Hombres nuevos en Cristo

Dios, que había creado todas las cosas por Cristo (cf. Jn 1,3), restauró su obra, desordenada por el pecado, re-creándola en Cristo (Col 1,15-20).

Increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece! » (Mc 4, 39). El Cristo del lago no es otro que el mismo Dios poniendo límites a la naturaleza.

San Pablo contempla fascinado el secreto escondido del Crucificado-resucitado y a través de los sufrimientos experimentados por Cristo en su humanidad (dimensión terrena) se remonta a la existencia eterna en la que es uno con el Padre (dimensión pre-temporal)

Llamados a ser hombres nuevos en Cristo

Todavía con la pandemia del coronavirus a cuestas, aunque atisbando ya cierta luz al final del túnel, la sagrada Liturgia vuelve a recorrer las llanuras del Tiempo Ordinario para recordarnos que la fe es la respuesta del alma creyente al misterio de Dios. Se ocupa de hacerlo, por ejemplo, en este XII Domingo del Ciclo B (20.6.2021) a través de sus tres lecturas: 1ª) Job 38, 1.8-11; 2ª) 2 Co 5, 4-17; y 3ª) Mc. 4, 35-41.

En la primera, la Sabiduría del Creador confunde a Job desde su omnipotencia refleja en la naturaleza  (el mar concretamente): que actúa según alcance y límites por Dios impuestos: «¡Llegarás hasta aquí, no más allá -le dije-, aquí se romperá el orgullo de tus olas!» (v.11). El hombre pide a Dios razón del sufrimiento, y Dios le da explicación desde la contemplación del universo. No sabemos si aquellas explicaciones las pudo comprender Job como nosotros hoy, sobre poco más o menos, cuando la despiadada naturaleza nos atiza con Filomenas, Katrinas, Danas y Gotas frías…

San Pablo habla en la segunda de vivir con Cristo y hacerse así una criatura nueva: «Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación: pasó lo viejo, todo es nuevo» (v.17). O sea, según la teología de este fragmento escriturario: Dios que había creado todas las cosas por Cristo (cf. Jn 1,3) restauró su obra, desordenada por el pecado, re-creándola en Cristo (Col 1,15-20). El centro de esta «nueva creación», que afecta a todo el universo (Col 1, 19s) es aquí y en  Ga 6,15, el «Hombre Nuevo» creado en Cristo para una vida nueva de justicia y santidad.

En la tercera lectura el evangelista san Marcos narra / describe la tempestad calmada (Mc 4,35.41). La tormenta del lago, ese fuerte huracán que de pronto se desata en aguas del lago amenazando con echar a pique la embarcación de Jesús y sus apóstoles, nos trae a la memoria la primera lectura, en la que Dios habla a Job desde su omnipotencia capaz de domar instantáneamente la fuerza cósmica del mar.

Los que han vivido la experiencia de la furia del mar dicen que una sola vez basta y sobra, ya que las tempestades marinas son como para no repetir. Del episodio que san Marcos narra, se desprenden dos lecciones a cuál más interesante: Una, la de Cristo, a quien despertaron los discípulos, que increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece! » (v.39). En consonancia, pues, con la primera lectura de Job:  El Cristo del lago no es otro que el mismo Dios poniendo límites a la naturaleza.

La segunda lección del episodio viene de Jesús y sus discípulos conjuntamente: estos acuden a Jesús en el momento del peligro y él, una vez hecha la calma, los recrimina: «¿Por qué  estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe? » (v.40). Habían visto a Jesús hacer milagros aún mayores. ¿Es que ya no se acordaban? Marcos añade un comentario muy oportuno: «Se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: ‘Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?’» (v.41).

Según nos dicen la primera lectura y los salmos, el mar es visto en la Biblia como un elemento amenazador, caótico, que sólo Dios, el Creador, puede dominar, gobernar y silenciar: son sus profundas aguas infinitas, y son innumerable sus caminos, y sus voces, a la postre, soberbias y contritas, por ejemplo, en los tornados de alta mar o en los atardeceres desangrados.

Hay, sin embargo, otra fuerza inmensamente superior, una fuerza positiva, colosal, que mueve al mundo, y que es capaz de transformar y renovar a las criaturas: me refiero a la fuerza del «amor de Cristo», como san Pablo la llama en la segunda carta a los Corintios: «Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 14).

