«Dichoso el que camina en la ley del Señor»

«Dichoso el que camina en la ley del Señor»

El título es del salmo responsorial 118 y centra en gran medida la liturgia de este V domingo del tiempo ordinario Ciclo A, donde se nos convoca a vivir acordes, o sea en sintonía con los mandamientos de la ley de Dios, propuestos para que los cumplamos haciendo buen uso de nuestra libertad. Y aquí quiero yo hacer hincapié para abrir marcha: en el buen uso de nuestra libertad.

El hombre tiene ante sí la muerte o la vida, el mal o el bien, lo justo o lo injusto. Debe decidirse por lo uno o por lo otro. Decía el gran filósofo español don José Ortega y Gasset que el corazón es una máquina de preferir o desdeñar. Lo cual, en sí mismo, es laudable porque apunta a la libertad, es decir, a la condición del hombre para enfrentarse a la vida. Si elige el bien, tenemos al hombre prudente. Si el mal, al hombre insensato.

El hombre es libre de tomar en la vida sus decisiones. Y esto es un modo de admitir que Dios ha creado al hombre libre, y no esclavo, no precisamente para hacer de todo un continente un Kunta Kinte de la etnia mandinga (Raíces TV). Tan grande es el don de la libertad que su pérdida es lo que peor soporta el hombre. Y dentro de la pérdida de libertad hay sus más y sus menos.

Los reclusos de una cárcel probablemente envidien a los condenados a trabajos forzados. No es lo mismo recibir el resplandor de la aurora detrás de los barrotes de una cárcel que de camino a trabajos forzados, donde las pupilas al menos pueden recrearse y los pies andariegos echarle un pulso a la mañana. La libertad no es comparable a ningún tesoro, pues ella misma es el mejor tesoro que se puede tener. Es una alhaja que con ningún dinero se paga. Más quiero libertad con pobreza que prisión con riqueza.

Y bien, el Evangelio nos ilustra hoy a fondo sobre el tema (Mt 5,17-37). Pero antes, para que sea ello factible y el éxito la corona del esfuerzo, cumple recalar en san Pablo y hacer un alto en su primera epístola a los Corintios, concretamente en el fragmento que la sagrada liturgia coloca hoy como segunda lectura dominical (1 Co 2,6-10).

En ese trozo escogido por la sagrada liturgia, san Pablo distingue entre sabiduría del mundo y sabiduría cristiana. El Apóstol, claro es, prefiere apoyarse en la misteriosa sabiduría de Dios. De modo que no ha de extrañar, pues, que enseñe y destaque, precisamente, una sabiduría divina, misteriosa, encendida, predestinada. De la cual concluye afirmando que enseñar, esto es, hacer propia y bien asumida dicha sabiduría, es vivir en Dios y según Dios. O dicho de modo equivalente para mejor entendernos: vivir así, o sea según la sabiduría de Dios, es ser grande en el Reino de los Cielos.

La verdadera sabiduría

Cristo es la Sabiduría de Dios, el Señor de la gloria. Precisamente a propósito de esta honda reflexión paulina, tiene san Agustín un comentario precioso en su predicación que viene bien aquí: «La Sagrada Escritura -empieza diciendo- profetizó que Cristo Dios ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

Cuando vino la primera vez para ser juzgado, se presentó ocultamente; cuando venga a juzgar, aparecerá de manera manifiesta. Que la primera vez se presentó ocultamente se deduce de aquello que dice el Apóstol: Si le hubieran conocido, jamás habrían crucificado al Señor de la gloria (1 Co 2,8).

Al ser preguntado, calló. Y de este modo se expresa el Evangelio para que se cumpliese la profecía de Isaías: Fue llevado a la inmolación como una oveja; y como un cordero ante el esquilador, sin balar; y no abrió su boca. (Is 53,7). Pero vendrá de manera manifiesta y no callará. No habló, porque al ser condenado, calló.

Pero en lo referente a hablarnos cuando es necesario, ¿cuándo calló? No calló mediante los patriarcas, no calló mediante los profetas, no calló mediante su boca carnal. Y si callase ahora, ¿no hablaría mediante la Escritura? Sube el lector a la tribuna, pero Cristo no calla. El orador expone y, si expone bien, es Cristo el que habla. Si callara Cristo, no diría yo estas cosas» (Sermón  17,1).

Vengamos al Evangelio de hoy, el de san Mateo. Se trata de un fragmento donde el citado evangelista reúne una serie de enseñanzas de Jesús: Quien las cumple va por el buen camino, es el hombre prudente y sensato, que todos desearíamos ser. Quien no, ese va por el mal camino, es el hombre imprudente e insensato, al que todos quisiéramos rehuir. Fragmento, por otra parte, con la repetida figura retórica del habéis oído – pero yo os digo, con la que Cristo deja entrever su divina autoridad.

