Domingo de las tentaciones



Al entrar el pasado Miércoles en Cuaresma con el austero rito de imposición de la Ceniza, pedíamos a Dios el don de avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud. ¿Qué significa, pues, entrar en Cuaresma, empezar la Cuaresma, hacerse al camino de Cuaresma? Quiere sencillamente decir emprender un tiempo de particular empeño en el combate espiritual que nos opone al mal presente en el mundo, en cada uno de nosotros y en nuestro derredor. Denota, por otra parte, mirar el mal cara a cara, lo que no es fácil aunque sí necesario, y disponerse a luchar contra sus efectos, sobre todo sus causas, hasta la última, que es Satanás. Y significa, en fin, no descargar el problema del mal en los demás, en la sociedad o en Dios, sino reconocer las propias responsabilidades y afrontarlo conscientemente.

Para nosotros, cristianos del siglo XXI, resuena con urgencia ineludible la invitación de Jesús a que cada uno tome su «cruz» y lo siga con humildad y confianza (cf. Mt 16, 24). Por pesada que sea, la «cruz» no es sinónimo de desventura, de desgracia que hay que evitar lo más posible, sino de oportunidad para seguir a Jesús y así adquirir fuerza en la lucha contra el pecado y el mal.

Adentrarse, por tanto, en Cuaresma supone renovar la decisión personal y comunitaria de afrontar el mal junto con Cristo. El camino de la cruz es, en efecto, el único que conduce a la victoria del amor sobre el odio, del compartir con los demás sobre el egoísmo, de la paz sobre la violencia. Así contemplada la Cuaresma, salta fácilmente a los ojos que es en verdad una ocasión de fuerte empeño ascético y espiritual, fundado en la gracia de Cristo.

El tiempo corre inexorable y hete aquí que abrimos boca hoy, pese al ayuno, con el Domingo primero del Ciclo cuaresmal apenas iniciado, conocido precisamente como Domingo de las tentaciones. Tenemos a la puerta ya, pues, el primero de esos misterios de Cristo cuya inteligencia y plenitud de vivencia pedíamos insistentemente a Dios el pasado Miércoles de Ceniza.

La pregunta surge inevitable: ¿Cómo avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y cómo vivirlo en plenitud? La sagrada Liturgia responde a este oportuno interrogante con el misterioso y mistérico episodio de las tentaciones. Cristo, claro es, podría haber evitado al diablo poniendo lejos del campamento de su existencia las insidias de tan asqueroso personaje; pero, de no haber sido él tentado, tampoco nos hubiera aleccionado para la victoria cuando nosotros fuéramos tentados.



De ahí la teología de este Domingo: Si la vida es tentación, así suele decirse, en correlato con ello habrá que añadir que, por lógica consecuencia, la vida es también, puede serlo al menos, --¡y ojalá lo sea!--, una cristificación. Por eso, si el de hoy admite ser definido como Domingo de las tentaciones, parece comprensible que también pueda verse en él al Domingo de las consolaciones.

Llegados los días de penitencia, por tanto, expiemos nuestros pecados y salvaremos nuestras almas. Nuestra salvación estriba en convertirnos y en tener calma: el Señor, a cambio, sanará las dolencias de nuestro corazón, nos infundirá un espíritu nuevo, y siendo tales, o sea hombres de espíritu nuevo, seremos solícitos del bien de todos los hombres. En el fondo se trata –por decirlo con san León Magno--, de «vivir en santos ayunos la Cuaresma, no solo por el uso menguado de los alimentos, sino sobre todo ayunando de nuestros vicios» (Sermón 6 sobre la Cuaresma, 1-2).

