Exaltación de la Santa Cruz

Hasta 1960 se celebraban en la liturgia romana dos fiestas de la Cruz: la del 3 de mayo, denominada Invención o hallazgo de la Santa Cruz, hecho éste atribuido por la tradición a santa Elena, madre del emperador Constantino, y la del 14 de septiembre, conocida como fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.

Exaltación e la Santa Cruz

El título alude a la elevación de Cristo en la cruz, de la que él mismo habló en varias ocasiones: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado (“exaltari”) el Hijo del hombre» (Jn 3,14) y, más adelante, «cuando yo sea levantado (“exaltatus”) de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Claro referencia, nótese, a la «elevación» de Cristo en la cruz (v.33) a la vez que a su «subida» al cielo el día de su resurrección, ya que los dos acontecimientos son aspectos del mismo misterio.

Luego resulta que detrás del término «exaltación» también está el antiguo gesto litúrgico de colocar en alto la reliquia de la Cruz para la adoración de los fieles y la posterior bendición con ella. No hay más que recordar la adoración de la Santa Cruz durante los oficios del Viernes Santo por la tarde: «Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo», entona el celebrante, de pie ante el altar, levantando la cruz. A lo que el pueblo responde: «Venid a adorarlo».

San Pablo recuerda que en el Viernes Santo «fue inmolada nuestra víctima Pascual: Cristo» (1 Co 5,7), lo que por largo tiempo había sido prometido en misteriosa prefiguración, se cumplió con plena eficacia este día en el Gólgota. «Cristo el Señor, en efecto, realizó la obra de la Redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión. Por este misterio, “con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección, restauró nuestra vida” (Misal Romano, Prefacio pascual). Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera» (SC, 5). Idea ésta que el Vaticano II toma del Comentario a los salmos, de san Agustín (Enarr. in Ps. 138,2).

El origen de esta fiesta hay que buscarlo en Jerusalén relacionado con el de la Invención de la cruz de Cristo. Los testimonios al respecto nos llegan de san Cirilo de Jerusalén (el primero de todos) en sus catequesis mistagógicas hacia el año 348, y un poco más tarde de la peregrina Egeria, la cual refiere que «Día de las Encenias es llamado aquel en que fue consagrada a Dios la santa iglesia  que está en el Gólgota, llamada Martyrium, pero también la santa iglesia que está en la Anástasis, en el lugar donde el Señor resucitó después de la Pasión, fue consagrada a Dios ese mismo día. De estas santas iglesias son celebradas con sumo honor las Encenias [o sea, la dedicación]; porque la Cruz del Señor fue hallada ese día» (Itinerario de la virgen Egeria, n. 48: BAC 416, Madrid 1980, 319s).

La fiesta que hoy celebramos, pues, tiene una historia larga y brillante en los calendarios de las Iglesias orientales y occidentales. Una historia, por otra parte, que perdura  saludable en numerosos pueblos del mundo, donde no deja de haber la Confradía de la Santa Cruz, con sus ritos particulares y sus procesiones litúrgicas y ceremonial propio, que recuerda cómo el santo nombre del Señor ha sido ensalzado en la cruz sobre el cielo y la tierra.  Uno recuerda estas bellas cosas desde su niñez, cuando en dicha procesión ejercía de monaguillo del señor cura párroco.

Exaltación de la Santa Cruz

Claro es que sobre la historia y el recuerdo de los tiempos idos, han de prevalecer el misterio y la enseñanza de la teología. Adentrarse por ahí supone hacer propia la primera lección de teología: La cruz, en efecto, es la suprema revelación de Dios que es amor, porque en ella Dios nos salva definitivamente. No se entiende nada más que como «locura de amor» (cf. 1 Co 1,18), por eso en ella se revela la esencia de Dios que es amor. Arrumbar esta vivencia íntima equivale a perder la oportunidad de contar con criterios seguros para andar por el tremedal.

El misterio de la cruz no afecta a Dios solo, en su intimidad divina; el Crucificado camina y está presente en los crucificados de la historia: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,5). La cruz es asimismo la condición del discípulo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9,23).

Los crucificados con los que Jesús se identifica no son sólo los discípulos que lo aceptan y reciben en su casa, también los que sin ser «de los nuestros», son «perseguidos por causa de la justicia» (Mt 5,10), o pasando hambre y sed, los emigrantes o extranjeros, los que están desnudos, los enfermos o en la cárcel (Mt 25,35s.), los que huyen de la guerra, los que recalan en las playas desiertas de Lesbos, o yacen hacinados en barracones improvisados: en todos ellos se retrata el rostro de Cristo crucificado a lo largo de la historia en todos los países de la Tierra (Mt 25, 40.45).

