«Gaudete in Domino semper»

Domingo Gaudete

«Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4). Con estas palabras de san Pablo se inicia la misa del III domingo de Adviento, que por eso se llama «Gaudete». La alegría ante la cercana venida del Señor en la Navidad es la característica propia de este domingo. Alegría, de un lado, porque Dios viene en persona y nos librará de todos nuestros males, según profetiza en la primera lectura Isaías (35,1-6 a.10).

Y alegría igualmente, por otro lado, ya que, según san Pablo a los filipenses, «el Señor está cerca»: Dominus enim prope est (Flp 4,5). Santiago insiste en la segunda lectura a tener paciencia y a fortalecer los corazones «porque la Venida del Señor está cerca» (St 5,7-10:8).

El exhorto paulino responde a que la venida del Señor, o sea su vuelta gloriosa es segura y no tardará. Análogo motivo preside al de Santiago. Hablamos aquí, pues, de  la segunda venida. La Iglesia, no obstante, acoge esta invitación mientras se prepara para celebrar la Navidad, y su mirada se dirige cada vez más a Belén. En efecto, aguardamos con esperanza firme la segunda venida de Cristo, sí, y ello porque hemos conocido la primera.

La sagrada Liturgia coloca hoy en esta misma onda prenavideña la oración colecta de la misa: «Estás viendo, Señor, cómo tu pueblo espera con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad -fiesta de gozo y salvación-y poder celebrarla con alegría desbordante». Alegría, en resumen, para definir la Navidad y el Adviento. La definición de la Navidad no puede ser más lírica y precisa: fiesta de gozo y salvación. Ni su celebración más acertada y oportuna: con alegría desbordante.

El misterio de Belén nos revela al Dios-con-nosotros (Emmanuel), Dios cercano, íntimo no sólo en sentido espacial y temporal. Está cerca de nosotros porque, digámoslo así, se ha «desposado» con nuestra humanidad; ha tenido a bien asumir nuestra condición, escogiendo ser en todo como nosotros, excepto en el pecado, para hacer que lleguemos a ser como él.

La alegría cristiana, por tanto, brota de esta certeza:  Dios está cerca, conmigo, con nosotros, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, como amigo y esposo fiel. Alegría también en la prueba, incluso en el sufrimiento; y no está en la superficie, sino en lo más profundo de la persona que se encomienda a Dios y en él confía.

Santa Teresa de Calcuta

Que hoy también sea posible esta alegría lo prueban, con su vida, hombres y mujeres de toda edad y condición social, felices de consagrar su existencia a los demás. Por ejemplo, santa Teresa de Calcuta, testigo inolvidable de la verdadera alegría evangélica, catequista del tenedor y la cuchara en medio mundo. Vivía diariamente en contacto con la miseria, la degradación humana, la muerte. Experimentó además la prueba de la noche oscura de la fe y, sin embargo, regaló a diestro y siniestro sonrisa de Dios.

En uno de sus escritos dice: «Ser felices con Dios significa:  amar como él, ayudar como él, dar como él, servir como él» (La gioia di darsi agli altri, Ed. Paoline 1987, p. 143). La alegría entra ciertamente en el corazón de quien se pone al servicio de los pequeños y de los pobres. Dios habita en quien así ama, con alma radiante de  alegría.

En esto, como en tantas circunstancias de la vida, hay para todos los gustos. Si se hace de la felicidad un ídolo, estamos entonces equivocando el camino y es verdaderamente difícil encontrar la alegría de la que Jesús habla. Por desgracia, esta es la propuesta de las culturas que ponen la felicidad individual en lugar de Dios, mentalidad que se manifiesta de forma emblemática en la búsqueda del placer a toda costa y en la difusión del uso de drogas como fuga, como refugio en paraísos artificiales, que luego resultan del todo ilusorios.

Porque también en Navidad se puede equivocar el camino, confundiendo la verdadera fiesta con una que no abre el corazón a la alegría de Cristo. La Virgen María, que alumbró a Jesús en Belén, ayude a todos los cristianos, y a los hombres que buscan a Dios, a llegarse hasta Belén para encontrar al Niño que nació por nosotros, para la salvación y la felicidad de todos los hombres. Sigue habiendo Navidades donde cabe cantar: se equivocó la paloma, se equivocaba…

La liturgia de este III domingo de Adviento Ciclo A elige de Evangelio el episodio de la embajada de Juan el Bautista con la respuesta de Jesús: «Contad a Juan lo que oís y veis» (Mt 11,4s). San Agustín de Hipona comenta los matices: «Juan tenía sus propios discípulos; no estaba separado, pero era testigo preparado. Convenía, pues, que ante ellos diese testimonio de Cristo, el cual reunía también discípulos: podían sentir celos si no podían ver. Y como los discípulos de Juan estimaban tanto a su maestro Juan, oían el testimonio de Juan sobre Cristo y se maravillaban; por eso, antes de morir, quiso que él los confirmara.

