que encontramos en una de las antiguas traducciones griegas del Antiguo Testamento para describir la danza del rey David ante el arca santa que había vuelto finalmente a la patria (cf. 2 S 6, 16).

Juan Bautista en el seno de su madre danza, pues, ante el arca de la Alianza, como un David redivivo; y así reconoce: María es la nueva arca de la alianza, ante la cual el corazón exulta de alegría, la Madre de Dios presente en el mundo, que no guarda para sí esta divina presencia, sino que la ofrece compartiendo la gracia de Dios. Y así —como dice la oración— María es realmente «causa nostrae laetitiae», el «arca» en la que verdaderamente el Salvador está presente entre nosotros.

El Arca de la Alianza y la Virgen María

María con esta fiesta nos abre a la esperanza, nos dispone hacia un futuro lleno de alegría y nos enseña el camino para alcanzarlo: María, el arca de la alianza que está en el santuario del cielo, nos indica con luminosa claridad que estamos en camino hacia nuestra verdadera Casa de Dios.

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