Crecer juntos hasta la siega



La lectura evangélica de este decimosexto domingo del tiempo ordinario Ciclo A (Mt 13, 24-43) se abre con la parábola, bastante amplia, del trigo y la cizaña. Siguen otras dos, breves ellas: una sobre el grano de mostaza sembrado en el campo (v.31-32); otra relativa a la mujer que amasa tres medidas de harina e introduce un pedazo de levadura (v.33). San Mateo incluye además el ruego de los discípulos: «Explícanos la parábola de la cizaña en el campo» (v.36). Y Jesús, ni corto ni perezoso, lo hace dando sentido a cada detalle (vv.37-43).

Adentrémonos en ella no sin antes ocuparnos de su introducción, o sea del texto de la Sabiduría (12,13.16-19): «juzgas con moderación y nos gobiernas con mucha indulgencia» (v.19), que es un fino estudio sobre el poder paciente de Dios, a la espera de nuestra conversión. En la parábola se enfrentan, de hecho, un sembrador y un enemigo, y se alude a la presencia del mal en el mundo: si el amo sembró semilla buena, cómo es que ha nacido cizaña. La respuesta es concluyente: «algún enemigo ha hecho esto» (Mt 13,28).

El mal no se produce porque sí. Sembrada por mano enemiga, tampoco la cizaña brota en cualquier sembrado, sino en el que Jesús imagina para su doctrina. En el mundo por lo común, y en la Iglesia particularmente, hay cosas buenas y malas, sin que la operación limpieza conlleve aguardar al juicio final. Debe la Iglesia velar, pues, y, si ve que existe el mal, atajarlo.

Lo difícil del asunto viene detrás: ¿Podemos saber nosotros quiénes son los hombres a heredar la vida eterna, y quiénes los arrojados al horno del fuego? Jesús responde que no. Significa ello, pues, que, mientras la historia dure, no podremos hacer esa separación buenos-malos, como si fuéramos árbitros dictando quiénes son amigos de Dios y quiénes han de estar con el diablo.

Mientras el mundo dure, iremos mezclados buenos y malos, dejando a Dios la última palabra. En la parábola dice el amo a los criados prestos a erradicar la cizaña: «No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo» (v. 29). Según Jesús, pues, personas que parecen cizaña, pueden ser trigo. Lejos de nosotros entonces arrancar (=matar) el buen trigo. Esta es, por tanto, la Parábola de la paciencia de Dios en la historia, y del triunfo de Dios al final de la historia.

El beato cardenal Newman abordó el pasaje «Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega» (v.30) con este fino juicio: «Hay escándalos en la Iglesia, cosas censurables y vergonzosas –asiente-; ningún católico podrá negarlo. Tiene siempre que asumir el reproche y la vergüenza de ser la madre de hijos indignos; tiene hijos que son buenos, y otros que son malos […] Dios habría podido instituir una Iglesia que fuera pura; pero predijo que la cizaña sembrada por el enemigo, crecería con el trigo hasta la cosecha, al fin del mundo. Afirmó que su Iglesia sería semejante a una red de pescador “que recoge peces de todas clases” y que no se escogen hasta el atardecer (Mt 13,47s).



Puesto en trance, declaró que los malos y los imperfectos le importaban más que los buenos. ”Muchos son los llamados, dijo, pero pocos los escogidos” (Mt 22,14), y su apóstol dice “que subsiste un resto, elegido por gracia” (Rm 11,5). Se da por eso en la historia y en la vida de los católicos, el juego de hechos contradictorios […] Pero no nos avergonzamos, ni escondemos el rostro entre las manos, al contrario, levantamos nuestras manos y nuestra cara hacia nuestro Redentor […] Acudimos a ti, juez justo, porque eres tú el que nos mira. No hacemos ningún caso a los hombres, mientras te tenemos a ti» (Sermones, nº 9,2.6).

Solo cuando el Señor vuelva al fin de los tiempos quedará claro quiénes son trigo y quiénes cizaña, siendo Él quien lo juzgará. Mientras, pidamos que nos conceda abandonar el pecado y pasar a una vida nueva sabiendo que Dios es clemente y misericordioso y que el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad e intercede por nosotros con gemidos inefables.

Las parábolas evangélicas son breves narraciones que Jesús utiliza para anunciar los misterios del Reino de los Cielos. Quiere con ello el Señor indicarnos el fundamento de todas las cosas a la vez que invitarnos a reconocer ante todo la primacía de Dios Padre: donde no está él, nada puede ser bueno. Es una prioridad decisiva para todo. Reino de los Cielos significa, precisamente, señorío de Dios, y esto quiere decir que su voluntad se debe asumir como el criterio-guía de nuestra existencia.

Precisamente el contenido en el Evangelio de este domingo es el reino de los cielos. El «cielo» no se debe entender sólo como altura, lo que está encima de nosotros, pues ese espacio infinito posee también la forma de la interioridad del hombre. Jesús compara el reino de los cielos con un campo de trigo para significar que dentro de nosotros se ha sembrado algo pequeño y escondido que, no obstante, tiene una fuerza vital incoercible.

A pesar de todos los pesares, la semilla se desarrollará y el fruto madurará. Pero este fruto sólo será bueno si se cultiva el terreno de la vida según la voluntad divina. Por eso, en la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30), Jesús nos advierte que, después de la siembra del dueño, «mientras todos dormían», intervino «su enemigo», que sembró la cizaña. Nótese la actuación del maligno: al amparo de las sombras, con el poder de las tinieblas, desde el corazón de la noche.