En la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz contemplamos al Crucificado que da su vida, en obediencia a la voluntad amorosa del Padre, por todos. En su rostro se refleja el misterio del Amor de Dios Uno y Trino, pero también claman en la oscuridad de la tarde negra y amarilla los discípulos perseguidos desde Santiago, pasado a cuchillo, el primero entre los apóstoles que bebió del cáliz del Señor, a san Esteban, furiosamente lapidado, el protomártir a semejanza de Jesús (Hc 7,59s), hasta los innumerables mártires de nuestros días, que mueren o son asesinados por su nombre o por la justicia o por los poderes opresores de la historia. La fuerza de la cruz, locura y necedad para los sabios y entendidos de este mundo, es la fuerza de Dios para los que a ella se acogen y con Cristo comparten vida y muerte.

La cruz es el signo de la victoria del amor y de la gracia, porque en ella Cristo derrotó a los poderes de este mundo, el pecado y la muerte. Nos identifica como cristianos, porque nos introduce en el destino sacrificial del Maestro. Por la muerte de Cristo en ella, la cruz ha pasado a ser, de instrumento de tortura y maldición, el símbolo de la redención. Ella nos abraza desde el mismo umbral del bautismo hasta el momento de cerrarnos los ojos al concluir nuestra peregrinación por este mundo. Dejémonos de reducirla a puro amuleto, o a bello adorno corporal: la cruz es el símbolo más serio, entrañable, exigente y comprometedor, porque nos habla de la vida alcanzada al precio de la muerte.

En la historia del cristianismo, la cruz se ha convertido en el arquetipo eminente de la acción salvífica de Dios y en el modelo de la respuesta del hombre. El niño que hace la señal de la cruz y el santo que interioriza el misterio de la pasión de Cristo dan testimonio de su significado perenne en la vida y en la praxis cristiana.

Nuestro divino Maestro lo dijo para siempre: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo». (Mt 16,24). Negarse a sí mismo es humillarse; bajarse del pedestal que es la soberbia del yo. Así habrás aplastado al hombre viejo para que nazca el nuevo, que sabrá aceptar y tomar su cruz para seguir al Señor. Llegó a escribir el cardenal Ratzinger que el combate contra el propio egoísmo, la negación de sí mismo, conduce a una alegría interior inmensa y lleva a la resurrección. Aquel que persevera y se desprende de verdad de sí mismo, al negarse a su yo, se deja penetrar íntimamente por Dios, siente un divino arrebatamiento, no por sus fuerzas, claro, sino a impulso de una gracia superior que no se ve pero se siente.

Nosotros hablamos el lenguaje de la carne. Dios el del espíritu. Nosotros el del egoísmo. Dios el del amor. Negarse a sí mismo es aprender la lengua de Dios para comunicarnos con él, pero también para hacerlo entre nosotros. Cuando el Evangelio habla de negarse a sí mismo, como puede verse, está bastante menos alejado de la vida de lo que la gente cree.

Exaltación de la Santa Cruz

Los estigmatizados recuerdan el modo más perfecto y misterioso de exaltar la cruz de Cristo: san Francisco de Asís, santa Rita de Casia, san Pío de Pietrelcina y un largo etcétera. En esta hora incierta y confusa, cuando hasta los signos religiosos resultan a veces desterrados o prohibidos (llevar una crucecita sobre el pecho, por ejemplo), estos nombres citados, y otros muchos que podrían sumarse a la lista, vienen a poner de manifiesto la  trascendencia de la Exaltación de la Santa Cruz.

Bien se ve, pues, que esta fiesta no debe quedarse sólo en lo exterior y estético, sino que requiere adentrarnos en la profundidad del misterio: donde la cruz nos pide estar unidos al crucificado. 

Vaya para mis lectores, pues, y para quienes sientan por dentro el tirón poético, el soneto que hace unos años compuse a la luz del misterio apuntando en esa dirección.

Trascendencia de la cruz

Es la cruz necedad entre paganos, 

y es victoria y es luz para el creyente,

es de la Iglesia misionera fuente,

y es dura prueba para los cristianos.

Murió Jesús en ella con las manos

y con los pies clavados crudamente,

la corona de espinas en la frente,

y el dolor en sus ojos soberanos.

Porque tu cruz libera y reconforta

desde el misterio de tu cuerpo muerto,

te adoramos, oh Cristo, y bendecimos.

Sea esa cruz que tanto bien reporta,

de tu divino amor seguro puerto.

Muriendo en cruz contigo en ti vivimos.

(Pedro Langa, Al son de la palabra. Ediciones

Religión y Cultura, Madrid 2013, p. 54).

Santa Rita recibiendo la espina del Crucifijo

Volver arriba