Con los Discípulos de Emaús en Palma de Mallorca

Casa de Espiritualidad Son Fe -Carretera Palma-Alcudia (Mallorca)

La Semana de Pascua me deparó este año 2019 la grata oportunidad de dirigir en Palma de Mallorca, concretamente en la Casa de Espiritualidad Son Fe, Carretera Palma-Alcudia, km.46, los Ejercicios espirituales a las Agustinas Hermanas del Amparo bajo el lema Eclesialidad y Pobreza según san Agustín desde la Alegría del Evangelio. Programado para tres años, era éste el tercero, y su enfoque había de hacerse -así me lo pidieron las encargadas de adelantar su contexto- desde el icono evangélico de Lucas 24,13-35. Es decir, centrado mayormente en el episodio de los Discípulos de Emaús, que, por cierto, no nos dejaron ni a sol ni a sombra. Dado el carácter agustiniano de las ejercitantes (también yo los hacía, además de dirigirlos), las últimas meditaciones versaron acerca de san Agustín de Hipona y su interpretación de la Pascua entendida como Pascha Passio / Pascha Transitus. Fueron días, en fin, de mucho fundamento que permitieron meditar con la expresión Iglesia en salida, del papa Francisco.

Quiero ahora yo hacer pura y simplemente partícipes a mis lectores de Religión Digital del Quédate con nosotros. La frase completa Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída (Lc 24,28) no es una orden. Se trata, más bien, de un ruego, o súplica de los discípulos de Emaús a Jesús, sin saber que es Jesús. Llevados sólo del irresistible atractivo que ambos sienten al unísono por aquel misterioso personaje que ha venido de camino con ellos desde leguas atrás, abriendo a cada momento sus mentes y corazones al misterio de las Sagradas Escrituras. Visto su ademán de seguir adelante, interviene la lengua movida por el corazón, quizás también el gesto, quién sabe si agarrándolo por la orla del manto para enfatizar la súplica: (Anda…¡quédate con nosotros, porque atardece y el día ya declina!).

Todo sucedió el día de Pascua, cuando estos afortunados discípulos iban camino de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). He dicho afortunados ateniéndome al desenlace del episodio. En realidad, la frase suena justamente en la encrucijada de la primera y la segunda parte del episodio. Decir que iban de camino es mucho decir. Preferible sería matizar que habían salido de Jerusalén a primera hora de la mañana de Pascua.

Hablan, sí, de Jesús, como no podía ser menos después de las dramáticas horas sufridas por un ajusticiado en el Gólgota, bajado luego de la Cruz y sepultado en el huerto cercano, en un sepulcro tallado en piedra, sin estrenar aún. Había sido, en realidad, una sepultura provisional, ya que la fiesta de la Parasceve se echaba encima y no había dado tiempo a terminar de aromatizar el cadáver. La entera ciudad de Jerusalén había tenido conocimiento de aquel trágico final.

Hablan, pues, sí, de Jesús, insisto, pero su «rostro triste» (cf. v.17), presa de estupor, denota una esperanza defraudada, su incertidumbre y su melancolía. Habían abandonado Jerusalén desesperanzados y entristecidos, que no desesperados ni abatidos. «Los encontró –puntualiza san Agustín- desesperanzados de la redención que había tenido lugar por Cristo; juzgando que había padecido y muerto como hombre  y que no vivía como Hijo de Dios eternamente…» (Tratados sobre la primera Carta de Juan, 2,1) Y todo, ¿por qué?

Pues porque habían dejado su aldea para seguir a Jesús con sus amigos, y habían descubierto una nueva realidad, en la que el perdón y el amor ya no eran sólo palabras, sino que tocaban concretamente el vivo de la existencia. Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo, había transformado su vida. Pero ahora estaba muerto y parecía que, de pronto, todo había terminado.

Les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras

La duda había hecho estragos. «El Señor los halló hablando entre sí –sigue matizando el Obispo de Hipona-, envueltos en la tristeza…; y dominando sus ojos para que no le reconocieran, no con el fin de retirarse de los creyentes, sino de diferir el darse a conocer a los que dudaban, se unió a ellos como un tercero en conversación y les preguntó de qué hablaban.

Se extrañaron ellos de que fuera el único en ignorar lo que había tenido lugar en el mismo que preguntaba. –“¿Sólo tú, le dijeron, eres extranjero en Jerusalén?”. Y le narran lo ocurrido con Jesús. E inmediatamente abren las puertas de su desesperación (= desesperanza) y, sin saberlo, muestran su herida al médico: -“Nosotros esperábamos, le dicen, que en Él iba a tener lugar la redención de Israel”. He aquí la duda al aplicarse el madero a la roca: se hizo realidad lo que era figura en Moisés» (Sermón 352,4).

Permítasenos un matiz importante: Agustín interpreta aquí la duda de los discípulos de Emaús mediante la yuxtaposición de Ex 15,23-25 y 1Co 10,4. La roca simboliza a Cristo, mientras que el leño prefigura la cruz, y por tanto la unión de ambos significa la crucifixión. La duda de Moisés, como lee Agustín en Ex 15,24-25, precede al milagro de cambiar el agua amarga en dulce. De igual manera la pena y las dudas de los discípulos (de Emaús) ante la crucifixión inauguran la alegría de la resurrección.

