Jesucristo, Rey del universo



No es que la festividad como tal nos traiga sin cuidado, que los profesionales de la fe cuidan mucho esas cosas y procuran alertarnos, por la cuenta que nos tiene, acerca de las ultimidades. Tampoco es que Pío XI se inventase nada al instituirla el 11 de diciembre de 1925 con su encíclica Quas primas. Por de pronto en dicho documento se conmemoraba un año Jubilar: el XVI centenario del I Concilio Ecuménico de Nicea (en el que fue definida la consubstancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de ser incluidas en el "Credo Apostólico" las palabras... y su reino no tendrá fin, promulgando así la real dignidad de Cristo).

Su celebración quedó primero establecida en el domingo anterior a Todos los Santos. Desde el concilio Vaticano II cierra el año litúrgico y, generalmente, cualquier otro año especial que se celebre, como el de la Fe, no hace tanto, y esta vez el de la Misericordia, que se apresta a clausurar Francisco. Digo que cierra –entiéndaseme bien- el Año de la Misericordia, no la Misericordia misma, infinita como la misma Deidad. Se cierra también así la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, toda vez que las demás de Roma y catedrales todas del mundo lo hicieron el domingo pasado.

Dentro de unos días empezarán los titulares de los periódicos a suministrar estadísticas con las que los sociólogos pintarán los jeribeques y arabescos de costumbre: dará gusto saber cuántos peregrinos visitaron Roma, cuántos discursos pronunció el papa Francisco, cuántos viajes apostólicos se llevaron a cabo bajo el signo misericordioso. Lo cual está muy bien, qué duda cabe, pero en nada cambiará la esencia misma de la fiesta, que al año que viene volverá con toda su pujanza litúrgica y el mismo empuje bíblico. Lo que sobre todo importa saber ahora es dónde dicha fiesta asienta sus reales y qué pasajes de Sagrada Escritura la sustentan. Y eso nos lo dicen deliciosamente las lecturas del domingo.



La fiesta de la Anunciación, por empezar con el punto alfa, nos depara la oportunidad de oír al ángel Gabriel revelando a la Virgen María esta parte del Misterio: «Y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1,33). San Mateo, en cambio, poniendo rumbo al punto omega de la vida temporal de Jesús, nos emplaza ante la Cruz, en el momento mismo de la Crucifixión, y a propósito de la causa escrita de su condena, cita textualmente: «Este es Jesús, el Rey de los judíos» (Mt 27, 37b).

Con evidente carga bíblica en el mensaje, y tratando de no perder comba, cabe añadir dos frases que los fieles repetimos hasta la saciedad: una es del Padrenuestro, cuando rogamos esperanzados: «Venga [a nosotros] tu reino» (Mt 6, 9-13; Lc 11, 1-4). La otra es la respuesta coral del pueblo de Dios al sacerdote que, terminado el Padrenuestro, concluye que el Señor nos libre de todos los males «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo»: - «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor».

Ya metidos en la Palabra proclamada este domingo último del Ciclo-C, la primera lectura proviene de un fragmento del libro II de Samuel acerca de la consagración de David como rey de Israel y de la conquista de Jerusalén (2Sam 5, 1-13). David es ungido en Hebrón rey de Israel. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin. De hecho, san Juan, tan puntual y matizado siempre, dice al respecto: «Pilato redactó también una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: “Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos”. Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad; y estaba escrita en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: “No escribas: ‘El Rey de los judíos’, sino: ‘Este ha dicho: Yo soy Rey de los judíos’. Pilato (seguramente harto ya de hacer el figurón en tan injusto juicio cediendo en todo ante aquellas hordas enloquecidas), respondió: “Lo que he escrito, lo he escrito”» (Jn 19, 19-22).



La segunda lectura, sacada esta vez de Col. 1,12-20, recoge unas frases paulinas admirables, amén de oportunas. Dice primero el Apóstol que Dios Padre «nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col 1, 13), y a continuación expone en forma díptica la primacía de Cristo: «Todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas» (Col 1, 15-20).

