Día del «Ut unum sint»

Jesús instituye la Eucaristía

El Jueves Santo es conocido como Día del Amor Fraterno, del Sacerdocio, de la Institución de la Eucaristía, de la Oración sacerdotal, de la Caridad, y de un rico y pertinente etcétera de temas entre sí relacionados y hasta complementarios. Si en tan memorable jornada celebramos la institución de la Eucaristía, fuente y corazón de nuestra fe, medicina de nuestra esperanza y alimento de nuestra caridad, otro tanto cabe decir del Amor Fraterno, ya que la celebración de la Eucaristía y el amor a los hermanos son inseparables. Y es que el fraterno, quiérase o no, es un amor que se expresa en el servicio humilde y gratuito, al estilo de Jesús.

El Jueves Santo, por otra parte, es la invitación directa y gozosa de Jesús a sentarnos juntos a su mesa con el santo propósito de compartir el pan y el vino, prenda de nuestra salud eterna. Es asimismo el convite que de Jesús nos viene para que aprendamos la celeste lección llamada a cambiar nuestra vida haciendo de ella un servicio a los hermanos más necesitados.

Completa san Pablo este delicioso retablo de consideraciones recordando a todas las comunidades cristianas lo que él mismo recibió: que aquella memorable noche, la entrega de Cristo llegó a hacerse sacramento permanente en un pan y en un vino que convierten en alimento su Cuerpo y Sangre para todos los que quieran recordarle y esperar su venida al final de los tiempos, quedando instituida la Eucaristía (cf. 1Co 11,23-32).

La Santa Misa es entonces la celebración de la Cena del Señor en la que Jesús, un día como hoy, víspera de su pasión, «mientras cenaba con sus discípulos, tomó pan…» (Mt 26,26). Quiso igualmente que, como en su última Cena, sus discípulos nos reuniéramos y nos acordáramos de Él bendiciendo el pan y el vino: «Haced esto en recuerdo mío» (Lc 22,19). Por ahí empezaron las primeras celebraciones litúrgicas.

Antes de ser inmolado, Cristo se entrega como alimento. Sin embargo, en esa Cena, el Señor Jesús celebra su muerte: lo que hizo, hecho fue como anuncio profético y ofrecimiento anticipado y real de su muerte antes de su Pasión. Por eso «cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1Co 11,26).

Pero el Jueves Santo es también el día del Ut unum sint (Jn 17,21), es decir, de la unidad de la Iglesia y, en consecuencia, del movimiento ecuménico, algo que, sin haber alcanzado todavía la resonancia de los anteriores argumentos, hunde sus raíces en lo más esencial y recóndito de la Iglesia. Así lo comprendió, admirablemente, en clave del Concilio Vaticano II, el papa san Juan Pablo II, que escribió una primorosa encíclica por entero dedicada al compromiso ecuménico, cuyo título es, por cierto, Ut unum sint [=«Que sean uno»] (25.05.1985).

Jueves Santo, día del ”Ut unum sint”

Años atrás, cuando yo enseñaba Patrística y Ecumenismo en un Centro Teológico Universitario, al pedírseme que redactase título y esquema para el curso académico del año siguiente, avancé, en la materia requerida, el escueto título de Ecumenismo. Al cabo de unos días, el responsable del Departamento vino a pedirme que sustituyera ese título de Ecumenismo por el de La unidad de la Iglesia, a lo que, naturalmente, me negué haciéndole ver que el título que había yo adelantado no era mío, sino de la doctrina de la Iglesia, que así lo dispone: porque una cosa es Eclesiología, donde entra la unidad de la Iglesia, ciertamente, y otra Ecumenismo, en el que se afronta la doctrina del Ut unum sint.

Dice san Juan Pablo II acerca de la estructura del movimiento ecuménico: «Jesús mismo antes de su Pasión rogó para « que todos sean uno » (Jn 17,21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape» (UUS, 9).

Estamos, pues, ante una unidad que ni es accesoria ni es tampoco atributo secundario alguno de su obra (de Cristo), sino que pertenece al ser mismo de la comunidad. Más aún: en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape. «La unidad dada por el Espíritu Santo, en efecto, no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras (no consiste en la mera yuxtaposición ni en el simple suma y sigue de personas, vamos). Es una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica» (Ib.).

San Juan Pablo II va todavía más lejos al abordar el tema de la comunión en la unidad de la Iglesia, cuando así continúa: «Los fieles son uno  porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en El, en su comunión con el Padre: « Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo » (1 Jn 1,3). Así pues, para la Iglesia católica, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna. Las palabras de Cristo «que todos sean uno» son pues la oración dirigida al Padre para que su designio se cumpla plenamente, de modo que brille a los ojos de todos «cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas» (Ef 3, 9). Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Cristo» (UUS, 10).

