Orientar nuestros pensamientos según el corazón de Dios

Si ponemos a Dios en el centro (teocentrismo), el resultado entonces será un enfoque común de la mirada, que puede servir de guía tanto a los cristianos como a sus comunidades eclesiales.

Se ha de tener claro que el ser humano es una pregunta para sí mismo y que la única respuesta plena y última es el Dios unitrino.

La unidad solo se nos puede regalar como fruto de la oración, a través del Espíritu enviado por el Padre.

Logotipo del Ecumenismo

Aplicar el don de Consejo al ecumenismo equivale a dar un giro teocéntrico en la vida de la Iglesia y de las comunidades eclesiales. Dicho de otro modo: si ponemos juntos nuestra mirada en Dios, tendremos entonces la fuerza necesaria para percibir desde una perspectiva nueva la realidad vital de los hombres y de las cosas. El movimiento ecuménico por eso, desengañémonos, ha de partir de Dios y a Dios tender con redoblados bríos y purísimas ansias de abrirnos a Él.

La vocación de los cristianos y de la Iglesia es ser testigos de Dios en el mundo. Ahora bien, esto no es cosa que se pueda obtener con el simple fíate de la Virgen y no corras. Como quiera que el testimonio de la unidad queda oscurecido por la separación de los cristianos, a causa del escándalo de las divisiones, el objetivo incesante del movimiento ecuménico ha de consistir en ser juntos (y parecerlo) testimonio convincente de Dios.

A medida que consigamos encaminarnos de nuevo hacia Dios, también tendrá éxito el ecumenismo. Si ponemos a Dios en el centro (teocentrismo), el resultado entonces será un enfoque común de la mirada, que puede servir de guía tanto a los cristianos como a sus comunidades eclesiales.

La cuestión de Dios, ese problema capital del hombre, sigue siendo, pues, actualísima: une entre sí no solo a creyentes y buscadores religiosos de todos los tiempos, sino también a no creyentes y ateos, puesto que se definen precisamente por su rechazo a la fe en Dios y, de esta suerte, refieren también su identidad a la confrontación con Dios. De ahí la necesidad del susodicho teocentrismo, es decir, de poner la idea de Dios en el centro de la vida cristiana, de las Iglesias y comunidades eclesiales y de los esfuerzos ecuménicos. 

En el mundo postsecular, los cristianos no pueden actuar simplemente como si Dios no existiera. La demanda de trascendencia sigue dale que dale, inquebrantable, en muchas personas. Se ha de tener claro que el ser humano es una pregunta para sí mismo y que la única respuesta plena y última es el Dios unitrino.

El don de Consejo

El «giro antropológico» de la edad moderna en la comprensión de la fe, que trató de poner al verdadero ser humano en el centro, sólo tiene consistencia a largo plazo si viene integrado en una perspectiva teocéntrica. Es llegado el momento de un verdadero retorno al espíritu mediante la radical reorientación del hombre y de todas las cosas hacia Dios.

Justamente por ello el debate ecuménico actual permanece también a menudo restringido a cuestiones intraeclesiales y sociales. Si las mismas Iglesias pierden de vista a Dios como centro determinante de todo y se concentran en cuestiones secundarias, acabarán destruyéndose a sí mismas. Y al contrario, si logramos responder desde Dios a las preguntas existenciales de los seres humanos, alcanzando así su dimensión religiosa de profundidad, la fe cristiana cobrará entonces relevancia y vigor para la gente, y las Iglesias se volverán lugares donde buscar y encontrar a Dios.

Justamente aquí es donde el Espíritu Santo ha de ser invocado como Espíritu Septiforme para que se digne otorgarnos el don de Consejo, ese don que nos ha de permitir responder desde Dios a las preguntas existenciales del hombre. El Espíritu Septiforme será quien resuelva nuestros problemas a base del don de Consejo.

Una vez acogido humildemente en nuestro corazón, el Espíritu Santo comienza a hacernos sensibles a su voz y a orientar nuestros pensamientos, sentimientos, acciones e intenciones según el corazón de Dios.

Al mismo tiempo, nos conduce cada vez más a dirigir nuestra mirada interior hacia Jesús, como modelo de nuestra manera de actuar y de relacionarnos con Dios Padre y con los hermanos. Porque el ecumenismo no es activismo eclesial, ni diplomacia eclesiástica, ni académicas formas de dialogar, ni pérdida de tiempo como algunos envarados eclesiásticos largan a veces.

La unidad solo se nos puede regalar como fruto de la oración, a través del Espíritu enviado por el Padre. En tal sentido, el ecumenismo es -dicho en síntesis- participar en la oración de Jesús, y la oración por la unidad es el camino principal de la causa ecuménica.

No sobrará recordar que el aprendizaje de la oración es, en definitiva, educación para acoger al Espíritu Santo, cuya presencia en el orante y en la oración misma constituye precisamente aquel carisma de ocultamiento del que habla Jesús en Mt 6,5s. De ahí también que la oración pueda pasar -porque lo es- como el compendio del Espíritu y de sus dones (cf. Lc 11,13).

El carácter de don, propio del Espíritu de la oración, se apoya en la pericia de nuestra impotencia y debilidad, según Rm 8,26s: «Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros, con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios», pues «todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).

El don de Consejo

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