«Orientale Lumen»

Oriens ex alto

Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Y algo también Oriente -podríamos añadir- cuando nos marca el rumbo lo mismo aquí que en Pekín, sin que su antónimo sea por ello occidentalizarse, sino desorientarse, como ahora sucede en estos pagos con el coronavirus pekinés. Les aseguro a mis pacientes lectores que no me gusta darle la mañana a nadie, ni siquiera a los que lean este artículo a media tarde. Así que, para no desorientarme ni desorientar, voy directo al sonoro título de esta reflexión.

Con Orientale Lumen aludo a la Carta apostólica que san Juan Pablo II publicaba, hace hoy precisamente veinticinco años, en el Vaticano. Sintagma, por cierto, de resonancias bíblicas y de acusada incidencia en la religión, la cultura, la liturgia, la teología y el pensamiento. Carta es Orientale Lumen, por lo demás, que, al margen de su armoniosa expresión y de su espiritual acento, conviene evocar, pues constituye una calurosa invitación a conocer mejor el Oriente cristiano.

Desde el principio manifiesta la importancia del conocimiento de la Iglesia por sí misma, y esto merece subrayarse. Es necesario que ella, la Iglesia, profundice sus riquezas espirituales, en su Oriente y en su Occidente. El cual conocimiento es, ante todo, experiencia de fe: de hecho la Iglesia conoce una legítima diversidad en materia de culto y de disciplina en la formulación teológica de su mensaje evangélico.

 El Cristianismo nació en Oriente y allí tiene sus raíces históricas, bíblicas y culturales. Ahora bien, aunque se trate de una realidad oriental, no es por ello, sin embargo, el producto de Oriente, de su cultura, de su tierra, por mucho que estas palabras resulten llamativas: es radicalmente -y viene también- de lo Alto (= Oriens ex Alto). El sol que nace del Oriente, simboliza la gloria del Cristo Pantocrátor. Su luz ilumina al mundo, que vive en tinieblas y en sombra de muerte, y nos muestra el camino de la paz eterna.    

Quiero con ello dar a entender que sus raíces están en Dios, quien realiza el misterio de la Encarnación y de la hospitalidad del Verbo de Dios entre nosotros. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14), decimos y volvemos a decir durante las Navidades con un solo vocablo: Emmanuel. Dios se hizo, efectivamente, Emmanuel; es decir, Dios con nosotros. De modo que no nos engañemos: el Cristianismo es un don de Dios y no el producto de una civilización.

La Encarnación del Verbo de Dios en Oriente y su inserción en las realidades orientales hizo que Jesús sea un judío de Palestina; sufrió bajo Poncio Pilato; y sobre la Cruz fue escrito en hebreo, griego y latín el motivo de su condena. Pero el Cristianismo ha sobrepasado holgadamente sus límites orientales para realizar su vocación universal, católica, tomando así su verdadera dimensión de presencia en todos los pueblos, razas y lenguas.

La primera extensión del Cristianismo fue occidental, esto es, hacia el mundo de las naciones, los griegos, los paganos, los gentiles del Antiguo Testamento. De ahí la importancia que muy pronto los cristianos de occidente habrían de alcanzar en el Cristianismo naciente.  La residencia del apóstol Pedro en Roma fue un trazo del genio providencial. Al ser los apóstoles Pedro y Pablo martirizados en Roma, centraron el Cristianismo -en el plano eclesial- poniéndolo al servicio de la evangelización del mundo pagano. Y Pedro como obispo de Roma no le quitó a Antioquía su antigüedad histórica, sino que consagró su gloria misionera.

Conviene, pues, recordar que Occidente estaba ya entonces presente en Oriente como su ocupante político, y he aquí que un día se encontró evangelizado por la religión que de Oriente llegaba. El Oriente cristiano, siendo así, es una fuente inagotable de inspiración para el pensamiento y la vida cristiana. Es por excelencia un lugar teológico de inmensa riqueza para historiadores, filósofos, filólogos, teólogos, liturgistas y patrólogos.  

Formado por la Biblia, nos transporta a las primeras tradiciones de la Iglesia naciente incluyendo a veces hasta su lengua, el arameo, como es el caso de las Iglesias antioquena y  mesopotámica.  Oriente cristiano, en fin, es una fuente de pensamiento cristiano para los Padres y Doctores de la Iglesia, los orientales sobre todo, por supuesto -pues los hay también occidentales y latinos-, y para los grandes Concilios ecuménicos allí celebrados.

San Juan Pablo II, autor de la Orientale Lumen

Y bien, san Juan Pablo II firmó la Orientale Lumen hace hoy veinticinco años, cuando ya llevaba diecisiete en el pontificado. De experiencia ecuménica, pues, tenía cantidad, y del significado oriental arriba dicho, un montón. Por otro lado, es preciso añadir que la escribió sólo unas semanas antes que su célebre encíclica sobre el empeño ecuménico Ut unum sint (25-05.1995), y con la mente puesta ya en las Iglesias de Oriente prontas a estrenar milenio.  