El Evangelio del misericordioso Lucas (Lc 23, 35-43) refiere el episodio de un Jesús ultrajado, Mesías de Dios y Elegido, de quien los soldados hacían objeto de burla ofreciéndole vinagre. Pero era el Elegido; era el vaticinado en la predicha lectura de Samuel cuando David fue ungido en Hebrón. San Agustín nos regala este precioso comentario acerca del reino revelado a los pequeños (Mt 11,25; Lc 10,21):

« ¡Cuán grande es esta gracia! Cristo en el cielo, Cristo en la tierra, Cristo a la vez en el cielo y en la tierra. Cristo con el Padre, Cristo en el seno de la Virgen, Cristo en la cruz, Cristo en los infiernos para socorrer a algunos; y en el mismo día, Cristo en el paraíso con el ladrón confesor. ¿Y cómo lo mereció el ladrón sino porque retuvo aquel camino en que se manifestó su salvación? No apartes tú los pies de ese camino, pues el ladrón, al acusarse, alabó a Dios e hizo feliz su vida. Confió en el Señor y le dijo: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino (Lc 23, 42). Consideraba sus fechorías, y creía ya mucho, si se le perdonaba al final. Mas como él dijo: Acuérdate de mí; pero ¿cuándo?: Cuando estuvieres en tu reino, el Señor le replicó en seguida: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 42.43). La misericordia logró lo que la miseria pospuso» (Serm. 67, 7).

Con el ladrón arrepentido, Jesús ejerció de Jesús (=Salvador): hoy estarás conmigo en el paraíso. Y con Jesús crucificado, el ladrón arrepentido «alabó a Dios e hizo feliz su vida, y así la misericordia logró lo que la miseria pospuso» (Serm. 67, 7).

Cristológico final este del Año litúrgico, sin duda. También, esta vez, del Año de la Misericordia. Cabría decir, en consecuencia, que el culmen del cosmos y de la historia no lo son tanto los novísimos (fiesta de Todos los Santos), cuanto, más bien, la Realeza de Cristo, esa que colma nuestra esperanza y da plenitud a nuestra fe. Pío XI dejó claro qué pretendía conjurar en aquellos «tiempos presentes» de 1925 con la institución de esta fiesta:

«Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios» (Quas primas, 23).



A casi un siglo ya de todo aquello, no parece sino que, en tantas cosas, esta sociedad de hoy, de posmodernidad y globalización a pasto, estuviera respirando la misma peste laicista de impiedad y desprecio de Dios que entonces, si es que no peor. ¿Qué se puede pensar de Estados que todavía siguen creyeron poder pasarse sin Dios, y ponen a estas alturas de la película su religión en forrarse a cuenta de los sufridos ciudadanos? ¿Y qué esperar de políticos entregados a la corrupción y a pisotear los derechos del hombre, empezando por el primero y más sagrado que es la vida?

Lo más grave de las cosas que están pasando es que no acaben de pasar. Y lo peor de las que ya pasaron es que vuelvan a las andadas y tornen a heredarse como las olas. Entre las funestas consecuencias a que nos vienen exponiendo las sucesivas oleadas de emigrantes, por ejemplo, destaca la de poner al descubierto las triquiñuelas, tacañerías y falta de preparación en el oficio, de esta Europa muy de Cristo Rey cuando hay que sacar pecho con las JMJ, pero luego, a la hora de la verdad, medio hemipléjica, sin apertura de alma ni generosidad de espíritu.

Y para terminar de complicarlo más, en esto que llega Donald Trump y pilla completamente desprevenidos, o con el paso cambiado, a la mayoría de los periodistas que ya se habían hecho a la idea de la rubia señora Clinton. Los cuales ahora, desdichadamente, no tienen mejor ocurrencia que descalificar al futuro inquilino de la Casa Blanca con insultos de pata de banco, es decir, de patanes. O sea, con escasez de ideas y trumpismo desaforado.

Muchos habrán pedido que la antigua Secretaria de Estado no se vaya todavía, pero tendrán que resignarse a que de aquí en adelante sólo brille por su ausencia. Ignoraremos si además de una gran trabajadora, esta hermosa señora era una gran oradora. Pero las urnas –además de su pésima gestión en Siria- no parecen haberle dado la razón. Es la hora de los intérpretes de Babel, que son políglotas pero no se entienden en ningún idioma.

Hay despreocupados políticos que contemplan con cierta preocupación, más que nada por salir de su indolente parsimonia, cómo se derrumban las antiguas torres que desprecio al aire fueron, mientras procuran que no les caigan encima los cascotes y el ritmo de la vida se les haga un vivir sin vivir. Porque vivir consiste, según las malas artes de la política, en ponerse a salvo mientras otros quieren salvarnos. Benditos los que creen no sólo que el mundo tiene remedio, sino quienes están convencidos de que son ellos los llamados a remediarlo.


La diversidad, en esto como en todo, es la gran musa del mundo. Cada uno es cada uno, pero entre todos hemos conseguido no ser nadie o, a lo sumo, ser aún menos de lo que éramos. Pues si los que manejan el dinero resultan incapaces de arreglar lo que parece no tener arreglo después de tantos fallidos proyectos, evidentemente por flojera en el bolsillo, que dejen por lo menos que lo intente con majestad y mansedumbre, con esa paz que no conoce el mundo y su incesante entrega que no conoce límites, Cristo Rey. Así de sencillo.

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