Entrega y traición



La sagrada liturgia dedica el Miércoles Santo a recordar el momento en que Judas, uno de los doce discípulos del Señor, se pone de acuerdo con los enemigos de Jesús y se ofrece a entregarlo a cambio de treinta monedas de plata. Es el comienzo de la mortal conjura. No quiere ni puede la liturgia, pues, dejar de mencionar a quien siempre aparece en último lugar en las listas de los Doce: Judas Iscariote, cuyo sólo nombre suscita entre cristianos una reacción instintiva de reprobación y condena. El significado de «Iscariote» es controvertido: para unos, indicaría «hombre de Keriot», aludiendo a su pueblo de origen, no lejos de Hebrón; provendría, según otros, del término «sicario», como aludiendo a un guerrillero armado de puñal; y no pocos ven en ese apodo la simple trascripción de una raíz hebreo-aramea que significaría «el que iba a entregarlo».

Muestran algunos pasajes, en efecto, que la traición se estaba gestando: «aquel que lo traicionaba», se dice durante la última Cena (cf. Mt 26, 25) y luego en el arresto (cf. Mt 26, 46. 48; Jn 18, 2. 5). Las listas de los Doce, sin embargo, recuerdan la traición como algo ya acontecido: «Judas Iscariote, el mismo que lo entregó». La traición como tal registró dos momentos: su gestación, cuando Judas se pone de acuerdo con los enemigos de Jesús por treinta monedas de plata (cf. Mt 26, 14-16); y su ejecución, con el beso al Maestro en Getsemaní (cf. Mt 26, 46-50).

Los evangelistas insisten en su título de Apóstol: repetidamente se le llama «uno de los Doce» (Mt 26, 14. 47; Mc 14, 10. 20; Jn 6, 71) o «del número de los Doce» (Lc 22, 3). Jesús mismo, dirigiéndose a los Apóstoles en dos ocasiones, y hablando de él, lo indica como «uno de vosotros» (Mt 26, 21; Mc 14, 18; Jn 6, 70; 13, 21). Y Pedro dirá: «Era uno de los nuestros y obtuvo un puesto en este ministerio» (Hch 1, 17). Figura, en resumen, del grupo de los que Jesús se había escogido como compañeros y colaboradores cercanos.

Esto plantea dos cuestiones. Una, cómo es posible que Jesús escogiera a este hombre y confiara en él, un «ladrón» (Jn 12, 6) a la postre. Es un misterio, sobre todo habida cuenta de este severo juicio de Jesús: «¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!» (Mt 26, 24). Y más misterio aún su suerte eterna, ya que Judas «acosado por el remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «Pequé entregando sangre inocente» (Mt 27, 3-4). Aunque luego se alejó para ahorcarse (cf. Mt 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en el lugar de Dios, infinitamente misericordioso y justo.

La otra cuestión atañe a su comportamiento: ¿por qué traicionó a Jesús? Algunos apuntan a su avidez del dinero. Otros dan una explicación de carácter mesiánico: Judas habría quedado decepcionado al ver que Jesús no incluía en su programa la liberación político-militar de su país. Tampoco son de omitir ni Juan, diciendo expresamente que «el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo» (Jn 13, 2); ni Lucas, que escribe: «Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los Doce» (Lc 22, 3).

Así, pues, motivaciones históricas aparte, se explica lo sucedido desde la responsabilidad de Judas, que el pobre hombre cedió a la tentación del Maligno. Su traición, en todo caso, sigue siendo un misterio. Jesús lo trató como a un amigo (cf. Mt 26, 50), pero en sus invitaciones a seguirlo por el camino de las bienaventuranzas no forzó la voluntad ni le impidió caer en las tentaciones de Satanás, respetando la libertad humana. La posibilidad de que el corazón humano se pervierta es grande, sin duda. El único modo de prevenirlas consiste en no cultivar una visión meramente individualista de las cosas, sino, al contrario, en acudir siempre a Jesús asumiendo su punto de vista. Estar, día tras día, en comunión con él.



Hasta Pedro se llevó un correctivo por oponerse: «Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8, 33). Arrepentido, encontró perdón y gracia. Pero también Judas se arrepintió: lo malo es que su arrepentimiento degeneró en desesperación y así se transformó en autodestrucción. Para nosotros es un exhorto a no desesperar nunca de la misericordia de Dios. En realidad, «Dios es mayor que nuestra conciencia» (1 Jn 3, 20).

Dos cosas cabe recordar: que Jesús, rico en misericordia y perdón como es, respeta nuestra libertad y espera nuestro arrepentimiento. Por lo demás, cuando pensamos en el papel negativo de Judas, debemos enmarcarlo en el designio superior de Dios que guía los acontecimientos. Su traición llevó a la muerte de Jesús, quien transformó este tremendo suplicio en un espacio de amor salvífico y en entrega de sí mismo al Padre (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). El verbo «traicionar» es la versión de una palabra griega que significa «entregar». A veces su sujeto es incluso Dios en persona: él mismo por amor «entregó» a Jesús por todos nosotros (cf. Rm 8, 32). En su misterioso plan salvífico, Dios asume el gesto injustificable de Judas como ocasión de la entrega total del Hijo por la redención del mundo.