Cristo ha muerto por todos, es decir, en nombre de todos, como cabeza que representaba a la humanidad entera. Pero lo que ante Dios vale en esta muerte no es sino la obediencia de amor que patentiza: el sacrificio de una vida totalmente entregada (Rm 5,19+; Flp 2,8; cf. Lc 22, 42p; Jn 15, 13; Hb 10, 9-10). Los fieles, hechos partícipes de ella por el bautismo (Rm 6, 3-6) deben ratificar esa oblación de Cristo con su vida (aquí, v. 15, y Rm 6,8-11).

Jesús increpó al viento: “¡Calla, enmudece!”

La fuerza del «amor de Cristo» actúa también sobre el cosmos, pero, en sí mismo, el amor de Cristo es «otro» tipo de poder: En el misterio pascual, Jesús pasó a través del abismo de la muerte, porque Dios quiso renovar así el universo: mediante la muerte y resurrección de su Hijo, «muerto por todos», para que todos puedan vivir «por aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 15), y para que no vivan sólo para sí mismos.

El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: «¿Quién es este —se preguntan asombrados los discípulos—, que hasta el viento y las aguas le obedecen?» (Mc 4, 41).

Su fe, salta bien a la vista, aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza. Por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios.

Mas llegará el momento en que también Jesús experimente miedo y angustia y temor: será en Getsemaní. Su Encarnación abarcaba de igual modo este extremo de miedo y de pánico por lo que se le venía encima. Había que apurar el cáliz hasta el fin, y ese remate aguardaba arriba, en el Gólgota, adonde volvería el tentador como león rugiente...

Con todo y con eso, tras la muerte llegó la resurrección, la cual no es un acontecimiento en sí mismo, o sea separado de la muerte: antes bien, el Resucitado es siempre el mismo que fue crucificado. También ya resucitado lleva sus heridas: la pasión está presente en él y, con Pascal, se puede decir que sufre hasta el fin del mundo, aun siendo el Resucitado y viviendo con nosotros y para nosotros.

San Pablo comprendió esta sublime identidad del Resucitado con el Cristo crucificado en el camino de Damasco: en ese momento se le reveló con claridad que el Crucificado es el Resucitado y el Resucitado es el Crucificado, que le dice allí mismo al Saulo perseguidor: «¿Por qué me persigues?» (Hch-9,4). A san Pablo entonces se le cierran los ojos del cuerpo y se le abren los del alma: comprende que la cruz, lejos de ser «una maldición de Dios» (Dt-21, 23), es sacrificio para nuestra redención.

El Apóstol contempla fascinado el secreto escondido del Crucificado-resucitado y a través de los sufrimientos experimentados por Cristo en su humanidad (dimensión terrena) se remonta a la existencia eterna en la que es uno con el Padre (dimensión pre-temporal): «Al llegar la plenitud de los tiempos —escribe a los Gálatas— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (4, 4-5).

Ambas dimensiones -preexistencia eterna junto al Padre y descenso del Señor en la encarnación-se anuncian ya en el Antiguo Testamento, en la figura de la Sabiduría. En los Libros sapienciales del Antiguo Testamento encontramos textos que exaltan el papel de la Sabiduría, que existe desde antes de la creación del mundo.

En este sentido deben leerse pasajes como este del Salmo 90: «Antes de que nacieran los montes, o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios» (v. 2); o como el que habla de la Sabiduría creadora: «El Señor me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra» (Pr 8, 22-23).

También es sugestivo el elogio de la Sabiduría, contenido en el libro homónimo: «La Sabiduría se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo» (Sb8,1).

No es de extrañar, en fin, la gran benignidad y bondad de Dios para nuestra salvación: no contento con redimirnos con su sangre, ruega también por nosotros, para que así como el Padre y el Hijo son una misma cosa, así también nosotros imitemos esta unidad (cf. San Cipriano, Sobre el Padrenuestro, c.30). Las llanuras del Tiempo Ordinario de la sagrada Liturgia son, como se ve, más que llanuras y más que puro entretenimiento. Sencillamente dicho: son misterios. Y, como tales, deleite propio de los hombres nuevos en Cristo.

Identidad entre el Crucificad y el Resucitado

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