Hágase en mí según tu palabra



Sigue la catequesis de Adviento en el pescante de la diligencia caminito de Belén. Atrás se ha ido quedando ya lo de velar y esperar su venida y ser tiempo de esperanza (primer domingo); allanar sus caminos antes de que los transite el Tamborilero con su ronco tambor (segundo domingo); y el Gaudete por un Mesías próximo que no fallará (tercer domingo). Hoy, en fin, con los alcores de Nochebuena a la vista, nos emplaza ante el mismo Portal destacando estirpe, dinastía y casa de David.

También hoy nos ayuda en este camino de meta próxima. Las velas de la Corona, encendidas una tras otra durante las cuatro semanas, disipan con su luz las tinieblas, pues el nacimiento del Redentor es inminente. Las lecturas nos conducen hacia el gran momento recorriendo un itinerario de siglos. El profeta Isaías y cuantos florecieron antes de Cristo anuncian al pueblo el Mesías esperado, y nosotros, que conocemos el final de la historia, leemos con emoción aquellas palabras que ayudaron a Israel a mantener la confianza. Evangelios en mano, y ya en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), aparecen los testimonios de Zacarías y de Isabel, de Juan Bautista en el Jordán, de José y de María, los padres de Jesús, en la humilde casa de Nazaret.

De nuevo nace Dios en nuestros corazones, porque para él no hay pasado, ni presente ni futuro, todo es presente, ya que es eternidad. Estos días de espera, pues, manifiestan alegría en reuniones y comidas familiares, regalos a los más pequeños, vacaciones escolares y luces callejeras, ofertas comerciales y viajes. Días son en que no hemos de perder el sentido de lo celebrado: el nacimiento de Cristo, hecho el más grande en la historia y en la vida de cada ser humano.

También debe haber en nuestro corazón un antes y un después de cada Navidad, a base de atender lo mejor posible a las personas solas, que padecen hambre o carecen de techo bajo el que cobijarse; que no encuentran, cabría decir, un sitio en el hostal de nuestra sociedad. La solidaridad con ellos, el ejercicio cristiano de la caridad, será el mejor modo de celebrar el misterio del nacimiento de Jesús.

Hoy la primera lectura (2Sam 7,1-5.8b-12.14ª.16) refiere que David piensa construir una casa para albergar el arca de la alianza, pero Dios le responde que será Él quien construya una casa para David. A Dios no le va tener una casa como los dioses cananeos. Él mismo construirá la «casa». El lugar auténtico de la presencia de Dios será, al fin, mucho más íntimo y profundo de lo que hombre alguno hubiera podido sospechar. De este texto arranca la gran esperanza de Israel: el mesianismo. Lo curioso es que ningún sucesor de David cumple en su persona esta profecía, ni siquiera Salomón, que edificó el Templo de Jerusalén. Sólo Jesús de Nazaret, el verdadero David, puede colmar nuestras esperanzas humanas.

En la segunda lectura (Rm 16,25-27) san Pablo habla de misterio y nos introduce en el plan salvífico de Dios, escondido a las pasadas generaciones pero últimamente develado a los apóstoles y profetas, y luego a todos. Un misterio con dimensiones universales, claro, afectando a judíos y gentiles. Se resume en una sola palabra: Cristo.



El Evangelio (Lc 1,26-38) evidencia que el templo construido por mano de hombre se le queda chico a Dios. Solamente un templo de carne puede contener su gloria, sólo la pequeñez puede abrazar la grandeza divina, perspectiva que Lucas retoma mostrándonos a María como la Casa de Dios, el Santuario donde el Verbo ha querido habitar antes de estar entre sus hermanos. Se acerca el cielo a la tierra, sí. Desde ahora quedará patente que el Templo de Dios es la misma humanidad, el lugar en que ha querido establecerse para siempre como Emmanuel.

La tierra escogida donde levantar este nuevo santuario es María, joven desconocida de Nazaret, pueblo insignificante en todos los aspectos: lejos de Jerusalén, en zona medio pagana, región subdesarrollada. Ha llegado, pues, el tiempo mesiánico, cuyos signos no son otros que sencillez, humildad, pobreza, plenitud y alegría.

Por el amor y la fe, María asumió el oficio de encarnar a Cristo en la historia. Se identifica en la vida nueva del Evangelio y con cada uno de nosotros para encarnar a Cristo en nuestra vida individual, familiar y social. Nuestra alegría y esperanza es, en consecuencia, saber que por insignificante que nuestra vida parezca, y aunque nos sintamos más abandonados que nadie, Dios nos ama. Nos pensó con ternura infinita y va escribiendo en el Libro de la Vida una historia de salvación en la que quiere manifestar su gloria.

Pero la Encarnación se renueva constantemente. El Hijo continúa hoy encarnándose en el seno de la Iglesia, en la comunidad que celebra su fe, en la reunión de los que se quieren, en los hombres que se entregan al servicio de los demás y tienen hambre de justicia. La Palabra se encarna en los pobres, débiles, enfermos, marginados. En nuestra respuesta de fe, estamos llamados a participar en esta eficacia de Dios que transforma la historia.