Dicho lo cual, no sobrará recordar problemas actuales que, por más que se los intente disimular, deslucen considerablemente por sí mismos el panorama de la unión entre las Iglesias, diré más: rebajan de modo radical la antedicha comunión ecuménica. Para no cansar en demasía, y no más que por abrir horizontes, ahí tenemos la celebración de la Pascua, en cuya fecha celebrativa no conseguimos ponernos de acuerdo después de veinte holgados siglos. ¡Que se dice pronto! No faltarán quienes aduzcan que lo impiden los calendarios juliano y gregoriano, dadas sus diferencias horaria y diaria, lo que no deja de antojarse un tomar el rábano por las hojas, ya que, aquí más que nunca, querer es poder, de donde por lógica consecuencia sale que si hasta la fecha no se ha podido es porque no se ha querido. Duele tener que decirlo, pero es así.

¿Y qué añadir del espectáculo que actualmente nos están dando las Iglesias ortodoxas con su reciente cisma entre Moscú y Constantinopla a propósito del caso de Ucrania? El Patriarca de Moscú y todas las Rusias no parece tener mejor idea del diálogo que sacudir estopa, lanzar excomuniones a voleo, aunque sea al mismo Patriarca de Constantinopla, y hacer saltar por los aires toda posible relación con el Patriarcado Ecuménico.

La Iglesia católica, por su parte, anda metida en una verdadera cruzada anti-pederastia y sobre este anchuroso campo de la unidad entre Iglesias, por contra, se le escapa la melodía y, a fecha de hoy, no logra aún ni tomarle el pulso. En su jerarquía de alto estado mayor está Francisco echando horas extraordinarias en el campo ecuménico y en el interreligioso (que no son lo mismo, claro), mientras le crecen los enanos, que tampoco cesan de rasgarse las vestiduras cada dos por tres. Por ahí se andan, y de qué manera, algunas mitras (con nombre y apellidos, desde luego) desarboladas y desnortadas que, en esto del Ecumenismo, confunden la velocidad con el tocino, y se empeñan además en descalificar, así, por las buenas, lo que fue, en su día, una de las más recordadas hazañas del Concilio Vaticano II. Algún autor ha llegado a escribir que, para nombrar a Pastores así más valiera nombrar a un borrego.

El papa Francisco puso hace un tiempo en circulación lo de oler a oveja. No me parece mal, aunque tampoco acabe de encontrar la expresión muy feliz que digamos. Quizá fuera preferible, en todo caso, apostar por oler a Concilio Vaticano II, y que alguno de los aludidos mitrados nos explique lo del subsistit in, o lo que la Conferencia Episcopal Alemana y la Congregación para la Doctrina de la Fe se traen entre manos a propósito de la intercomunión. Que una cosa es predicar con el blablablá, y otra dar trigo candeal.

Tiene san Agustín de Hipona en su magna obra La ciudad de Dios un fragmento delicioso que viene bien a cuento de esta solemnidad del Jueves Santo. Habla el Santo Doctor de la Gracia en él acerca de la concordia, de levantar nuestro corazón a Dios y hacerse su altar, de ofrecemos a Él como suavísimo incienso cuando en su presencia estamos abrasados en religioso y santo amor, porque:

«Somos, en efecto -explica-, todos a la vez y cada uno en particular, templos suyos, ya que se digna morar en la concordia de todos y en cada uno en particular; sin ser mayor en todos que en cada uno, puesto que ni se distiende por la masa ni disminuye por la participación. Cuando nuestro corazón se levanta a Él, se hace su altar: le aplacamos con el sacerdocio de su primogénito; le ofrecemos víctimas cruentas cuando por su verdad luchamos hasta la sangre; le ofrecemos suavísimo incienso cuando en su presencia estamos abrasados en religioso y santo amor; le ofrendamos y devolvemos sus dones en nosotros y a nosotros mismos en ellos; en las fiestas solemnes y determinados días le dedicamos y consagramos la memoria de sus beneficios a fin de que con el paso del tiempo no se nos vaya introduciendo solapadamente el olvido; con el fuego ardiente de caridad le sacrificamos la hostia de humildad y alabanza en el ara de nuestro corazón» (La ciudad de Dios 10,3,2).

San Juan Pablo II, autor de la encíclica “Ut unum sint”

Todo esto, y mucho más, encierra el Jueves Santo, día del «Ut unum sint».El autor de la Carta a los Hebreos da una pista oportuna, a fuer de saludable y por ende recomendable, cuando exhorta a que ofrezcamos sin cesar a Dios, por medio de él, o sea Jesucristo, «un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su nombre» (Hb 13,15). Jueves Santo, en resumen, Día del Amor Fraterno, sí, pero también, y a justo título, Día del «Ut unum sint».

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