De Oriente surge nuevamente cada día el sol de la esperanza, la luz que devuelve al género humano su existencia. De Oriente, según una hermosa imagen, regresará nuestro Salvador (cfr. Mt 24,27). Los hombres y las mujeres orientales, por eso, son para nosotros signo del Señor que vuelve. Injusto sería por nuestra parte, además de torpe y condenable, olvidarlos, y ello no sólo ya porque los amamos como hermanos y hermanas, redimidos por el mismo Señor, sino también porque la nostalgia santa de los siglos vividos en la plena comunión de la fe y de la caridad nos apremia, nos urge, que diría san Pablo, nos grita nuestros pecados, nuestras incomprensiones recíprocas: hemos privado al mundo de un testimonio común que, tal vez, hubiera podido evitar tantos dramas e, incluso, cambiar el sentido de la historia.

El eco del Evangelio, palabra que no defrauda, sigue ahí firme y sonoro, resonando con fuerza, con garra, con empuje, solamente debilitada por esta lamentable separación entre cristianos: Cristo grita, pero el hombre de hoy no logra oír bien su voz, y no por carecer de adecuado sonotone, sino porque nosotros no logramos transmitir palabras unánimes. Flota sin duda en todo ello Unitatis redintegratio: «Esta división (de los cristianos) contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres» (n.1).

San Juan Pablo II publicó esta Carta para conmemorar los cien años de la Orientalium Dignitas, de León XIII: «Esa luz inspiró a mi Predecesor el Papa León XIII la Carta Apostólica Orientalium Dignitas con la que quiso defender el significado de las Tradiciones orientales para toda la Iglesia [Leonis XIII Acta, 14 (1894), 358-370]. Con ocasión del centenario de ese acontecimiento y de las iniciativas contemporáneas con las que ese Pontífice deseaba favorecer la reconstrucción de la unidad con todos los cristianos de Oriente, he querido que ese llamamiento, enriquecido por las numerosas experiencias de conocimiento y de encuentro que se han llevado a cabo en este último siglo, se dirigiera a la Iglesia católica» (OL,1).

Las palabras de Occidente necesitan las palabras de Oriente para que la Palabra de Dios manifieste cada vez mejor sus insondables riquezas. Nuestras palabras se unirán para siempre en la Jerusalén del cielo, pero invocamos y queremos que ese encuentro se anticipe en la santa Iglesia que aún camina hacia la plenitud del Reino.

A nadie, pues, medianamente avezado en el conocimiento del Oriente actual se le escapa que los cristianos sufren lo indecible por resistir en aquellas atormentadas tierras. Y seguro que tampoco se le despinta que la Carta de marras, leída con ojos de fe, es una joya de fraternidad, un regalo de san Juan Pablo II a todo el Oriente, y un sincero exhorto papal a la reconciliación y el entendimiento.

Cierto que Orientale Lumen no es encíclica, ni aborda propiamente hablando cuestiones doctrinales: se presenta, más bien, como sencilla y sincera carta en la que su autor, «hijo de un pueblo eslavo», muestra su admiración por la historia, los santos, la liturgia y la espiritualidad de las Iglesias orientales, tanto católicas como ortodoxas.

Escrita está con ocasión del centenario de la Orientalium Dignitas (1894), documento con el que León XIII quiso «defender el significado de las tradiciones orientales para toda la Iglesia». San Juan Pablo II, por su parte, señaló que el patrimonio conservado por esas Iglesias «tiene un gran significado para una comprensión más plena e íntegra de la experiencia cristiana y, por tanto, para dar una respuesta cristiana más completa a las expectativas de los hombres y mujeres de hoy» (n.5).

León XIII, autor de la Orientalium Dignitas

Bien se le alcanzaba al santo papa Wojtyla que la de Oriente es experiencia de fe con diferente sensibilidad. De ahí su exhorto a conocer, visitar dichas tierras, tratar a tan sufridas gentes. Lo solía repetir: del conocimiento al encuentro. Era su norma. Fidelísimo a lo que no deja de ser principio de oro del ecumenismo, comprendía que en ello no sólo anda por medio un saludable trato de gentes, un cordial afecto entre cristianos: es, sobre todo, verdadero intercambio de dones. 

Puesta la mirada en el cercano milenio, concluía el Papa su Carta con este clarividente y diáfano final: «Que pronto, muy pronto, Cristo, el Orientale Lumen, nos conceda descubrir que en realidad, a pesar de tantos siglos de lejanía, nos encontrábamos muy cerca, porque, tal vez sin saberlo, caminábamos juntos hacia el único Señor y, por tanto, los unos hacia los otros» (OL, 28).

Un final donde no podía estar ausente la melodía del exhorto: «Que el hombre del tercer milenio pueda gozar de este descubrimiento, logrado finalmente por una palabra concorde y, en consecuencia, plenamente creíble, proclamada por hermanos que se aman y se agradecen las riquezas que recíprocamente se donan» (Ib.). A veinticinco años de aquella preciosa Carta apostólica, estas palabras suenan a máxima ecuménica y a consigna evangélica: Caminar juntos hacia el «Orientale Lumen».

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