«Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios»



El Evangelio de este vigésimo noveno domingo del tiempo ordinario Ciclo A termina con el célebre «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21). Tenemos a la vista, pues, una de aquellas frases lapidarias de Jesús con marca profunda en la historia y en el lenguaje humano. No se trata de un exclusivismo disyuntivo --o César o Dios--, sino, a lo sumo, de un relativismo incluyente --uno y otro, pero cada uno en su lugar--. Es el principio de la separación entre religión y política, hasta entonces inseparables en todos los pueblos y regímenes.

Los hebreos estaban acostumbrados a concebir el futuro reino de Dios instaurado por el Mesías como una «teocracia», esto es, un gobierno dirigido por Dios en toda la tierra a través de su pueblo. ¡Y mira que Israel tenía esto grabado! Es curioso, pues, que no falten analistas atribuyendo el suicidio de Judas a la decepción que le habría producido Jesús al dejarse maniatar humildemente y condenar a muerte. Judas, pues, tendría que ser incluido entre los acérrimos defensores hebreos de un Mesías victorioso que habría de entrar en Jerusalén a lomos de un caballo piafante.

Está visto que el escándalo de la cruz, contra cuyos efectos había salido al paso el propio Jesús en la Transfiguración, hizo más estragos de los previstos. Lo peor de todo es que sigue haciéndolos en esta sociedad del siglo XXI que se proclama cristiana, católica incluso, cuando no pasa de heteróclita, cuestionadora y descreída. Ahora, en cambio, la palabra de Cristo, ante Pilatos incluso, revela un reino de Dios que «está» en el mundo, sí, pero que no «es» de este mundo, que camina en otra dirección y que, por ello, coexiste con cualquier otro régimen, sea de tipo sacro o «laico». Y esto lo deja el Señor caer con frases redondas como la de hoy.

Se revelan así dos tipos cualitativamente diversos de soberanía divina en el mundo: la «espiritual» que constituye el reino de Dios y que Dios ejerce directamente en Cristo, y la «temporal» o política, ejercida de lleno por Dios, sí, pero también confiada a la libre elección de las personas y al juego de las causas segundas, eso que algunos entienden como azar.

El César y Dios, sin embargo, no están, ni jamás podrán estar, al mismo nivel, porque también el César depende de Dios y, en consecuencia, también él debe rendirle cuentas. «Dad al César lo que es del César» significa, por tanto: «Dad al César lo que 'Dios mismo quiere' que le sea dado al César». Dios es el soberano de todos, del César incluido. Ni estamos divididos, siendo así, entre dos pertenencias, ni tampoco obligados a servir «a dos señores».



El cristiano es libre de obedecer al Estado, pero también de resistir al Estado cuando éste se pone contra Dios y su ley. En este caso --¡y tantos hay!-- no vale invocar el principio de la orden recibida de los superiores, como suelen ante los tribunales los responsables de crímenes de guerra. ¿Quién no se ha echado alguna vez a los ojos esa literatura punto menos que necrófila y demencial de los campos de exterminio? ¿Quién no ha visto asimismo documentales históricos de los Juicios de Núremberg, donde los gerifaltes nazis esgrimían por toda autodefensa su «obligación» de obedecer las órdenes del Führer? Antes que a los hombres, sin embargo, antes que a los Hitler, Stalin, Tito, Milosevic y demás tiranosaurios revestidos de no menos crueldad que idiocia, hay que obedecer a Dios y a la propia conciencia. Ya no se puede dar al César el alma que es de Dios, versillo este que ha servido de pasaporte a tantos mártires en el momento final.