Vivir la Semana Santa es acompañar a Jesús desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección. Es descubrir qué pecados hay dentro de uno y buscar el perdón de Dios en el Sacramento de la Reconciliación. Afirmar que Cristo está presente en la eucaristía y recibirlo en la comunión, y aceptarlo también en cada ser humano que convive y se cruza con nosotros. Proponerse seguir junto a Jesús todos los días practicando la oración, los sacramentos, la caridad.

Jesús no acudió el Miércoles Santo al Templo. Permaneció en Betania en vigilia de oración, sabedor del día y de la hora. No le será ahorrado el desconocimiento previo, o la esperanza de que el dolor sea menor. Lo sabe todo. Incluso que los clavos van a atravesar su carne, y su cuerpo va ser flagelado, escupido, deshonrado y escarnecido hasta una muerte cruel. Pero no huye, porque esa afrenta va a ser convertida en un sacrificio en el que Él va a ser sacerdote y víctima. Va a pedir al Padre el perdón para todos, pero pagando el precio de justicia de todos los pecados. Va ser un verdadero sacrificio expiatorio, como lo simbolizaba el animal que soltaban los sacerdotes que llevaba sobre sí los pecados del pueblo. Pero ahora no va ser un símbolo, sino una realidad. Jesús va a ser el inocente que paga por los pecados de aquellos a quienes ama. Así se manifiesta una misericordia que tiene en cuenta la justicia.

Su amor buscando librarnos de todo mal, liberarnos de las garras del diablo, de las redes del pecado, de la muerte primera -y de la segunda, que es el infierno-, le lleva a no poder soportar que ninguno se pierda. De ahí que no rechace el sacrificio. Lo ama, aunque el corazón tiemble y la carne se resista. Pero la voluntad es firme.



El Miércoles Santo es día de oración intensa, del cariño de los suyos, aunque Judas le odie. Se reúnen las tres clases del Sanedrín: los príncipes de los sacerdotes, los escribas, y los ancianos notables. Preside el Sumo sacerdote Caifás. No es reunión oficial, pero están casi todos. Les mueve la furia de darle muerte cuanto antes, pero con astucia y frialdad y odio atizado por el mismo Satanás. Son implacables. Y las deliberaciones, muy duras. Hablan más los que más le odian, es decir, los que tienen una mayor pecado según las denuncias públicas y privadas de Jesús.

No pueden esperar, pero tampoco quieren alboroto. Saben que son muchos los partidarios de Jesús. En una situación de guerra civil, los romanos intervendrían y liberarían a Jesús, pues su conducta es intachable y nada enemigo de ellos. Quieren comprometer a los romanos para que ellos sean responsables de la muerte de Cristo ante el pueblo. Deben calcular las cosas hasta el mínimo detalle. Así que no pueden fallar.

Por otra parte, Satanás conoce las debilidades de los hombres y en concreto la de Judas -su amor por el dinero y lo que el dinero conlleva-; ha seguido su comportamiento esos tres años, y sus trampas, y sobre todo su resentimiento por no entender que Jesús lleve las cosas adelante. A Judas no se le alcanza un amor tan grande que le lleve a la pobreza, a decir las verdades a los poderosos, contra las juiciosas políticas de los hábiles.

Su vida de fraternidad es difícil con los demás, pues ellos han dejado todo para seguir a Jesús, y les ve decididos a hacer lo que les pida, por loco que parezca. La misma paciencia y el amor del Maestro le llenan de odio, pues son un reproche cuando él ya no quiere saber nada de ese reinado que no parece de este mundo.

Judas Iscariote, al fin, se decide: va donde los príncipes de los sacerdotes, y les dice: « ¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?» (Mt 26,15). El precio había sido profetizado, y hasta es posible que, en su astucia, utilizasen la profecía para acallar la conciencia de Judas diciéndole que si de veras Jesús era el Mesías se aclararía todo, pues no dejaría de manifestarse con poder. ¡Todo engaño! Pero, cuando se peca, cualquier excusa puede servir de justificación. El hecho es que acabó por traicionar a quien más le había querido, al Mesías, al Amigo, al Hijo de Dios Altísimo. Esa es la triste verdad de Judas.



Treinta siclos de plata era también el precio del daño por un esclavo que hubiese sido muerto por un animal; o el de un pequeño campo; o el de un cordero pascual. Simbolizaba, sin quererlo, a Jesús que se entregó como un esclavo de amor; al cordero pascual, que liberaba de la muerte a los primogénitos. Poco sabía el traidor cuál iba a ser la paga de los traidores, pues lo que es lucidez para la traición es oscuridad para el propio conocimiento.

Los conjurados del Sanedrín se alegraron de que Judas hubiera terminado siendo su títere y abandonaron el recinto, prontos para el inminente desenlace. Sólo un temor flotaba en el aire: que Jesús se escapase otra vez de sus manos, pues lo había hecho muchas. Menos les intranquilizaba, claro es, lo más importante de todo: el juicio de Dios.

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