Significa esto que tenemos que estar preparados para custodiar la gracia recibida desde el día del Bautismo, alimentando la fe en el Señor, que impide que el mal arraigue. El comentario de san Agustín en esta parábola rebosa lucidez: «muchos primero son cizaña y luego se convierten en trigo». Y añade: «Si estos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no llegarían al laudable cambio» (Quaest. septend. in Ev. sec. Matth., 12, 4).

El sembrador, dijo el propio Jesús, era él mismo; la buena semilla, los hijos del Reino; la cizaña, los hijos del maligno; el campo, el mundo; y la siega, el fin del mundo. Esta parábola de Jesús fue objeto en la antigüedad de una célebre disputa digna también hoy de consideración. Los sectarios donatistas resolvían el diferendo de manera simplista: por una parte, está la Iglesia (¡su iglesia!) constituida sólo por personas perfectas; de otra, el mundo lleno de hijos del maligno, sin esperanza de salvación. Así no se puede ir a ninguna parte, claro.

San Agustín se opuso en redondo a semejante sectarismo: el campo, explicaba el de Hipona, ciertamente es el mundo, pero también es la Iglesia; lugar en el que viven codo a codo santos y pecadores y en el que hay lugar para crecer y convertirse. "Los malos --decía-- están en el mundo o para convertirse o para que por medio de ellos los buenos ejerzan la paciencia".

En cuanto a los escándalos que de vez en cuando sacuden a la Iglesia, por tanto, nos deben entristecer, sin duda, pero no sorprender ni abatir. La Iglesia se compone de personas humanas, es decir de pecadores, a veces, y no sólo de santos. Además, desdichadamente también dentro de cada uno de nosotros, no sólo en el mundo y en la Iglesia, hay cizaña. Lo cual debería quitarnos la manía de señalar con el dedo a los demás. Quién sabe, por eso, si el tema principal de la parábola no sea tanto el trigo ni la cizaña, cuanto, más bien, la paciencia de Dios.

Lo subraya por de pronto la liturgia con la primera lectura: un himno a la fuerza de Dios, que se manifiesta bajo la forma de paciencia e indulgencia. Dios no tiene simple paciencia sin más, es decir, no espera al día del juicio para después castigar más severamente. Se trata también (lo que Dios tiene) de magnanimidad, misericordia, voluntad de salvar.

Permite, en consecuencia, esta parábola una reflexión de mayor alcance. Uno de los mayores motivos de malestar para los creyentes y de rechazo de Dios para los no creyentes ha sido siempre el «desorden» del mundo. El libro bíblico de Qoelet (Eclesiastés), que tantas veces se hace portavoz de las razones de los que dudan y de los escépticos, escribió: «Hay un destino común para todos, para el justo y para el malvado» (Qo 9,2); «En la sede del derecho, allí está la iniquidad: y en el sitial del justo, allí el impío» (Qo 3, 16).

Es habitual afirmar que la iniquidad triunfa y que la inocencia queda humillada. Pero la respuesta a este escándalo ya la había encontrado el Qoelet: «Dije en mi corazón: Dios juzgará al justo y al impío, pues allí hay un tiempo para cada cosa y para toda obra» (Qo 3, 17). Es lo que Jesús llama en la parábola «el tiempo de la siega».

No se trata, pues, de cruzarse de brazos ante el mal y la injusticia, sino de luchar con todos los medios lícitos a nuestro alcance para promover la justicia y reprimir la injusticia y la violencia. Laudable esfuerzo, sí señor, al que la fe añade una ayuda y un apoyo de valor inestimable: la certeza de que la victoria final no será de la injusticia, ni de la prepotencia, sino de la inocencia.

En muchos milenios de vida sobre la tierra, el hombre se acostumbró a todo; se adaptó a cualquier clima, inmunizado a muchas enfermedades. Algo hay, sin embargo, a lo que nunca se acostumbró, ni cabe esperar que se acostumbre: a la injusticia. Sigue experimentándola como intolerable. Y a esta sed de justicia responderá el juicio. Ya no sólo será querido por Dios, sino también por los hombres y, por paradójico que resulte, también por los impíos.



Debiera ser, en consecuencia, motivo de consuelo para las víctimas y de saludable susto para los violentos lo que Jesús dice al concluir la parábola: «De la misma manera, pues, que se recoge la cizaña y se la quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga» (Mt 13, 40-43).

Al Reino del Hijo (v.41), pues, reino mesiánico, sucede el Reino del Padre, a quien el Hijo entrega los elegidos por él salvados. Un poco más adelante, ya en la parábola del tesoro y de la perla (Mt 13, 44-46), allí donde se dice que «el Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo» (v.44), hemos de concluir que quien encuentra el Reino de los Cielos debe dejarlo todo para entrar en él.

Para el que tiene fe, por tanto, no es cierto que la única de obligado cumplimiento sea la ley de la gravedad y que las otras sean todas discutibles, por oponerse a su conciencia o a la conciencia de los demás. La del Reino de los Cielos es, sin duda, de trascendental alcance precisamente por ser Reino infinito desde cualquier punto de vista y en cualquier supuesto.

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