Sin duda decían ellos dentro de sí: éste dice de él tan grandes cosas, pero él no las dice de sí mismo. Id y decidle, no porque yo dude, sino para que vosotros os instruyáis. Id y decidle; lo que yo suelo decir, oídselo a él; habéis oído al pregonero, oíd ahora al juez la confirmación […]. Y por ellos dijo Cristo: Los ciegos ven, los sordos oyen, los leprosos curan, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados (Mt 11,5). Ya me veis, reconocedme. Veis los hechos, reconoced al hacedor […] Y cantó [de Juan luego] sus alabanzas verdaderas el veraz, la Verdad»  (Sermón  66,4).

Cabría decir que la respuesta de Jesús se inscribe en lo que denominamos la apología del milagro. Los signos mesiánicos -días de esperanza, de curación, de alegría, etc.- han llegado, pues, con Jesús, que lo prueba con sus obras, típicamente mesiánicas para el que quiera ver y entender.

La madre Iglesia, mientras nos acompaña hacia la santa Navidad, nos ayuda a redescubrir el sentido y el gusto de la alegría cristiana, tan distinta a la del mundo. En este domingo, según bella tradición, los niños de Roma acuden a que el Papa bendiga las estatuillas del Niño Jesús (Bambinelli), que pondrán en sus belenes. Bella costumbre la de montar el belén; vivir en la realidad de cada día lo que el belén representa, o sea el amor de Cristo, su humildad, su pobreza.

Eso hizo san Francisco en Greccio: representó en vivo la escena de la Natividad, para poderla contemplar y adorar y, sobre todo, saber poner mejor en práctica el mensaje del Hijo de Dios, que por amor a nosotros se despojó de todo y se hizo niño pequeño. El belén es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera alegría, que no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amados por el Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a otros.

El papa Francisco firmando la Admirabile signum

«El belén, en efecto, -afirma el papa Francisco- es como un Evangelio vivo, que surge de las páginas de la Sagrada Escritura. La contemplación de la escena de la Navidad, nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre» (cf. Carta apostólica Admirabile signum sobre el significado y el valor del belén, 1-12-2019).

La verdadera alegría es sentir que un gran misterio, el del amor de Dios, visita y colma nuestra existencia personal y comunitaria. Para alegrarnos, no sólo necesitamos cosas, sino, ante todo, amor y verdad: necesitamos al Dios cercano que calienta nuestro corazón y responde a nuestros anhelos más profundos.

Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en el portal o en el establo, es el centro de todo, es el corazón del mundo. Oremos para que toda persona, como la Virgen María, acoja como centro de su vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de la verdadera alegría.

 La exhortación apostólica Evangelii gaudium (2013) tiene como referencia la Gaudete in Domino (1975) de Pablo VI. Eje conductor de ambas es la alegría. «Alegraos y regocijaos», leemos en Mt 5,12, en el contexto del sermón de las bienaventuranzas, los ocho rasgos definidores de Jesús y de cuantos quieran ser sus discípulos. Y es que los santos solo pueden ser alegres. De ahí el gracioso dicho de santa Teresa de Jesús: un santo triste es un triste santo.

El Pablo VI del P. Carlo Cremona

Uno de los mejores biógrafos de Pablo VI, el sacerdote agustino y periodista Carlo Cremona, a quien llegué a conocer, calificó a este Pontífice de maestro de la alegría, saliendo al paso del manido tópico que lo convierte en un hamletiano, o sea en un indeciso y atormentado por las dudas.

Cremona afirmaba que Pablo VI era alegre porque estaba abierto al diálogo con todos, y se gozaba en la amistad, aunque no se puedan ocultar los sufrimientos morales y espirituales por los que tuvo que pasar en los últimos años de su pontificado, sobre todo a través de las incomprensiones, las críticas y los silencios. Así y todo, en ese mismo testamento, agradece a Dios por «haber tenido el gozo y la misión de servir a las almas, a los hermanos, a los jóvenes, a los pobres y al pueblo de Dios».

Si el Señor se acerca a nosotros lo hace para que podamos sacar «con alegría el agua de las fuentes de la salud» (Is 12,3), a fin de conocer «sus obras», las que ha realizado y realiza continuamente para bien del hombre. El Cristianismo es Religión de  alegría, y debe traslucirse en optimismo, paz interior, paciencia, esperanza.

El salmo 145 exclama: Ven, Señor, a salvarnos. Y san Agustín comenta: «Te admiras del mundo; ¿por qué no del Artífice del mundo? […]. Pon en Él tu esperanza para que seas bienaventurado». (In Ps. 145,12). Remedando al Hiponense, podríamos nosotros añadir: Pon en Él tu esperanza para que seas alegre. Hagamos, en suma, nuestro el exhorto paulino a los filipenses: «Gaudete in Domino Semper. Iterum dico: Gaudete».

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