Martín Lutero, su Reforma y el Ecumenismo



He aquí tres conceptos convergentes que polarizan bibliografía, oratoria y conmemoraciones del V Centenario de la Reforma. Dentro de unos meses, cuando todo haya acabado, será cuestión de evaluar cuál de los tres ha tenido más fortuna, o si han corrido los tres pareja suerte y punto menos que al alimón. Lutero, desde luego, es el personaje. La Reforma, su herencia. Y el Ecumenismo, ese movimiento que ha hecho posible desde hace cincuenta años a esta parte que luteranos y católicos se entiendan y trabajen juntos por la santa causa de la unidad. Pruebo a detenerme sucintamente en cada uno.

1. Martín Lutero

1:1) Esbozo biográfico. Nace el 10 de noviembre de 1483 en la actual Lutherstrasse de Eisleben (Sajonia-Anhalt, Alemania). Segundo hijo del matrimonio Hans Lutero y Margarita Ana Lindemann, recibe a la mañana siguiente las aguas lustrales del bautismo: el párroco Bartolomé Rennebecher le impone el nombre del santo del día: Martín. El 17 de julio de 1505, iniciado en los estudios de derecho y a punto de cumplir los 22 de edad, llama a la puerta del monasterio de los Agustinos eremitas de Erfurt, perteneciente a la Congregación reformada de Alemania.

Hecho el noviciado, emitidos los votos y dado a los estudios teológicos, el 3 de abril de 1507, Sábado de Gloria, es ordenado de presbítero en la catedral de Erfurt. El 19 de octubre de 1512 recibe el birrete doctoral y se convierte así en el sucesor de Juan de Staupitz en la cátedra de Sagrada Escritura de la Universidad de Wittenberg. Entre 1513-15 explica los Salmos; en 1515-16, la Carta a los Romanos; de octubre del 16 a marzo del 17, Gálatas; y en 1517-18, Hebreos.

La Biblia le ganó corazón y voluntad: la leía cuidadosamente y por ella suspiraba siempre que otras clases se lo permitían. Llenaba su vida toda. Aspiraba no sólo a presentar a los académicos la Sagrada Escritura como cimiento de la fe y de la piedad, sino también al pueblo en pro de una frecuente y reposada lectura: «La Sagrada Escritura reduce la sabiduría de todos los demás libros a locura, porque ninguno enseña sobre la vida eterna como éste…» (WA 50, 657-661).

De ahí el «desmenuzar, no sólo en el corazón, sino también externamente las expresiones verbales y las palabras escritas en el Libro, leerlas y releerlas, reflexionar con afanosa atención qué es lo que el Espíritu Santo quiere decir con ello…» (Ib.). La tentación se encargará de enseñar «no sólo a saber y a comprender, sino también a experimentar cuán justa, cuán verdadera, cuán dulce, cuán amorosa, cuán poderosa, cuán consoladora es la Palabra de Dios, sabiduría sobre toda sabiduría…» (Ib.).

San Pablo será quien sustente el sistema teológico todo de Lutero: entiende los textos paulinos como dirigidos a su interioridad, al agustino que lleva dentro. Especialmente fecunda su traducción de la Biblia de Wittenberg. Lutero la mejoró en sucesivas ediciones, asesorado en ello, claro es, por un buen cuadro de exégetas. Durante su vida vieron la luz no menos de 430 ediciones. Pudo así superar las diferencias dialectales y poner la Biblia en manos del pueblo.



1:2) Lutero y san Agustín. Al principio reparó poco en él, hasta que más adelante, dada su condición de agustino, fue a parar a sus libros. De hecho, cuando en la primavera de 1513 inició en Wittenberg sus lecciones sobre los Salmos, remitía con frecuencia a las Enarraciones sobre los Salmos. Escribe, además, en 1516 que ha leído los escritos anti-pelagianos, y en el mismo año imparte lecciones sobre la Carta a los Romanos. Sabemos también con certeza que en 1517 planeaba una reforma de los estudios teológicos que pasaba, en definitiva, por una separación de la escolástica y una vuelta a san Agustín. Coincidía con los humanistas en el rechazo a la escolástica. Quería destronar al gran Aristóteles y sustituirlo por san Agustín. Él y Karlstadt implantaron en la Universidad de Wittenberg el biblismo y el agustinismo, aunque luego, a partir de 1522, cada uno siguiera su camino.

