El Miércoles de Ceniza, prólogo de la Cuaresma



La Cuaresma empieza con el sugestivo rito de la imposición de la ceniza, a través del cual hacemos nuestro el compromiso de orientar el corazón hacia la Pascua. No evoca ese tono gris de la vida que llamamos tristeza, que esa va en caras y en situaciones, sino un don precioso de Dios, tiempo fuerte y denso de significado en el camino de la Iglesia. Con la divina invitación al sincero arrepentimiento, a un itinerario espiritual que concierne en profundidad a la conciencia y supone el firme propósito de enmienda -«Volved a mí de todo corazón» (2, 12)- el profeta Joel pretende poner en práctica desde la primera lectura una actitud de auténtica conversión a Dios —volver a él—, reconociendo su santidad, su poder y su grandeza.

Conversión posible, pues Dios es rico en misericordia y grande en el amor. La llamada a convertir nuestro corazón a Dios ha de hacernos caer en la cuenta de que no lo podemos conseguir sólo con nuestras fuerzas, por muy grandes y titánicas que sean, porque es Dios quien nos convierte y sigue ofreciendo su perdón, invitándonos a volver a sí para darnos un corazón nuevo, purificado del mal que oprime, y hacernos partícipes de su gozo. Nuestro mundo necesita ser convertido por Dios; necesita su perdón, su amor; un corazón nuevo.

« ¡Reconciliaos con Dios! » (2 Co 5, 20). Es san Pablo quien así nos exhorta en la segunda lectura y el que prosigue con insistencia: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (ib.). No se arruga ante la misión recibida, sino que la desempeña con decidido empeño, total entrega y laudable coraje, resuelto a que nos abramos a la Gracia y a dejar que Dios nos convierta: «Como cooperadores suyos que somos, —escribe— os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios» (2 Co 6, 1).

Habla san Pablo a los cristianos de Corinto, pero a través de ellos quiere dirigirse a los hombres todos, ya que todos, en efecto, tienen necesidad de la gracia de Dios. De modo que el apremio del Apóstol se abre paso reiterativo: «Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de la salvación» (2 Co 6, 2). Entre el tiempo de la venida de Cristo al mundo y el de su vuelta, discurre un tiempo intermedio, que es el «día de salvación». Tiempo apto para la conversión, concedido para la salvación del «Resto» y de los gentiles. Los cristianos, pues, debemos ser un mensaje viviente, más aún, en muchas ocasiones somos el único Evangelio que los hombres de hoy todavía leen. He aquí un motivo más para vivir bien y sin darse reposo la Cuaresma: dar testimonio de fe vivida en un mundo en dificultad, que necesita volver a Dios, necesita convertirse.

«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial» (Mt 6, 1). Practicar la justicia quiere decir aquí practicar las obras buenas que hacen justo al hombre ante Dios. Las principales eran, a los ojos de los judíos, la limosna, la oración y el ayuno. Jesús hace en el Evangelio de hoy una relectura de las tres susodichas obras de misericordia fundamentales previstas por la ley de Moisés: la limosna, la oración y el ayuno caracterizan al judío observante de la ley.

Andando el tiempo, sin embargo, cayeron en el formalismo exterior, e incluso llegaron a transformarse en un signo de superioridad. Jesús destaca una tentación muy común y siempre al acecho en estas tres obras de misericordia, a saber: cuando se realiza una obra buena, surge casi por instinto el deseo de ser estimados y admirados por ello, es decir, se busca una satisfacción. Limosna, oración y ayuno: he ahí el camino de la pedagogía divina que nos acompaña, no sólo en Cuaresma, hacia el encuentro con el Señor resucitado; con la certeza de que el Padre celestial sabe leer y ver también en lo secreto de nuestro corazón y no precisa de ojos para ver, ni de esnobismos ni exhibicionismos para presumir.



El camino cuaresmal que la imposición de la Ceniza inaugura hoy dura cuarenta días: su meta no es otra que la alegría de la Pascua del Señor. De ahí que el Apóstol insista con aire de consigna bien precisa: «Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación» (2 Co 6, 1-2). De hecho, si ajustamos el análisis, en la visión cristiana de la vida habría que decir que cada momento es favorable y cada día es día de salvación, pero la liturgia de la Iglesia refiere estas palabras de un modo totalmente especial al tiempo de Cuaresma, claro.

Que los cuarenta días de preparación a la Pascua son tiempo favorable y de gracia lo podemos deducir precisamente de la llamada que el austero rito de la imposición de la ceniza nos dirige y que se expresa, en la liturgia de hoy, con dos fórmulas de señalado acento y hasta de clara complementariedad de sentido: una, «Convertíos y creed en el Evangelio»; y la otra, «Acuérdate de que eres polvo y al polvo tornarás».

La primera exhortación es a la conversión, una palabra a considerar en su extraordinaria seriedad, dándonos cuenta del sorprendente mensaje que implica. Convertirse significa cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no así, al buen tuntún, como para ir tirando con un pequeño ajuste, sino con verdadero cambio de rumbo. Conversión es ir contracorriente, donde la «corriente» es el estilo de vida superficial, desenfadado, incoherente y hasta ilusorio que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal, o en cualquier caso prisioneros de la mediocridad moral.