La comunidad eclesial de nuestros días, por otra parte, como los cristianos de los primeros siglos, hace suyo aquel grito arameo del ¡Maranatha!, himno típico de Adviento. El arameo era la lengua hablada por Jesús y sigue siendo la lengua materna de algunas comunidades pequeñas en Oriente Medio duramente probadas, sobre todo en el interior de Siria.

¡Maranatha!
¡Ven, Señor Jesús!
Yo soy la Raíz y el Hijo de David,
la Estrella radiante de la mañana
El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven, Señor! »
Quien lo oiga, diga: «¡Ven, Señor! »
Quien tenga sed, que venga; quien lo desee,
que tome el don del agua de la vida.
Sí, yo vengo pronto.
¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!

Hay en la liturgia de Adviento como una progresión. En la primera semana, la figura dominante era Isaías, el profeta que anunció desde tiempos lejanos la venida del Mesías; en la segunda y en la tercera es Juan el Bautista, el precursor, que señala al Mesías ya presente; en la cuarta, la figura central es María, la Madre del Mesías.

El fragmento evangélico comienza con unas sencillas palabras: «En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret» (Lc 1,26). Sin embargo, como de costumbre, nosotros debemos centrarnos en las palabras de María al final de todo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Con ellas María ha consumado su acto de fe. Ha aceptado a Dios en su vida, se ha entregado a Él, algo no acaecido nunca ni antes ni después de ella. Ella se ha venido a encontrar en una total soledad sin nadie con quien hablar más que con Dios.

Su fe no ha consistido en dar asentimiento a cierto número de verdades, como cuando nosotros recitamos el Credo. Ha consistido, más bien, en fiarse de Dios, se ha encomendado completamente a Él. Ha admitido a Dios en su vida. Ha “dicho” a ojos cerrados su «fiat» creyendo que «no hay nada imposible para Dios» (Lc 1, 37). María, en verdad, nunca dijo «fiat», dado que es palabra latina y María no hablaba latín y ni siquiera griego. ¿Qué palabra entonces pudo salir de sus labios? Probablemente la que a menudo repetimos: «amén», vocablo con el cual un hebreo expresaba su consentimiento a Dios. Junto con Abbà, Maranatha, ésta es una de las pocas palabras que los cristianos no se han atrevido a traducir, sino que las han conservado en la lengua en que María y Jesús las pronunciaron.

Tampoco María asintió con triste resignación, como quien dice dentro de sí: «Si no puede ser de otra manera, que se haga su voluntad». «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,47), dijo ella. Se alegra, esto es, se alboroza, canta, exulta de felicidad. La fe hace felices.



Y esto es, precisamente, lo que al hombre de hoy se le hace difícil. Decirle amén a alguien, incluso si ese alguien fuese Dios, se considera como lesivo para la propia libertad e independencia. Disentir, no consentir, parece ser la consigna que se lleva en todos los ámbitos: político, cultural, social, familiar. La fe es el secreto para vivir una verdadera Navidad. Lo expresó así san Agustín al predicar que «María concibió creyendo a quien alumbró creyendo […] concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo» (Sermón 215, 4).

Al sentarse a la mesa en la última cena, Jesús dijo: «He deseado ardientemente celebrar esta Pascua con vosotros» (Lc 2, 15). Ahora quizás diga lo mismo respecto a la Navidad: «He deseado ardientemente celebrar esta Navidad con vosotros». Navidad cuyo pesebre y cuna es el corazón, y que no se celebra fuera sino dentro. ¿Qué regalo le llevaremos este año al Niño que nace? Sería extraño que hiciéramos regalos a todos, excepto al agasajado.

Una oración de la liturgia ortodoxa nos sugiere una bella idea: ¿Qué te podemos ofrecer, oh Cristo, a cambio de haberte hecho hombre por nosotros? Toda criatura te ofrece el testimonio de su gratitud: los ángeles su canto, los cielos la estrella, los Magos los dones, los pastores la adoración, la tierra una cueva o gruta, el desierto el pesebre. Pero nosotros, nosotros te ofrecemos a una Madre Virgen. ¡Nosotros, la humanidad entera, te ofrecemos a María!

San Agustín predicó de este misterio: «Se forma en ti quien te hizo a ti; se hace en ti aquel por quien fuiste hecha tú; más aún, aquel por quien fue hecho el cielo y la tierra, por quien fueron hechas todas las cosas; en ti, la Palabra se hace carne recibiendo la carne, pero sin perder la divinidad […]. Al ser concebido te encontró virgen, y, una vez nacido, te deja virgen. Te otorga la fecundidad sin privarte de la integridad» (Sermón 291, 6).



«La espera gozosa de la Navidad daba a aquellos días melancólicos un sello muy especial. Cada año nuestro pesebre aumentaba con alguna figura y era siempre motivo de gran alegría ir con mi padre al bosque a coger musgo, enebro y ramas de abeto». Este recuerdo de infancia de Benedicto XVI podría ser también nuestro. Todo menos tirar el belén a la basura como una resentida maestra nacional perpetró años atrás en un pueblo de España. ¡Gesto, en verdad, atroz y vomitivo!

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