Dios es más grande que nuestro pecado



Nadie podrá decir que el bueno del papa Francisco no le ha tomado afición al Año de la Misericordia. A él acude lleno de confianza. En su eclosión de gracia pura descansa enardecido su valor. De su razón de ser da cuenta generoso. Lo hace sin tregua, por activa y por pasiva. Incluso en perifrástica y pluscuamperfecto de subjuntivo a fuerza de abrir puertas y más puertas.

El pasado 30 de marzo de 2016 no más, con una plaza de San Pedro abarrotada y llena de flores pascuales clausuraba, en la tradicional audiencia de los miércoles, las catequesis sobre la misericordia en el Antiguo Testamento. El momento se prestaba para recordar el Miserere, oración penitencial en que el pedir perdón está precedido por la confesión de la culpa y donde el orante, dejándose purificar por el amor del Señor, se vuelve nueva criatura, capaz de obediencia, de firmeza de espíritu y de alabanza sincera.

Francisco fue citando a su porteño modo los nombres que en dicho salmo concurren: David, Natán, Betsabé, la esposa de Urías el hitita. Un rey David adúltero que ante el profeta Natán se arrepiente y confiesa el propio pecado. Un rey David, por otra parte, humilde y grande, capaz de mostrar la propia miseria al Señor. Un rey David, en fin, invocando al Dios misericordioso para que, movido de paternal amor, tenga piedad. Hasta las imágenes resultan de una plasticidad evidente: borra, lávame, vuélveme puro.

Pasó luego Francisco al ámbito de la moral: «Se manifiesta en esta oración –dijo- la verdadera necesidad del hombre: la de ser perdonados, liberados del mal y de sus consecuencias de muerte». Y ahí no paró la cosa, porque el catequista que lleva dentro, como queriendo salir de la sotana blanca para saludar a la muchedumbre, se arrancó del bergogliano modo al que nos tiene acostumbrados, ya cuando introduce en el discurso un avemaría, ya cuando agita con énfasis de propagandista de nota un pequeño estuche denominado misericordina (con la corona del rosario dentro para el Año de la Misericordia).

Hay sobremanera en él un modus docendi proverbial. Me refiero a cuando invita respetuoso al público para que secunde su jaculatoria en favor de los refugiados en Turquía o Grecia, o por las víctimas de un terremoto. Cualquier siniestro puede servirle para incrustar un corchete suplicatorio en el discurso. El pasado 30 de marzo tocó el turno al rótulo de este artículo. Francisco lo repitió y volvió a repetir con intencionalidad retórica. Primero, en forma de premisa: «Tenemos que confiar en la misericordia. ¡Dios es más grande que nuestro pecado, no nos olvidemos esto, Dios es más grande que nuestro pecado!». Había dado así con la clave.

Aparcada la inicial obertura, reanudó presuroso el tema con abierta confianza, también energía, metiendo su escuadrón de recursos retóricos hasta conseguir que los fieles hicieran coro: «Dios es más grande que todos los pecados que nosotros podamos hacer. Dios es más grande que nuestro pecado. Lo decimos juntos, todos juntos: Dios es más grande que nuestro pecado…Una vez más: Dios es más grande que nuestro pecado…Una vez más: Dios es más grande que nuestro pecado». Parecía Von Karajan batuta en mano.

Logrado el objetivo, el ritmo empezó a remitir como esa cresta de la ola cuya espuma termina diluida sobre la rubia arena de la playa: «Su amor es un océano en el cual nos podemos sumergir sin temor de ser vencidos: el perdón para Dios significa darnos la seguridad de que él no nos abandona nunca. Por cualquier cosa que podamos reprocharnos, él es aún y siempre más grande que todo, porque Dios es más grande que nuestro pecado».

Quedaban todavía cartas de catequesis por jugar: «El salmista se confía a la voluntad de Dios, sabe que el perdón divino es enormemente eficaz, porque crea lo que dice. No esconde el pecado, sino que lo destruye y lo borra, lo borra desde la raíz, no como sucede en la tintorería cuando llevamos un traje y borran la mancha, no. Dios borra justamente nuestro pecado desde la raíz, todo. Por lo tanto el penitente se vuelve puro, y cada mancha es eliminada y él ahora está más blanco que la nieve incontaminada».

Había que recordar nuestra condición pecadora y la posibilidad de convertirnos en pecadores perdonados y perdonadores: «con el perdón una nueva realidad comienza para nosotros, un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros pecadores perdonados, que hemos recibido la gracia divina, podemos incluso enseñar a los otros a no pecar más. Dios ha creado al hombre y a la mujer para que estén de pie». De ahí la bella rúbrica final: «El perdón de Dios es aquello que necesitamos todos, y es el signo más grande de su misericordia. Un don que cada pecador perdonado está llamado a compartir con cada hermano o hermana que encuentra. Todos los que el Señor ha puesto a nuestro lado, familiares, amigos, colegas, parroquianos… todos, como nosotros, tienen necesidad de la misericordia de Dios. Es bello ser perdonados pero es necesario para ser perdonados que antes perdones. ¡Perdona!».

Habrá quien diga que un estilo así no va. Para gustos están hechos los colores del arco iris. El de Francisco, no obstante y dígase lo que se diga, es incisivo, claro, directo, pastoral. Podría él haber ajustado el discurso a la escueta síntesis de la infinita misericordia de Dios; o haber echado mano del sacramento de la reconciliación; o de tantos y tantos vocablos que, desde su austeridad léxica, lo dicen todo. Ya se ve que no hizo falta para arrancar vibraciones de la muchedumbre. A buen seguro que en la retina de los fieles estaba grabada la imagen de un papa Francisco confesándose en la basílica de San Pedro: recibiendo e impartiendo perdón.

Hay, sí, modos y modos de hablar y de hacer. Al gran muftí que en Tierra Santa exclamó ante su acompañante y escritor cristiano el consabido «Alá es grande», este, sin dejarla caer, repuso raudo: «Dios es inmenso». Algo que jamás se podrá decir de los pecados. De ahí que para misericordia, misericordia, la de Dios.
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