 En la liturgia de hoy prosigue la lectura del llamado «Sermón de la montaña» de Jesús, que comprende los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio de Mateo. Después de las «bienaventuranzas», que son su programa de vida, Jesús proclama la nueva Ley, su Torá, como los judíos la llaman. El Mesías, en efecto, con su venida, debía traer también la revelación definitiva de la Ley.

De ahí precisamente lo que Jesús declara: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud». Y, dirigiéndose a sus discípulos, añade: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 17.20). Ahora bien, ¿en qué consiste esta «plenitud» de la Ley de Cristo, y esta «mayor» justicia que él exige?

Jesús lo explica mediante una serie de antítesis entre los mandamientos antiguos y su modo nuevo de proponer dichos mandamientos. Cada vez comienza diciendo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos...», y luego afirma: «Pero yo os digo...». Por ejemplo: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”; y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: “todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado”» (Mt 5, 21-22). Y así seis veces. Este modo de hablar suscitaba gran impresión en la gente, que se asustaba, porque ese «yo os digo» equivalía a reivindicar para sí la misma autoridad de Dios, fuente de la Ley.

La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en que él mismo «llena» los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por eso todo precepto se convierte en verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un único mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo. «La plenitud de la Ley es el amor», escribe san Pablo (Rm 13, 10).

San Agustín y la verdadera sabiduría

Nos preguntamos a veces acerca del porqué del mal en el mundo, porqué se dan tantos casos de violencia de género, de mujeres asesinadas a manos de su marido o de su pareja, y nos quedamos colgados del porqué sin una respuesta, siendo así que casos tales imponen que nos preguntemos si una sociedad más solidaria y fraterna, más coherente en el amor, es decir, más cristiana, no habría podido evitar esos trágicos hechos, tan dolorosos. Veces habrá, de todos modos, en que la pregunta suprema sea sobre el origen del mal sin que se pueda aportar más respuesta que el misterio.

Tal vez no sea casual que la primera gran predicación de Jesús se llame «Sermón de la montaña». Moisés subió al monte Sinaí para recibir la Ley de Dios y llevarla al pueblo elegido. Jesús es el Hijo de Dios que descendió del cielo para llevarnos al cielo, a la altura de Dios, por el camino del amor.

El Evangelio de hoy, pues, nos invita a que asumamos las leyes con la mirada de Jesús. ¿De qué se trata ese asumir las leyes con la mirada de Jesús? No de otra cosa que, en cada momento, nuestra vida esté inspirada por el amor y la paz que el Señor nos da. Es una llamada a compartir con los hermanos la oportunidad de alcanzar la salvación respondiendo sincera y radicalmente a las exigencias del Evangelio, y no cumplirlas por temor o miedo, sino por fidelidad, convencimiento y amor de Dios.

La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en que él mismo «llena» los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino, porque lo sondea todo, «hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2,10) . Por eso todo precepto se convierte en verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un único mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo. «La plenitud de la Ley es el amor», escribe san Pablo (Rm 13,10).

    Nuevamente nos ayuda san Agustín comentando el dicho paulino de que la ciencia infla y la caridad edifica:  «¿Qué significa que la ciencia infla? ¿Se condena la ciencia? Si infla, nos sería mejor permanecer en la ignorancia. Mas como añadió: La caridad, en cambio, edifica (1 Co 8,1), del mismo modo que antes había añadido: El Espíritu, en cambio, vivifica, y debe entenderse que la letra sin el Espíritu mata y con él vivifica, así también la ciencia sin caridad, infla, mientras que la caridad con ciencia edifica.

Así, pues, se envió al Espíritu Santo para que pudiera cumplirse la ley y se hiciese realidad lo que había dicho el mismo Señor: No vine a derogar la ley, sino a cumplirla (Mt 5,17). Esto lo concede a los creyentes, a los fieles y a aquellos a quienes otorga el Espíritu Santo. En la medida en que uno se hace capaz de él, en esa misma medida adquiere facilidad para cumplir la ley […] también vosotros podréis considerar y ver fácilmente: que la caridad cumple la ley» (Serm.  270,3).

Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas…

San Mateo recoge hoy en su Evangelio esta frase de Jesús: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5,20). Y san Agustín de nuevo con su habitual agudeza: «Te mides por comparación con otro peor, no con lo que manda otro mejor. No porque el otro no haga nada ya has hecho tú algo grande [...] No mires atrás al que no hace, sino a lo que Dios te manda hacer por ti» (Serm. 9,19).

En el Evangelio, en fin, Cristo nos presenta estos mandamientos para vivirlos, no al estilo de los tiempos mosaicos, sino en una línea de profundidad interior, de generosidad y de nueva sabiduría, en la que nos ayuda a penetrar el Espíritu Santo: o sea, según las exigencias mesiánicas.

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