Sin embargo, de improviso, ya no son dos, sino tres las personas que caminan. Jesús se une a los dos discípulos y camina con ellos, pero son incapaces de reconocerlo. Tenemos, en consecuencia, una clara muestra del cuerpo glorioso: el que acaba de unirse a ellos, no se sabe de dónde ha salido, ni cómo lo ha hecho. Los discípulos aciertan a verlo cuando apenas acaba de salir de entre los olivos plantados a la vera del camino. Ciertamente, han escuchado voces sobre la resurrección. Tercian, de hecho, con este prudente comentario: «Algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo» (vv.22-23).

Pero dicho lo cual, no había sido suficiente para convencerlos, pues «a él no lo vieron» (v.24). Jesús entonces, con infinita paciencia, emprende su catequesis itinerante: «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (v.27) ofreciendo su clave de lectura fundamental, o sea él mismo y su Misterio pascual: de él dan testimonio las Escrituras (cf. Jn 5,39-47). El sentido de todo, de la Ley, de los Profetas y de los Salmos, repentinamente se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús había abierto su mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24,45).

Mientras tanto, llegados a la aldea, probablemente a la casa de uno de los dos, según el decir de algunos expertos, el forastero viandante «simula que va a seguir caminando» (v.28). Y es entonces cuando termina por quedarse ante la insistencia de sus acompañantes: «Quédate con nosotros» (v.29). También nosotros debemos decir al Señor, siempre de nuevo, con insistencia, perseverantes en el intento: «Quédate con nosotros». «Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (v.30).

La alusión a los gestos realizados por Jesús en la última Cena es evidente. «A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (v.31). La presencia de Jesús, primero con las palabras y luego con el gesto de partir el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y pueden sentir de modo nuevo lo que habían experimentado al caminar con él: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (v.32).

Este episodio, pues, nos indica bien a las claras dos «lugares» privilegiados en los que podemos encontrar al Resucitado que transforma nuestra vida: la escucha de la Palabra, en comunión con Cristo, y el partir el Pan; dos «lugares» profundamente unidos entre sí porque «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico» (Exh. ap. post. Verbum Domini, 54-55).

Después de este encuentro, los dos discípulos «se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”» (vv. 33-34). En Jerusalén escuchan la noticia de la resurrección de Jesús y, a su vez, cuentan su propia experiencia, inflamada de amor al Resucitado, que abrió su corazón a una alegría incontenible.

Como dice san Pedro, «mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados para una esperanza viva» (cf. 1P 1,3). Por lo menos, y por de pronto, en ellos renace el entusiasmo de la fe, el amor a la comunidad, la necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y con él toda la vida resurge; testimoniar este acontecimiento se convierte para ellos en una necesidad ineludible.

Ojalá que este tiempo pascual sea para nosotros ocasión propicia para redescubrir con alegría y entusiasmo las fuentes de la fe, la presencia del Resucitado entre los hombres. Se trata de realizar el mismo itinerario que Jesús hizo seguir a los discípulos de Emaús, a través del redescubrimiento de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, es decir, caminar con el Señor y dejarse abrir los ojos al verdadero sentido de la Escritura y a su presencia al partir el pan. El culmen de este camino, entonces como hoy, es la Comunión eucarística: en la Comunión Jesús nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, para estar presente en nuestra vida, para renovarnos, animados por el poder del Espíritu Santo.

Bueno será tener presente lo que reviste este episodio y aplicarlo a nuestro corazón. No demos al olvido que «todas las cosas que se leen en la Sagrada Escritura para nuestra instrucción y salud, conviene oírlas atentamente […] (Jesús) Les explicó las Escrituras y les mostró que convenía que Cristo padeciese y se cumpliesen todas las cosas que de Él estaban escritas en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Abarcó todo el Antiguo Testamento, pues todo él pregona a Cristo; pero se necesitan oídos que le perciban. Y les abrió el sentido para que entendiesen las Escrituras. Por lo cual, nosotros también debemos pedirle esto: que Él abra nuestro sentido» (In Io.ep.tr., 2,1).

Con Jesús hacia Emaús

Y es que «nada de lo que viene de Dios carece de sentido, sino que hay un orden para todo y una necesidad para cada cosa» (San Cirilo de Alejandría, Comentario al Ev. de Lucas, 24,27). Lo que de veras importa, para nuestra sociedad actual, es que también a nosotros nos abra las Escrituras para que advirtamos que, si no hubiese muerto, no hubiera podido ser el Cristo (cf. San Agustín, Sermón 236,2).

Porque lo vieron muerto, perdieron la esperanza en Él. Pero luego, durante la conversación por el camino de Emaús, lo escuchaban, se llenaban de gozo, ardían (por dentro); pero no reconocían la luz que estaba presente, y que iba junto a ellos de camino. Tendrá que venir el milagro de partir el pan, porque Él levanta y no abandona. Quien se convirtió en compañero de camino junto a los de Emaús, se hizo para ellos camino. Igual pasará con nosotros: quien se convirtió para nosotros en compañero de camino hacia el Emaús de tantas y tantas cosas nuestras, se convirtió también en camino para nosotros. Sea, entonces, su plegaria también nuestra plegaria: Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída (Lc 24,28).

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