Comieron todos hasta saciarse

Dios pone a disposición de los hombres los bienes materiales y espirituales. ¿Cómo los utilizamos?

La referencia a la Iglesia aparece con claridad en el papel de los discípulos al hacer de intermediarios entre Jesús y la gente. Esta acción prefigura la misión de los cristianos como mediadores entre Jesús y los hombres, y la de los apóstoles con respecto a la comunidad.

«Dadles vosotros de comer» (Mt 14,16).  Jesús entonces, «alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos, y los discípulos se los dieron a la gente» (v. 19).

Comieron todos hasta saciarse

El Evangelio de san Mateo nos da la clave del mensaje dominical cuando inicia el fascinante episodio de la primera multiplicación de los panes. Al oír que Herodes había ordenado decapitar a Juan el Bautista, «Jesús, se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario» (Mt 14,13). Escueta frase, sin duda, para cuyo análisis ayuda san Agustín con elevado acento y larga perspectiva.

«En todas las cosas que el Señor hizo -explica el de Hipona- nos enseña cómo hemos de vivir acá. Porque en este siglo nadie hay que no sea peregrino, aunque no todos deseen regresar a la patria. Y el mismo camino nos proporciona oleajes y tempestades; pero es menester que vayamos en la barca. Porque si en la barca hay peligro, fuera de ella hay desastre seguro. Por mucha fuerza que tenga en sus brazadas el que nada en el piélago, al fin será engullido y sumergido por la inmensidad del mar.

Es, pues, necesario que vayamos en la barca, esto es, que nos acojamos a un madero, para poder atravesar este mar. Y este madero, que sustenta nuestra debilidad, es la cruz del Señor, con la que nos signamos y nos defendemos de los embates de este mundo. Afrontamos el oleaje; pero quien nos sostiene es el mismo Dios» (Sermón 75,2).

Magníficas ideas de teología náutica y, a la vez, ajustada definición de la vida como camino de oleajes y tempestades. Aquí no se trata ya de hacer ningún camino de Santiago, ni tampoco de peregrinar a santuario alguno en trance de especial año santo, sino de entender la vida como peregrinaje, como el camino del Señor, cuya centralidad es su cruz.

La sagrada liturgia se vale del salmo 144 para completar con él la frase agustiniana de que En todas las cosas que el Señor hizo nos enseña cómo hemos de vivir acá. El salmista, en efecto, afirma del Dios compasivo y misericordioso, del Dios que nos colma incesantemente de bendiciones -que él denomina favores-: Abres tú la mano, Señor, y nos sacias de favores (Sal 144,16). Será Jesús de Nazaret, revelación del Padre, quien abra las manos de Dios para saciarnos de favores. Diré más: Él mismo es el divino Favor del Padre celestial a toda la humanidad.

La sagrada liturgia va preparando así el clima con ayuda del profeta Isaías, y concretamente de su último exhorto a participar en los bienes de la nueva alianza:  «¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche! […] Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma.  Pues voy a firmar con vosotros una alianza eterna» (Is 55, 1-3). Venid, comed (en latín: venite, prandete). Palabras que en san Juan (Jn 21,12) nos llevan de la mano hacia la Eucaristía. El profeta promete de parte de Dios bebida y comida que saciarán de veras a los hambrientos. No está ya lejos de Jesús Pan de Vida. Dios pone a disposición de los hombres los bienes materiales y espirituales. ¿Cómo los utilizamos?

Alimentación de los cinco mil, fresco de autor anónimo (Hagia Sofía), Estambul, Turquía

Pendiente siempre de Jesús, la sagrada liturgia da un paso más: acude a san Pablo y su Carta a los Romanos (Rm 8,35.37-39): «Ninguna criatura podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (v.39).El amor de Cristo rompe todas las ataduras humanas, ciertamente. Cristo fue siempre la referencia de los mártires y de los santos.

Y es que la Carta a los Romanos es la máxima expresión del pensamiento paulino y el signo de su consideración especial por la Iglesia de Roma o, usando las palabras del saludo inicial, por «todos los amados de Dios que estáis en Roma, santos por vocación» (Rm 1,7).  

Es la Carta a los Romanos, sin duda, uno de los textos más importantes de la cultura de todos los tiempos. Es, sobre todo, un mensaje vivo para la Iglesia viva y, en cuanto tal, precisamente para hoy. Dicho esto, la sagrada liturgia pone, por fin, rumbo al tema central de este domingo: la primera multiplicación de los panes (Mt 14,13-21): «Comieron todos y se saciaron» (v.20). Compadecido de la multitud, Jesús multiplica los panes y los peces y sacia con ello el hambre de una multitud.