Escribiendo en 1545 un prólogo para el primer tomo de la edición completa de sus escritos en latín, parece desentenderse del Padre y Fundador. Pese a ello, celebrará en el alma descubrir que éste llegó a enseñar sobre la justicia de Dios entendida como justicia por la cual los justos son justificados (Cf. WA 54, 185). Estimó la Regla de San Agustín, por prudente y moderada, digna del genio de Hipona (Cf. WA 44, 782) y siempre estuvo al tanto de las sucesivas ediciones de sus obras. Leyó a menudo, pues, sus escritos, aprendiéndose muchos, según refiere Melanchthon, de memoria. Su primera lectura del santo data del otoño de 1509. Ya en 1510, se lleva a los ojos De Trinitate y De civitate Dei. Y en 1513, para preparar las lecciones sobre los Salmos, acude a los préstamos del Hiponense.

La herencia paulina le llega sobre todo a través de la tradición de la Orden de San Agustín, y en particular con los escritos anti-pelagianos del Doctor de la Gracia, de quien deja para siempre esta lapidaria frase: «Aquel pequeño obispo o párroco de Hipona, san Agustín, es en toda la cristiandad mayor que cualquier papa, cardenal o arzobispo» (WA 38, 327).

1:3) Adagio final de una vida.- Las últimas horas de Lutero en este mundo estuvieron presididas por una fe ardiente en Dios Padre y en su Hijo Jesucristo, a quien encomendó el alma con fervoroso recogimiento. Su oración en los últimos instantes resulta conmovedora y digna de un coral de Bach:

« ¡Oh Padre mío celestial, Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Dios de toda consolación! Yo te agradezco el haberme revelado a tu amado Hijo Jesucristo, en quien creo, a quien he predicado y confesado, a quien he amado y alabado, a quien deshonran, persiguen y blasfeman el miserable papa y todos los impíos. Te ruego, Señor mío Jesucristo, que mi alma te sea encomendada. ¡Ah, Padre celestial! Tengo que dejar ya este cuerpo y partir de esta vida, pero tengo por cierto que contigo permaneceré eternamente y nadie me arrebatará de tus manos » (WA 54, 491).

Martín Lutero expiró en la madrugada del jueves 18 de febrero de 1546, en Eisleben, ciudad donde sesenta y dos largos años antes había visto la luz y recibido el bautismo. Por orden del príncipe Juan Federico, elector de Sajonia, llegada al día siguiente por la tarde, sus restos, camino ya del sepelio en Eisleben, debían, sin embargo, ser llevados solemnemente hasta Wittenberg, en cuya iglesia del castillo ducal –Schlosskirche-, una vez acabada la oración fúnebre de Felipe Melanchthon en nombre de la Universidad, se le dio cristiana sepultura el lunes 22 de febrero de 1546, en medio del afecto familiar y de una multitudinaria concurrencia de autoridades académicas y civiles. Su esposa, Catalina de Bora, fallecería en Torgau el 20 de diciembre de 1552.



El luteranismo alcanzó en quince años la mayor parte del norte del Imperio, y llegó a ser la religión oficial de los países escandinavos. Logró introducirse en los Estados Unidos a raíz de las emigraciones alemanas, formando grandes núcleos luteranos, algunos muy conservadores, por cierto, como el Sínodo de Missouri. Esta celérica expansión responde en gran medida al uso de selectas palabras-eslóganes, como «sola fides», «sola Scriptura», «unus Redemptor», «el cristiano es libre», «libertad del cristiano», «sacerdocio común», «justo y pecador a la vez», y «pueblo de Dios».

La historia del luteranismo durante el s. XVII representa un gran esfuerzo de formulación teológica y de sistematización coherente, sin originalidad, eso sí, y a veces hasta traicionando el espíritu de Lutero. Surge en el XVIII un tipo de espiritualidad pietista destinada al cultivo del sentimiento religioso al que responderá la coral luterana, cuyas más altas cumbres logró escalar con su genialidad artística y profunda fe J. S. Bach.