La divina imagen está inscrita en cada uno de los seres humanos y viene a ser como las cartas credenciales con que llegan estos al mundo. Ahora bien, «en la imagen de Dios se busca la verdad, no la vanidad. Re-esculpamos mediante el amor a la verdad aquella imagen según la cual fuimos creados, y devolvamos a nuestro César su propia imagen […] Le presentaron un denario, y preguntó de quién era la imagen y la inscripción. Le respondieron: Del César (Mt 22,18,21). También este César –sigue exhortando san Agustín-- busca su imagen. El César no quiere que perezca lo que él ordenó y Dios no quiere que perezca lo que él hizo. El César, hermanos míos, no hizo la moneda, la hacen los acuñadores; se ordena a los artífices que la hagan; lo mandó a sus ministros. La imagen estaba grabada en la moneda; en la moneda se halla la imagen del César. Con todo, busca lo que otros imprimieron: él atesora, él no quiere negarse a sí mismo. La moneda de Cristo es el hombre. En él está la imagen de Cristo, en él el nombre de Cristo, la función de Cristo y los deberes de Cristo» (Sermón 90, 10).

Para Benedicto XVI la relación entre Iglesia y Estado, más que de separación, debe ser de una colaboración respetuosa, pues para ambas esferas debe ser importante la búsqueda del bien común, del progreso; el respeto a las personas, y procurar que en una sociedad no falte el conocimiento y la presencia de Dios, porque el hombre ha sido creado para relacionarse con Dios y tiene necesidad de él.

De hecho, los interlocutores de Jesús —discípulos de los fariseos y herodianos— se dirigen a él con palabras de aprecio, diciendo con sibilina intención: «Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie» (v. 16). Precisamente esta afirmación, aunque brote de hipocresía –materia de la que fariseos y herodianos andaban más que sobrados--, debe despertar nuestro interés.

Los discípulos de los fariseos y los herodianos andaban lejos de creerse lo que decían. Lo afirmaban únicamente a título de formulismo protocolario, de una captatio benevolentiae para que Jesús escuchase. Pero su corazón estaba muy distante de tal verdad. Pretendían más bien tender una trampa a Jesús para poderlo acusar, sencillamente. ¡Como si Jesús necesitase de protocolos y pamplinas!

Pero lo que fariseos y herodianos consideraban ficticio modo de guardar las formas, es sobre todo, por lo menos para nosotros, una expresión absolutamente preciosa, verdadera y justa: Jesús, en efecto, enseña el camino de Dios según la verdad y no depende de nadie. Él mismo es este «camino de Dios», que nosotros estamos llamados a recorrer. Dice Jesús mismo, en el Evangelio de san Juan: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (14,6). Camino en cuanto que revela al Padre, nos da a conocer el camino hacia el Padre, y él mismo es el único acceso al Padre: viene del Padre y al Padre va, y en ese venir e ir él, que es Camino, nos muestra el camino por dónde ir. Con todo y con eso, es uno con el Padre, porque es la Verdad, y la Vida.



Iluminante al respecto el comentario de san Agustín: «era necesario que Jesús dijera: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” porque, una vez conocido el camino, faltaba conocer la meta. El camino conducía a la verdad, conducía a la vida… y nosotros ¿a dónde vamos sino a él? y ¿por qué camino vamos sino por él?» (In Io. 69,2). Llamados a evangelizar y catequizar, nosotros mismos hemos de ser los primeros en avanzar por este camino que es Cristo, para dar a conocer a los demás la belleza del Evangelio que da la vida. Y en este camino, además, nunca avanzamos solos, sino en compañía: una experiencia de comunión y de fraternidad que se ofrece a cuantos encontramos, para hacerlos partícipes de nuestra experiencia de Cristo y de su Iglesia. Así, el testimonio unido al anuncio puede abrir el corazón de quienes están en busca de la verdad, para que puedan descubrir el sentido de su propia vida.

En cuanto a la cuestión central del tributo al César, Jesús responde con un sorprendente realismo político, vinculado al teocentrismo de la tradición profética. El tributo al César se debe pagar, claro que sí, porque la imagen de la moneda es suya. Pero el hombre, todo hombre, cualquier hombre, lleva en sí otra imagen, la de Dios y, por tanto, a él, y sólo a él, a Dios, debe cada uno su existencia.