La frecuencia con que la multiplicación de los panes aparece en los evangelios (dos veces en Marcos y Mateo, una en Lucas y otra en Juan) es un reflejo de la importancia que para los primeros cristianos tenía este acontecimiento de la vida de Jesús. Aquella primera experiencia vivida por el grupo de los que le acompañaban fue recordada en el seno de las comunidades cristianas, las cuales fueron descubriendo en este suceso un profundo mensaje sobre Jesús, sobre la Iglesia y sobre la Eucaristía, que aparece con claridad en la versión de Mateo.

En la multiplicación de los panes por Eliseo (2 Re 4,42-44) y en el episodio de Dios alimentando a su pueblo con el maná en el desierto (Ex 16) se viene a poner de relieve que Jesús ha superado a los personajes y acontecimientos del Antiguo Testamento, y que en él se cumplen plenamente las promesas de Dios. Dígase otro tanto de los textos de Isaías, el Salmista y Romanos antes comentados.

La referencia a la Iglesia aparece con claridad en el papel de los discípulos al hacer de intermediarios entre Jesús y la gente. Esta acción prefigura la misión de los cristianos como mediadores entre Jesús y los hombres, y la de los apóstoles con respecto a la comunidad. El problema estriba en cómo compaginar el hambre espiritual saciada con la Eucaristía y el hambre material saciada con el milagro.

Las aterradoras cifras del hambre tienen la fuerza colosal de los números, de suyo incontestables. Alrededor de 24.000 personas mueren cada día de hambre. Un 75% de los fallecidos son niños menores de cinco años. Desde el año 2000, y en la quincena de casos más llamativos y que más han golpeado a nuestras instituciones, la corrupción se ha cobrado 6.839 millones de euros, el equivalente por ejemplo al valor de Twitter (6.700 millones de euros, según «The Financial Times»).

Alrededor de 1.000 millones de personas no consiguen acceder a la dieta elemental, de suyo deplorable, ya que excluye el aperitivo y el postre. Lo que los sociólogos llaman «el mínimo nutritivo» no está a su alcance. Hay teólogos que creen que este planeta suministra alimentos suficientes para todos sus eventuales habitantes, pero por desgracia abundan menos que los economistas, que están convencidos de lo contrario. Ya se sabe que cuando los números cantan suelen desafinar.

Los números, además, no tienen alma. Sí la tienen, en cambio, las personas víctimas del hambre. Cabe, pues, la pregunta: ¿«Aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo»? De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos «hasta el extremo».

Dadles vosotros de comer

Cuando nuestras comunidades celebran la Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, «la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse «pan partido» para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno.

Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: «dadles vosotros de comer». En verdad, «la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo» (Benedicto XVI, Exh. Ap. Post. Sacramentum caritatis, n.88).

Al atardecer, los discípulos sugieren a Jesús que despida a la multitud, para que puedan ir a comer. Pero el Señor piensa otra cosa: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). Ellos, sin embargo, no son ninguna lonja bien abastada que baste; no tienen «más que cinco panes y dos peces». Jesús entonces realiza un gesto que hace pensar en el sacramento de la Eucaristía: «Alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos, y los discípulos se los dieron a la gente» (Mt 14,19).

El milagro consiste en compartir fraternamente unos pocos panes que, confiados al poder de Dios, no sólo bastan para todos, sino que incluso sobran, hasta llenar doce canastos. Invita el Señor a los discípulos a que sean ellos quienes distribuyan el pan a la multitud; de este modo los instruye y los prepara para la futura misión apostólica: en efecto, deberán llevar a todos el alimento de la Palabra de vida y del Sacramento.

En este signo prodigioso se entrelazan la encarnación de Dios y la obra de la redención. Jesús, de hecho, «baja» de la barca para encontrar a los hombres. El Señor aquí nos da claro ejemplo de su compasión hacia la gente. Está atento a la necesidad material, pero quiere dar algo más, porque el hombre siempre «tiene hambre de algo más, necesita algo más» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 315).

En el pan de Cristo está presente el amor de Dios; en el encuentro con él «nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos realmente el pan del cielo» (ib., p.316). Y es que «Jesús, en la Eucaristía, nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo» (Sac. caritatis, 88).

Destaca en el Evangelio de hoy, por último, la avidez con que la gente buscaba al Señor: eran capaces incluso de pasar hambre por estar a su lado. La gente había llegado para escuchar la Palabra de Dios y, para ello, habían dejado todo lo demás. Hoy, necesitamos crecer en confianza en el Señor, y ser como aquella gente de este pasaje, que, sin tener aparentemente nada, tenían lo más importante: la presencia de Jesucristo.

Jesucristo, el Pan de Vida

La invitación constante que nos hace el Señor: «Venid a mí, y yo os aliviare…» tiene toda la resonancia hecha realidad del venite, prandete del propio Jesús (Jn 21,12). Un elemento fundamental del milagro es la mutua disposición a compartir.

Escuchar a Dios se convierte en vivir con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. «Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus necesidades materiales…» ¿Lo somos nosotros?

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