2. La Reforma.- La ruptura del 31 de octubre de 1517 dio lugar en las siguientes décadas a masacres, guerras atroces y odio feroz entre ambas comunidades cristianas. La de Lutero y luego de sucesivas ramas protestantes fue la más grande y dolorosa ruptura cristiana: destruyó una unidad más que milenaria. Los movimientos reformistas del XVI irrumpieron determinados por otros que habían sido antes amenaza más o menos seria, según casos, contra la unidad eclesial. Los principales protagonistas del protestantismo fueron Martín Lutero (1483-1546) en Alemania, Juan Calvino (1509-1564) en Francia y Suiza, Ulrico Zuinglio (1484-1531) en la Suiza alemana, y Enrique VIII (1491-1547) en Inglaterra.

Señalan los historiadores entre las causas del desastre: 1) Inveterados abusos dentro de la Iglesia; 2) Egoísmos y ambiciones de los príncipes temporales; 3) Corrientes nominalistas de la escolástica decadente: se abrió camino el estudio del griego abandonando las tradiciones medievales y yendo a las fuentes (las Iglesias de la Reforma, de hecho, proclamaron entonces, y en ello están, que no son innovadoras); 4) Corrupción y centralismo de la Curia Romana, en su mayoría de italianos: lo jurídico-romano se impuso hasta el absurdo; 5) Nacionalismo incipiente: a la burguesía le dio por plegarse complacida ante el nuevo ambiente protestante; 6) Gusto por la crítica del Renacimiento: empezó a ponerse en tela de juicio lo que hasta entonces había sido cosa común admitir; y, en resumen, 7) El Humanismo del XVI, que emancipó a los pueblos de las comunidades feudales y fomentó el individualismo total, rompiendo así el equilibrio de las sociedades y de la Iglesia al contraponer personalidad individual a Jerarquía.

Además de religiosos, por tanto, los factores determinantes de la escisión fueron también políticos. Lutero no es solo el primer autor de la Reforma, sino que su doctrina se encuentra, para lo esencial, en los otros, a quienes da cierta cohesión. Figura la suya, por otra parte, muy controvertida. Ya Heinrich Boehmer decía que «existen tantos Luteros como libros de Lutero».

Quieren ver unos en el ex agustino al «héroe de la fe». Otros, a un «hereje y destructor de la unidad de la Iglesia». Ven los más en él a un «padre de la Iglesia» del protestantismo. Tampoco falta quien lo define paladín de la razón y la libertad.

Para los católicos, fue durante largo tiempo el hereje por antonomasia, culpable de la división de la Iglesia occidental. Tiempos, por fortuna, ya del pasado. «La investigación católica sobre Lutero en el siglo XX imprimió un importante giro en la comprensión del Reformador: llevó al reconocimiento de la aspiración genuinamente religiosa de Lutero, a un juicio más justo sobre el reparto de culpas por la división de la Iglesia y, por influencia del ecumenismo, a la recepción de algunos planteamientos de Lutero y –no menos importante- sus himnos litúrgicos» (Kasper). Ecumenistas de la talla de Congar se han acercado al Reformador para salir al público con biografías temperadas y, a la postre, conformes con la verdadera imagen del personaje.

Todo ello, claro es, tampoco impide afirmar que entre las Iglesias subsisten puntos controvertidos. De ahí la esperanza de que el V Centenario nos acerque más a la unidad. No importa que el ecumenismo de Lutero no fuera el nuestro. Ni que al fin de su vida viese casi imposible unirse a Roma. Difícilmente habría podido imaginar que los católicos cantarían hoy en los oficios religiosos himnos litúrgicos por él compuestos. Sostuvo que la razón de su separación de la Iglesia, por encima de miserias y deficiencias, era «doctrinal».

Pretendió una «Reforma en la Iglesia». De ahí que la Reforma no fuese para él sino la vuelta permanente de la Iglesia a su misión de predicar, entendida de un modo ecuménico y universal como el examen y la autocrítica continua de su vinculación al mensaje del Evangelio. Lo revolucionario en ella–aunque el término reforma, dicho sea de paso, juega en él un papel menor- se nutre de lo revolucionario del Evangelio mismo.

Los puntos nodulares de tan innovadora doctrina, revolucionaria en definitiva, cabría reducirlos a: 1) La doctrina de la Justificación; 2) de la Misa; 3) de la Iglesia; y 4) de la Infalibilidad. Más que reforma, el luteranismo fue una revolución. Exceptuados los grandes misterios (Trinidad, Encarnación, Redención), toda la doctrina de la Iglesia era puesta en solfa, rechazada o modificada. La Iglesia católica, claro es, no podía quedar impasible ante esta osadía. Y la ruptura llegó en junio de 1520, cuando León X condenó al Reformador con la bula Exsurge, Domine, que este arrojó al fuego. Más tarde llegaría Trento con su condena.