Con la conversión, en cambio, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su persona, es Él. Porque Él es la senda por la que todos están llamados a caminar en la vida, dejándose iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos por el camino de la paz. Lo dejó dicho y bien sentado en frase que recoge san Juan: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Jesús es el Camino, pues, y lo es en cuanto que revela al Padre, nos da a conocer el camino hacia el Padre; Él mismo es el único acceso al Padre, y con todo es uno con Él.

La conversión, siendo así, no es una simple decisión moral. Antes al contrario, es una elección de fe, que nos implica por completo en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús. Convertirse y creer en el Evangelio no son, por tanto, dos cosas distintas o de alguna manera sólo conectadas entre sí, sino que expresan la misma realidad. La conversión es el «sí» total de quien entrega su existencia al Evangelio, respondiendo libremente a Cristo, que antes se ha ofrecido al hombre como camino, verdad y vida, como el único que lo libera y lo salva.

El «convertíos y creed en el Evangelio» no está, en consecuencia, sólo al inicio de la vida cristiana, sino que acompaña todos sus pasos. Cada día es momento favorable y de gracia, porque cada día nos impulsa a entregarnos a Jesús, a confiar en Él, a permanecer en Él, a compartir su estilo de vida, su modus operandi, a aprender de Él el amor verdadero, a seguirlo en el cumplimiento diario de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida.

El momento favorable y de gracia de la Cuaresma también nos muestra su significado espiritual mediante la antigua fórmula: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo tornarás (o volverás)», que el sacerdote pronuncia cuando impone sobre nuestra cabeza un poco de ceniza. Nos remite así a los comienzos de la historia humana, cuando el Señor dijo a Adán después de la culpa original: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gn 3, 19). Aquí la Palabra de Dios nos recuerda nuestra fragilidad, más aún, nuestra muerte, que es su forma extrema.

La fórmula litúrgica «acuérdate de que eres polvo y al polvo tornarás» encuentra la plenitud de su significado en referencia al nuevo Adán, Cristo. También Jesús, el Señor, quiso compartir libremente con todo hombre la situación de fragilidad, de endeblez, especialmente mediante su muerte en la cruz; pero precisamente esta muerte, colmada de su amor al Padre y a la humanidad, lejos de fragilizar a Jesús de modo irreversible, fue el camino seguro para la gloriosa resurrección, mediante la cual Cristo se convirtió en fuente de una gracia donada a quienes creen en Él y de este modo participan de la misma vida divina.



El pequeño gesto de la imposición de la ceniza nos desvela la singular riqueza de su significado: es una invitación a recorrer el tiempo cuaresmal como una inmersión más consciente, más intensa y más abismada y señalada en el misterio pascual de Cristo, en su muerte y resurrección. Con la imposición de la ceniza renovamos nuestro compromiso de seguir a Jesús, de dejarnos transformar por su misterio pascual, para vencer el mal y hacer el bien, para hacer que muera nuestro «hombre viejo» vinculado al pecado y hacer que nazca el «hombre nuevo» transformado por la gracia de Dios.

Las palabras del Apóstol Pablo a los cristianos de Corinto: « ¡Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de la salvación!» (2 Co 6,2), indican que este momento no puede dejarse pasar así, por las buenas, que se nos ofrece a nosotros en él (en ese momento) una ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se concentra en el compartir con el que Cristo ha querido caracterizar su existencia, asumiendo todo lo humano hasta hacerse cargo del mismo pecado de los hombres.

La frase de san Pablo es muy fuerte, incisiva en extremo: Dios «le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él». Jesús, el inocente, el Santo, «A quien no conoció pecado» (2 Co 5,21), se hace cargo del peso del pecado compartiendo con la humanidad el éxito de la muerte y de la muerte de cruz. La reconciliación que nos viene ofrecida ha tenido un precio altísimo, bien es cierto, el de la cruz elevada sobre el Gólgota, sobre el que estuvo colgado el Hijo de Dios hecho hombre.

Y san Pablo recuerda que el anuncio de la Cruz resuena en nosotros gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador, un reclamo para nosotros, a fin de que este camino cuaresmal sea caracterizado por una escucha más atenta y asidua y provechosa de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros pasos para que pisemos caminos rectos por la inefable y espaciosa llanura de la paz.

En el Evangelio de Mateo, Jesús hace referencia a tres prácticas fundamentales previstas por la ley mosaica –y permítaseme insistir, porque a ellas vine antes--: la limosna, la oración y el ayuno. Las tres son también indicaciones tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de «retornar a Dios con todo el corazón». Pero Jesús no pierde la ocasión de denunciar la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparecer, las actitudes que buscan el aplauso y la aprobación. El verdadero discípulo no se sirve a sí mismo o al «público», sino a su Señor, en la simplicidad y en la generosidad: «Y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4).



Nuestro testimonio entonces será tanto más incisivo cuanto menos busquemos nuestra gloria y seamos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, estar unidos a Él, aquí, en el camino de la fe y, al final de nuestra vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con Él para siempre (cf. 1 Co 13,12). La muerte de Cristo arranca la máscara a la impostura y al impostor. La muerte, consecuencia del pecado, fue vencida por Cristo. Y esta derrota estalla en la victoria pascual.

El hombre así, regenerado, accede a una era nueva, a una existencia nueva, que, a través de la fe y la esperanza, le hace compartir la condición del Resucitado. La liturgia del Miércoles de Ceniza, pues, a la vez que nos abre al itinerario mistérico de la Cuaresma y de la Pascua recordando nuestra condición de fragilidad y endeblez humanas, nos hace asimismo pregustar las mieles de la resurrección.

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