Basados en que Jesús se refiere a la imagen del emperador impresa en la moneda del tributo, los Padres de la Iglesia interpretaron este fragmento a la luz del concepto fundamental del hombre imagen de Dios, contenido en el primer capítulo del libro del Génesis. San Agustín el Hiponense, por ejemplo, utilizó muchas veces esta referencia en sus homilías: «Si el César reclama su propia imagen impresa en la moneda —afirma—, ¿no exigirá Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (En. in Ps., Salmo 94, 2). Y también: «Del mismo modo que se devuelve al César la moneda, así se devuelve a Dios el alma iluminada e impresa por la luz de su rostro… En efecto, Cristo habita en el interior del hombre» (Ib., Salmo 4, 8). Pero lo habita iluminándolo. Del mismo modo que lo ilumina habitándolo.

Esta palabra de Jesús es rica en contenido antropológico, y no se la puede reducir únicamente al entorno político. De manera que la Iglesia, en consecuencia, no se limita a recordar a los hombres la justa distinción entre la esfera de autoridad del César y la de Dios, entre el medio político y el religioso. La misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, hacer memoria de su soberanía, recordar a todos, sobremanera los cristianos que han perdido su identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, nuestra vida.

Para Benedicto XVI la inserción de la Iglesia y de los católicos en el mundo moderno es esencial y lo podemos ver en multitud de sus mensajes pronunciados para todo el mundo. En la encíclica Deus Caritas est, por ejemplo, habla del papel de la Iglesia en el mundo laico, y de cómo La Iglesia y El Estado deben estar al servicio del hombre; que el cristianismo no viene a desplazar a la sociedad, ni la Iglesia al Estado, ni la caridad a la justicia; sino a proporcionar la clave para comprender la historia e iluminarlo todo desde Dios.

El primero en sacar conclusiones prácticas de esta sublime enseñanza de Cristo fue san Pablo. Escribió: «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino […] Por eso precisamente pagáis los impuestos, porque son funcionarios de Dios, ocupados asiduamente en ese oficio» (Rm 13,1-6).

La colaboración de los cristianos en la construcción de una sociedad justa y pacífica no se agota con pagar los impuestos, claro; debe extenderse también a la promoción de valores comunes, como la familia, la defensa de la vida, la solidaridad con los más pobres, la paz. Hay también otra esfera en la que los cristianos deberían dar una contribución más grande a la política. No tiene tanto que ver con los contenidos como con los métodos, el estilo.

Es preciso desemponzoñar, rebajar, dulcificar el clima de lucha incesante, procurar mayor respeto, compostura y dignidad en las relaciones entre partidos. Respeto al prójimo, moderación, capacidad de autocrítica: son rasgos que un discípulo de Cristo debe llevar a todas las cosas, también a la política, por qué no. Con la frase objeto de estas reflexiones Jesús expresa los niveles de competencia de lo humano y lo divino. Lo importante no es, a la postre, si damos o no algo a Dios, que eso, en definitiva, se presupone siempre, sino qué es lo que le damos, no vaya a ser que le dejemos lo que sobra, las mondarajas, lo ínfimo, una birria, y antepongamos para nuestros caprichos las primicias.





Caín y Abel hacían oblaciones a Dios, pero ya sabemos qué le ofrecía uno y qué otro (cf. Gn 4,1-6). Desde entonces –y mira que ha llovido- cainismo y abelismo son paradigmas de maldad y bondad respectivamente, de egoísmo y generosidad, de envidia y transparencia de espíritu. La sombra cainita vaga errática y borde desde aquellas brumas del tiempo por los cuadrantes todos del orbe. ¡Lástima! No hay asesinato donde no se produzca siempre un fratricidio cainita, del que tarde o pronto se acaba por rendir cuentas.

En su oráculo sobre Ciro, Isaías deja clara la voz de Dios: «Yo te he ceñido, sin que tú me conozcas, para que se sepa desde el sol levante hasta el poniente, que todo es nada fuera de mí» (45,1.4-6). No existe sólo, pues, una lectura laica de la Historia: también la fe tiene sus derechos y criterios interpretativos. Puntualiza san Pablo (cf. 1Ts 1,1-5b), en fin, que el Evangelio no es solamente la predicación, sino toda la economía nueva de la salvación, de suerte que la comunidad cristiana viva con realismo los valores de la fe, la esperanza y la caridad.

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