Domingo de la Presentación del Señor

Fiesta de la vida consagrada

Presentación del Señor

La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después de su nacimiento, destaca con especial relieve un episodio particular en la vida de la Sagrada Familia:  según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2,22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Solemne y a la vez sencillo misterio, éste, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad.

La sugestiva procesión con cirios, allí donde tan luminosa ceremonia se celebra -porque a veces se omite-, nos hace revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es «el rey de la gloria», «el Señor, fuerte en la guerra» (Sal 23,7.8). Ese Dios fuerte que entra en el templo es el niño Jesús, en brazos de su madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley, a saber:  la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio.

Comenta la sagrada liturgia, en la primera lectura, el oráculo del profeta Malaquías:  «De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis» (Ml 3,1). Palabras, nótese bien, que nos comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío por siglos y siglos. Al fin, entra en su casa «el mensajero de la alianza» y se somete a la Ley:  va a Jerusalén para entrar, obediente, en la casa de Dios.

Un gesto, por cierto, cuyo significado se agranda en el pasaje de la carta a los Hebreos hoy proclamado como segunda lectura. Cristo viene como nuevo «Sumo Sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo» (Hb 2, 17). Niño todavía, comienza ya, no obstante, a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta el final: «Aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5,7-9).

Afirma igualmente Hebreos que Cristo, cuando entró en el mundo, dijo: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”» (10,5-7).

La primera persona que a Cristo se asocia en el arduo camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, no es otra que María, su madre. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo:  ofrenda incondicional que la implica personalmente:  María es Madre de Aquel que es «gloria de su pueblo Israel», «luz para alumbrar a las naciones» y «signo de contradicción» (cf. Lc 2,32.34).

Puedes dejar a tu siervo irse en paz

La espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo.

Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

«Mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,30), exclama el anciano Simeón con palabras que encuentran eco en la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús «el consuelo de Israel» (Lc 2,25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia.

Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón:  por eso puede contemplar a Quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, Lumen gentium. Reconoce Simeón en aquel Niño al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad: de ahí que deba sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán. Es tan grande el entusiasmo, que vivir y morir son lo mismo, y la «luz» y la «gloria» se transforman en una revelación universal.

Ana es «profetisa», mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de  Dios en ellos encerrado. Por eso puede «alabar a Dios» y hablar «del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2,38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su  fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de cuantos anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.

Celebra también la Iglesia en esta fiesta de la Candelaria la Jornada de la vida consagrada. Oportuna circuntancia, si bien reparamos en ello, para alabar al Señor y darle gracias  por el don inestimable que la vida consagrada constituye en sus diferentes formas. Al mismo tiempo, es un estímulo a promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima por quienes están totalmente consagrados a Dios.

En efecto, como la vida de Jesús, con su obediencia y su entrega al Padre, es parábola viva del «Dios con nosotros», también la entrega concreta de las personas consagradas a Dios y a los hermanos se convierte en signo elocuente de la presencia del reino de Dios para el mundo de hoy.

El total abandono de los consagrados y consagradas en las manos de Cristo y de la Iglesia es anuncio fuerte y claro de la presencia de Dios con un lenguaje comprensible para nuestros contemporáneos. He aquí el primer servicio que la vida consagrada presta a la Iglesia y al mundo. Dentro del pueblo de Dios, vienen a ser como centinelas que descubren y anuncian la vida nueva ya presente en nuestra historia.

Es, por otra parte, uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el tiempo histórico, porque hoy precisamente se cumplen cuarenta días desde la solemnidad del Nacimiento del Señor. El tema de Cristo-Luz, que caracterizó las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, se retoma y prolonga en la fiesta de hoy.

El gesto ritual que los padres de Jesús realizan, con ese humilde ocultamiento típico de la encarnación del Hijo de Dios, encuentra singular acogida por parte del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Por inspiración divina, ambos reconocen en aquel Niño al Mesías anunciado por los profetas.

En el encuentro entre el anciano Simeón y María, joven madre, el Antiguo y el Nuevo Testamento se dan de modo admirable la mano en acción de gracias por el don de la Luz, que ha brillado en las tinieblas: Cristo Señor, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel (cf. Lc 2,32).

Feliz Candelaria

En la antífona del Magníficat de las primeras Vísperas se dice: «El anciano llevaba al niño, el niño guiaba al anciano. La Virgen lo dio a luz, y permaneció virgen después del parto; adoró al mismo que engendró».

Tiene también, al respecto, san Agustín una reflexión no menos bella y profunda:  «[El anciano Simeón] -dice- era mayor ya para oírle, pero estaba maduro para verlo. No esperó a oír hablar a Cristo, porque le reconoció cuando aún no hablaba. Y esto le fue concedido ya en su extrema vejez, como a hombre que deseaba y suspiraba […] María, su madre, llevaba al niño aún sin habla; él, anciano, lo vio y lo reconoció. ¿Dónde lo había visto para reconocerlo? ¿O es que se lo reveló dentro quien había nacido fuera? […].

Simeón reconoció al niño que no hablaba, mientras los judíos dieron muerte a un hombre maduro que obraba maravillas. Habiéndolo reconocido, lo tomó en sus manos y lo abrazó. Llevaba a aquel por quien era llevado, pues era Cristo, la Sabiduría de Dios, que se extiende poderosa de un extremo al otro y dispone todas las cosas con suavidad.

¡Cuán grande era el que estaba allí! Hecho pequeño, buscaba a los pequeños. ¿Qué significa este buscar a los pequeños? Convocaba no a los soberbios u orgullosos, sino a los humildes y mansos […] Porque mis ojos han visto tu salvación (Lc 2,30). La salvación de Dios es Jesucristo, el Señor» (Sermón 370, 2).

El episodio evangélico de la Candelaria que comento constituye, siendo así, un significativo icono de la entrega de su propia vida que realizan cuantos han sido llamados a representar en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente, el Consagrado del Padre. En la fiesta de hoy, por lo tanto, celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, consagración de todos los que siguen a Jesús por amor al reino de Dios.

Según la feliz intuición de san Juan Pablo II, que celebró por primera vez en 1997 esta Fiesta de la vida consagrada, la Jornada en sí pretende responder, ante todo, a la exigencia de alabar y dar gracias al Señor por el don de este estado de vida, que pertenece a la santidad de la Iglesia. Por cada persona consagrada se eleva hoy la oración de toda la comunidad, que da gracias a Dios Padre, fuente de todo bien, por el don de esta vocación, y con fe lo invoca de nuevo.

Los consejos evangélicos, aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan la fe, la esperanza y la caridad, que unen a Dios; llevan asimismo a una renovada adhesión a él y tienen un positivo influjo en el seno del pueblo de Dios, mediante la aportación de sus respectivos carismas, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy.

Día de la vida consagrada 2020

Buena ocasión, la de este día, para hacer de la Fiesta una saludable meditación a la luz tanto del decreto conciliar Perfectae caritatis como de la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata.

Que la Virgen María obtenga del Señor Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso» (Juan Pablo II: VC, 112). Hoy, en fin, entra en su templo santo el Señor, soberano de todo; venid, adorémosle.

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