San Mateo es el encargado de referirnos que Jesús es conducido al desierto para ser allí tentado durante cuarenta días, como antaño Israel durante cuarenta años. Allí experimenta tres tentaciones análogas, subrayadas por las citas: 1) Buscar el alimento fuera de Dios (Dt 8,3; cf. Ex 16). 2) Tentarle por propia satisfacción (Dt 6,16; cf. Ex 17,1-7). 3) Renegar de él para seguir a los falsos dioses que procuran el poder de este mundo (Dt 6, 6,13; cf. Dt 6,10-15; Ex 23, 23-33). Al igual que Moisés, Jesús lucha en un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches (Dt 9,18; cf. Ex 34,28; Dt 9,9). Como él, contempla «toda la tierra» desde la cima de una alta montaña (Dt 34,1-4). Dios le asiste por sus ángeles (v.11) como lo tiene prometido al Justo (Sal 91,11-12) y, según Mc 1,13, le guarda de las bestias salvajes, como al Justo (Sal 91,13), y antaño a Israel (Dt 8,15). A la luz de estas reminiscencias bíblicas, Jesús aparece como el nuevo Moisés conductor del nuevo Éxodo, esto es, como el Mesías, tal y según sospecha el diablo a raíz del Bautismo («si eres Hijo de Dios…»).

«Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre» (Mt 4, 1-2). Ante todo, el desierto, donde Jesús se retira, es región inhóspita y estéril, el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre está privado de los apoyos materiales y se halla frente a las preguntas fundamentales de la existencia, es impulsado a ir a lo esencial y precisamente por esto le es más fácil encontrar a Dios.

Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay siquiera vida, y es el lugar de la terrible soledad, del duro sequedal, donde el hombre siente más intensa la tentación. Jesús va al desierto y allí sufre la tentación de dejar el camino indicado por el Padre para seguir otros senderos más fáciles y mundanos (cf. Lc 4, 1-13). Así Él carga nuestras tentaciones, lleva nuestra miseria para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, la escondida senda de la conversión.



Reflexionar sobre las tentaciones a las que Jesús se ve sometido en el desierto representa una invitación a cada uno de nosotros para responder a esta pregunta fundamental: ¿qué es lo que de veras cuenta en mi vida? Nótese que Jesucristo nuestro Señor se dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Comenta deliciosamente san Agustín: «Pero en Cristo estabas siendo tentado tú porque Cristo tenía de ti la carne, y de él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para él, y de él para ti la vida; de ti para él los ultrajes, y de él para ti los honores; en definitiva, de ti para él la tentación, y de él para ti la victoria» (In Ps. 60,2-3). Hemos sido, pues, tentados en él. También por él, entonces, y en él, venceremos al diablo ¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no, más bien, en que venció? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también vencedor en él.

En la primera tentación el diablo propone a Jesús que cambie unas piedras en panes para satisfacer el hambre: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4, 3). Jesús rebate que el hombre vive también de pan, pero no sólo de pan: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede salvar (cf. vv. 3-4). Hambre y hombre, nunca tan necesitados. Hambre de Dios del hombre de Dios.

En la segunda tentación, el diablo propone a Jesús que se arroje del pináculo del Templo de Jerusalén y que haga que le salve Dios mediante sus ángeles, o sea, que realice algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cf. vv. 9-12). «Entonces el diablo –sigue diciendo san Mateo-- le lleva consigo a la Ciudad Santa, le pone sobre el alero del Templo, y le dice: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque escrito está: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”» (4, 5-6).

«En el momento de la tentación –pues el Señor fue tentado, insisto, para que nosotros aprendiéramos a resistir al tentador- dijo el diablo al Señor: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo (Mt 4,6). En efecto, lo había llevado al pináculo del templo –como quien dice al pináculo de la fama--; no reconocía en él a su Señor, y le enseñaba el precipicio como a un hombre. Ignorando la verdad de Cristo, le tentaba con lo mismo con que pensaba persuadir a los falsos cristianos» (Serm. 313 E, 4). Y Jesús replicó en seco: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios” » (Mt 4, 7).

El diablo propone a Jesús en la tercera tentación el camino del poder: le conduce a lo alto de una montaña y le ofrece el dominio del mundo; pero no es éste el camino de Dios: Jesús tiene bien claro que no es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder de la cruz –plantada en otra montaña muy distinta--, de la humildad, del amor (cf. vv. 5-8). «Todo esto te daré si postrándote me adoras. Le dice entonces Jesús: “Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto” » (Mt 4, 9-10).

¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús? Es, sin duda alguna, la propuesta de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses, para la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Así las cosas, cada uno debería preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?

Es de temer que algo parecido acontezca no pocas veces en la oración: a menudo pedimos a Dios en ella de suerte que, si no accede a nuestras peticiones, creemos que se despreocupa de nosotros y que la oración no ha servido para nada, cuando no es así, por supuesto. Aquí, de todos modos, nos vamos todavía más lejos, porque desbordamos el ámbito ascético-místico de la oración para involucrar –en orteguiano giro-- a la persona toda y sus circunstancias.

Superar la tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios intereses, o de ponerle en un rincón, y convertirse al orden justo de prioridades, dar a Dios el primer lugar, es un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. «Convertirse», una invitación que escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio sea brújula y norte y paradigma y guía concreta de la vida; supone admitir que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; denota, en definitiva, reconocer que somos creaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y sólo «perdiendo» nuestra vida en Él podemos ganarla.

Esto exige, yendo al fondo de la cuestión, tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de Dios. Actualmente ya no se puede ser cristiano como simple consecuencia del hecho de vivir en una sociedad que nos circunda y tiene raíces cristianas: también quien nace en una familia cristiana y es formado religiosamente debe, cada día, renovar la opción de ser cristiano, dar a Dios el primer lugar, frente a las tentaciones que una cultura secularizada y posmoderna le propone continuamente, frente al juicio crítico de muchos contemporáneos. El cristianismo se ha vuelto en el mundo actual una diaria conquista de fe, un permanente esfuerzo de esperanza, una incesante entrega de caridad.

Hoy el evangelio nos recuerda que Jesús, después de haber sido bautizado en el río Jordán, impulsado por el Espíritu Santo, que se había posado sobre él revelándolo como el Cristo, se retiró durante cuarenta días al desierto de Judá, donde superó las tentaciones de Satanás (cf. Mc 1, 12-13). Siguiendo a su Maestro y Señor, también los cristianos entran espiritualmente en el desierto cuaresmal para afrontar junto con él «el combate contra el espíritu del mal».



La imagen del desierto es una metáfora muy elocuente de la condición humana. El libro del Éxodo narra la experiencia del pueblo de Israel que, habiendo salido de Egipto, peregrinó por el desierto del Sinaí durante cuarenta años antes de llegar a la tierra prometida. A lo largo de aquel largo viaje, los judíos experimentaron toda la fuerza y la insistencia del tentador, que los inducía a perder la confianza en el Señor y a volver atrás; pero, al mismo tiempo, gracias a la mediación de Moisés, aprendieron a escuchar la voz de Dios, que los invitaba a convertirse en su pueblo santo. Una historia deliciosa y apasionante, llena de peripecias y sobresaltos, entregada y renuente, con acometidas diabólicas e intervenciones de oportuna e incesante Providencia.

Al meditar en esta sublime página bíblica, comprendemos que, para realizar plenamente la vida en la libertad, es preciso superar la prueba que la misma libertad implica, es decir, la tentación. Sólo liberada de la esclavitud de la mentira y del pecado, la persona humana, gracias a la obediencia de la fe, que la abre a la verdad, encuentra el sentido pleno de su existencia y alcanza la paz, el amor y la alegría.

Bueno será reconocer que la Iglesia, no se olvide, tiene mucho que ver con este símil de los israelitas en pleno desierto. San Agustín dejó al respecto para la posteridad de los siglos una frase maestra, redonda, con aire de máxima en su inmortal Ciudad de Dios, asumida por el concilio Vaticano II --junto a otra implícita de san Pablo-- en la constitución Lumen gentium: «La Iglesia “va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (De civ. Dei 18, 51,2), anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Cor 11,26) » (n.8). Admirable síntesis donde concurren las dos vertientes de este Domingo cuaresmal de las tentaciones: el Tentador por un lado, tantas veces presente, insidioso y al acecho en las persecuciones del mundo; y, por otro, Cristo en todo momento dulce y compasivo, victorioso y lleno de misericordia en los consuelos de Dios.

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