Sólo el Vaticano II rompió ese maleficio instando al respeto mutuo. Lo hizo mayormente desde Unitatis redintegratio al afirmar que «Las Iglesias y Comunidades eclesiales que se separaron de la Sede Apostólica Romana, bien en aquella gravísima crisis que comenzó en el Occidente ya a finales de la Edad Media, bien en tiempos posteriores, están unidas con la Iglesia católica por una particular relación y afinidad a causa de haber vivido durante mucho tiempo en siglos pasados la vida cristiana en la comunión eclesiástica» (UR 19: BAC 422, 751s).



3. El Ecumenismo. Modernamente se habla de confesionalización, término alusivo al proceso que, una vez muerto Lutero, llevó, de un movimiento reformista en el conjunto de la Iglesia, a la Reforma. Claro que también la Iglesia católica contrajo rasgos confesionales con la posconciliar Professio fidei tridentina (1564), aunque sin llegar a entenderse a sí misma como Iglesia confesional. Aquella época fue quemando etapas de lejanía y división entre católicos y protestantes hasta 1918.

Pretender hoy resucitar la época confesional sería condenarse al fracaso. Ni los proyectos católicos de restauración ni las conmemoraciones centenarias en este 2017 permiten suponer semejante cambio a largo plazo. Los nuevos aires dialógicos de Edimburgo (1910) y del Vaticano II (1962-65) dieron pie, por diversos modos e idéntico fin, no solo a una nueva imagen de Martín Lutero, sino también a un prometedor futuro en las relaciones católico-luteranas.

La preocupación de no perjudicar la credibilidad del cristianismo llevó en 1910, efectivamente, a la primera Conferencia mundial sobre la misión, cuyos pioneros pudieron tantear modos de superar la división cristiana. Es verdad que durante decenios Roma consideró este problema con escepticismo, por no decir aversión: antes del Vaticano II, buscaba Roma restablecer la unidad como «regreso de nuestros hermanos separados a la verdadera Iglesia de Cristo [...], de la que lamentablemente se alejaron en otro tiempo» -así Pío XI en su encíclica Mortalium animos (1928)-. Pero no es menos cierto que el Vaticano II introdujo un cambio radical.

Reconoció responsabilidad de la Iglesia católica en la división de los cristianos y subrayó que el restablecimiento de la unidad suponía la conversión de unos y otros al Señor. En vez del ecumenismo de «regreso», domina hoy el del itinerario común, orientado hacia la meta de la comunión eclesial, entendida como unidad en la diversidad reconciliada. La unidad cristiana se va haciendo cada vez más urgente. Las fronteras nacionales distan de tener, como en pasados tiempos, función disociadora.

Hoy, por contra, los peligros pueden ser de sincretismo y amalgama de pueblos y culturas cuyas diferencias religiosas mantienen un potencial devastador cuando grupos de fanáticos incontrolados se aprovechan de ellas para sus intereses nacionales, políticos o económicos. Recuérdense Yugoslavia, Irlanda del Norte, los Balcanes y algunos países del Oriente Próximo, ahora mismo Siria.

La razón del compromiso católico por el ecumenismo no se ha de buscar, sin embargo, en consideraciones pragmáticas, por importantes que sean, sino, más bien, en el convencimiento de que, con su división, los cristianos bloquean la voluntad del Señor. En la última Cena, Jesús pidió al Padre «que todos sean uno [...] para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21). Fue su testamento para toda la cristiandad. Ser católico y ecuménico, entonces, no son dimensiones opuestas entre sí. Son caras de la misma medalla.

La Iglesia católica se abrió desde el Vaticano II a un diálogo con las Iglesias y comunidades eclesiales de Oriente y Occidente. El oficial con las luteranas resultó fecundo y prometedor, llevándose la palma desde el principio la doctrina de la justificación, origen de la ruptura en el siglo XVI.

