«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»



Bien adentrados ya en el camino de la Pascua, la sagrada liturgia centra hoy su catequesis en ilustrarnos las exigencias que plantea el hecho de resucitar con Cristo. Lo dejó escrito san Pablo en Colosenses: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3, 1-2). Por supuesto que detrás del haber resucitado con Cristo está el Bautismo, que lo rinde posible.

La catequesis litúrgica, por eso, echa mano inmediatamente de la Comunidad apostólica de Jerusalén, la que se va poco a poco extendiendo hasta dar el trascendental paso de llamar a los gentiles para que también ellos la integren, conformen y difundan. Es lo que deja hoy entender el discurso de Pedro en casa de Cornelio.

Primero con la tesis de la voluntad salvífica universal de Dios: «Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato» (Hch 10, 34-35). Luego, confirmándola, con el don del Espíritu Santo derramado también sobre los gentiles: «Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en lenguas y glorificar a Dios» (Hch 10, 44-46).

Efusión neumática, ésta, que no pocos expertos en Sagrada Escritura califican como «el Pentecostés de los gentiles», que viene así también él autorizando su bautismo, de suerte que Pedro, depuesta por completo cualquier duda, «mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo» (Hch 10, 48). La sagrada liturgia abona esta tesis aportando el testimonio del salmista, que anima a cantar al Señor un cántico nuevo, pues «ha dado a conocer su salvación, a los ojos de las naciones ha revelado su justicia; se ha acordado de su amor y lealtad para con la casa de Israel. Todos los confines de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios» (Sal 98 (97), 2-3).



Puestos a encontrar un porqué de esta voluntad salvífica universal de Dios, nada mejor que acudir a la segunda lectura de hoy, tomada de la primera carta del apóstol san Juan. Justamente donde nos da la más hermosa definición de Dios, allí donde nos dice que «Dios es amor» (1Jn 4, 7). En la Biblia tenemos, si bien reparamos en ello, dos definiciones de Dios. Una puramente metafísica: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14), que el mismo Dios emite de sí mismo a Moisés en el Monte Horeb. Y otra del todo experiencial e íntima: «Dios es Amor» (1Jn 4, 8.16), que el Apóstol amado suministra dentro de un contexto cuyo contenido, de suyo, lo dice todo: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1Jn 4, 8).

Ningún comentario mejor a estos puntos, en consecuencia, que la carta encíclica de Benedicto XVI Deus caritas est (25.12.2005), acerca del amor cristiano, un amor, por cierto, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás; amor que ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Pero como la caridad es difusiva, igual que sucede con la vida, y con la Iglesia, de ahí que la sagrada liturgia se ocupe de traer a nuestra consideración un fragmento donde se glose la medida de ese amor, que sólo será una: la de amar a Dios sin medida, claro.

El Evangelio de hoy enlaza de alguna manera con el de la semana pasada sobre la vid verdadera: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Y el modo de permanecer en su amor será guardando sus mandamientos. Que no somos nosotros quienes lo han elegido a Él, sino Él quien nos ha elegido a nosotros y nos ha hecho sus amigos, no sus siervos. En teología de la gracia esto equivale a decir que el protagonismo principal siempre lo tiene Dios. Dios, por tanto, es el que llama, elige, convoca y provoca y dispone nuestros caminos todos por ese espacioso horizonte de mil veredas que es la vida.

La única condición para seguir siendo sus amigos es hacer su divina voluntad: «si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15, 14). Y lo que Jesús nos manda se resuelve en el mandamiento nuevo, a saber: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15, 12). Pero, ¿qué os mando? «Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Jn 15, 17).

El «mandamiento nuevo», tengamos el matiz bien presente, no consiste en una norma nueva y difícil, hasta entonces inexistente. No. Lo nuevo, lo fascinante, lo sublime y divino es el don que nos introduce en la mentalidad de Cristo. Si ocupa y llena eso nuestra mente y conseguimos contemplarlo como paradigma catalizador, advertiremos sin apenas esfuerzo cuán lejos estamos a menudo con nuestra vida de esta hermosa novedad del Nuevo Testamento, y cuán poco damos a la humanidad el ejemplo de amar en comunión de amor. De donde se sigue, por ende, que, así obrando, estaremos lejos de dar la talla, y seguiremos pobres en credibilidad de la verdad cristiana, la cual se demuestra con el amor. En la jerga de la vida espiritual esto se llama, sencillamente, vivir en tibieza.