La justificación para Lutero no era solo asunto teórico. Era, ante todo, existencial. De ahí su machacona insistencia: « ¿Cómo encontrar a un Dios misericordioso? ¿Cómo encontrar en mí la paz y la serenidad?». Se esforzó en obras buenas, aunque sin paz interior. ¡Para desesperarse! Al fin, mediante la carta a los Romanos, descubrió que san Pablo, cuando habla de la justicia de Dios, no quiere afirmar que Dios nos considera justos porque nos hemos justificado por nuestras buenas obras, sino porque él nos acepta como pecadores. No es nuestra justicia, sino la justicia de Dios, que nos es dada por los méritos de Cristo, sin nuestra colaboración, sólo por gracia y por fe («sola gratia, sola fide»).

Trento, claro es, no pudo aceptar esa doctrina tal y como entonces se entendía. Pero condenó la pelagiana, según la cual puede uno justificarse a sí mismo mediante las buenas obras, concluyendo que está en nosotros el cooperar a nuestra justificación, no con propias fuerzas, sino porque la gracia nos vuelve capaces de hacerlo. Quería Trento, además, destacar que Dios no sólo nos declara justos, sino que nos hace justos; nos santifica y, sin mérito nuestro, nos renueva.

Desdichadamente tal doctrina nos mantuvo separados durante cuatrocientos años a causa de un modo diverso de entender el núcleo de la buena nueva salvadora. Sólo en su rechazo al sistema nazi en campos de exterminio de la II Guerra Mundial, numerosos católicos y evangélicos entendieron que no estaban tan lejos unos de otros: era más lo que unía que lo que separaba. El movimiento ecuménico pudo así aprovechar desde 1945 esas experiencias.

Numerosos teólogos católicos y evangélicos, pues, investigaron, juntos ahora, Escritura y santos Padres. Consideraron de cerca la historia de la Reforma, escritos de Lutero y Trento, llegando a menudo a idénticas conclusiones.

El diálogo ecuménico a raíz del Concilio pudo asimismo aprovechar la investigación anterior concluyendo con un amplio consenso sobre la doctrina de la justificación, cuya Declaración conjunta firmada solemnemente en Augsburgo el 31 de octubre de 1999, no se impuso llovida del cielo, sino como fruto de largos decenios dialógicos entre ecumenistas. Hubo un repunte de calidad, eso sí. Lo anterior podía considerarse logro de individualidades que no representaban oficialmente a sus Iglesias. Ahora, en cambio, eran las mismas Iglesias las llamadas a proseguir. La FLM y el PCPUC decidieron por eso acometer una «Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación».

A finales de octubre de 2016, el papa Francisco y el obispo Munib Younan, presidente de la FLM, firmaron en Suecia una Declaración conjunta en la que agradecen a Dios por ese momento de la visita y porque los últimos cincuenta años de diálogo han vuelto más profunda nuestra mutua comprensión y confianza. Lamentan el daño infligido por luteranos y católicos a la unidad visible de la Iglesia, rechazan toda violencia cometida en nombre de la religión, e instan a trabajar conjuntamente para acoger al extranjero, socorrer las necesidades de los que son forzados a huir a causa de la guerra y la persecución. Y para concluir, ruegan «por un cambio de corazón y mente que conduzca a una actitud amorosa y responsable en el cuidado de la creación».



El Informe Del conflicto a la comunión, avanzaba en 2013 la hoja de ruta para 2017 y años sucesivos. Católicos y luteranos identifican cinco imperativos para 2017: 1) Comenzar siempre desde la perspectiva de la unidad, no desde la división. 2) Dejarse transformar mediante el encuentro de los unos con los otros y por el mutuo testimonio de la fe. 3) Comprometerse en la búsqueda de la unidad visible. 4) Redescubrir conjuntamente el poder del evangelio de Jesucristo para nuestro tiempo. 5) Dar testimonio común de la misericordia de Dios: «Luteranos y católicos, en definitiva, compartimos la meta de confesar a Cristo, en quien debemos creer primordialmente por ser el único mediador (1 Tim 2, 5-6)» (DCDJ 18). Ojalá 2017 resulte, ecuménicamente hablando, una Christusfest (celebración de Cristo).

Para la Asociación de los Amigos del
Monasterio de Santa María de La Vid (Burgos)
Domingo 7 de mayo de 2017.


Pedro Langa Aguilar, OSA
Teólogo y ecumenista

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