Viene a cuento en este sentido el mensaje del Ángel a la Iglesia de Laodicea: el apóstol Juan, en nombre del Amén (v.gr. Cristo), el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios (títulos asimismo de Cristo identificables con la Sabiduría y la Palabra creadoras), deja este recado: «Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca» (Ap 3, 14-16).

De ahí, en consecuencia, la necesidad de pedir al Señor con redoblada porfía que, mediante su purificación, nos haga maduros para el mandamiento nuevo. La caridad debe ser el signo o el distintivo del cristiano, es decir, del seguidor de Cristo. Amar a Cristo y guardar su Palabra es, en definitiva, amar a nuestros hermanos con un amor que se hace obras.

Jesucristo no nos llama a vivir algo imposible o ilusorio, sino que la caridad es una conquista necesaria y fundamental en nuestro diario afán y en nuestra condición de cristianos. Es, por tanto, preciso elevar el corazón por encima de simpatías o antipatías para ver con los ojos de la fe a mi prójimo. No se olvide que cada vez que hacemos o damos algo a nuestro hermano lo estamos haciendo con Cristo: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40), recuérdese. De ahí la frase del papa Francisco: «No se puede entender que un verdadero cristiano no sea misericordioso».

Nuestro acto de caridad más grande es acercar a las personas, con nuestro ejemplo de vida, a Cristo. La caridad no consiste sólo en ayudar materialmente, cuando es posible, a los demás, sino en dar nuestro tiempo, nuestro consejo, nuestra diversión y nuestro consuelo a las almas que lo necesitan.

San Agustín nos echa una mano comentando precisamente la frase que sirve de título a estas reflexiones: « ¿Tienes ya un poco de amor? Pídele que te lo aumente, que te lo perfeccione hasta que llegues a aquella mesa mayor que la cual no hay otra en esta vida: Nadie tiene mayor amor que quien entrega su vida por sus amigos (Jn 15, 9-17:13). Te acercaste siendo pobre y vuelves rico; mejor, no vuelves, pues sólo serás rico permaneciendo en él. De él recibieron los mártires el haber sufrido por él; creedlo, de él lo recibieron. El padre de familia les dio con que pudieran alimentarlo a él. A él lo tenemos, pidámosle a él. Y, si no somos dignos de recibir nada, pidámoslo por mediación de sus amigos, quienes le alimentaron con lo que él les había dado. Rueguen ellos por nosotros, para que nos lo conceda también. El tener más, del cielo lo recibimos. Escucha a Juan, su precursor: Nada puede recibir el hombre que no le sea dado del cielo (Jn 3,27). En consecuencia, incluso lo que tenemos, lo hemos recibido del cielo, y el tener más, del cielo lo recibimos » (Sermón 332, 3).

«No os llamo ya siervos… a vosotros os he llamado amigos» (Jn 15, 15). El Señor define la amistad de dos maneras. No hay secretos entre amigos: Cristo nos dice todo lo que escucha al Padre; nos da su plena confianza y, con la confianza, también el conocimiento. Nos revela su rostro, su corazón. Nos muestra su ternura por nosotros, su amor apasionado, su delicadeza que va hasta la locura de la cruz. Nos da su confianza, y también su poder de hablar con su yo: «este es mi cuerpo…», «yo te absuelvo…». Nos confía su cuerpo, la Iglesia. Confía a nuestras débiles mentes, a nuestras pobres manos su verdad, el misterio del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; el misterio del Dios que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). Nos ha hecho sus amigos, sí. Pero ¿cómo respondemos nosotros?

El segundo elemento con el que Jesús define la amistad es la comunión de las voluntades. «Idem velle – idem nolle», era también para los romanos la definición de la amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15, 14). La amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Cuanto más amamos a Jesús, más le conocemos, más crece nuestra auténtica libertad, la alegría de ser redimidos. El júbilo aquí se resuelve en jaculatoria: ¡Gracias, Jesús, por tu amistad!



Y en cuanto a «os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16), tenemos a la vista, bien claro está, una santa inquietud: la de llevar a todos el don de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, el conocimiento, la amistad de Dios, nos han sido dados para que lleguen también a los demás. El fruto que queda, por tanto, es el que hemos sembrado en las almas humanas, el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Vayamos entonces y pidamos al Señor que nos ayude a llevar fruto, un fruto que permanezca. Sólo así la tierra se transformará de páramo en vergel, de secarral en pradera, de valle de lágrimas en jardín de Dios.

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