Paráclitos en Ceuta y Melilla

Antes de subir al Padre, Jesús promete el Espíritu, que no solamente nos va a defender, sino que, a su vez, nos consolará. Acciones ambas a las que apunta la palabra «Paráclito».

Y no parece que Jesucristo se limite a ejercer de consolador sólo en nuestras tribulaciones. Él mismo nos pide que seamos también nosotros paráclitos, o sea, consoladores de los demás.

San Pablo habla de la cruz al principio de su primera carta a los Corintios, sobre quienes pendían, como espada de Damocles, los peligros de corrupción de las costumbres imperantes.

Paráclito

La solemnidad de Pentecostés ha sido un año más ocasión de poner a punto conceptos ya sabidos, aprender palabras nuevas y repulir, en suma, términos propios de la Pneumatología.  Es casi imposible, a la luz de tal efeméride, no caer en la cuenta, por ejemplo, de lo que implica la evangelización.

San Mateo adelanta sólido material citando a Jesús: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (28,18-20).

Concurren a la cita la misión (Ite), la docencia (docete, enseñad a todas las gentes), y la sacramentalidad (bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo), los tres grandes elementos de la evangelización: Misión-Palabra-Sacramento.

El Vaticano II afirma en el número 8 de las Constitución Lumen Gentium que la única Iglesia de Cristo, confesada en el símbolo una, santa, católica y apostólica, es la que nuestro Salvador encomendó a Pedro para que la apacentara (munus petrino, pues), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18ss), y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf. 1 Tim 3,15). Todo esto cobra, por así decir, carácter oficial con Pentecostés.

Antes de subir al Padre, Jesús promete el Espíritu, que no solamente nos va a defender, sino que, a su vez, nos consolará. Acciones ambas a las que apunta la palabra «Paráclito» (del griego parakletos), término de la literatura joánnica que designa, no la naturaleza, sino la función de alguien: el que es «llamado al lado de» (para-kaleo; ad-vocatus) desempeña el papel activo de asistente, de abogado, de apoyo (el sentido de «consolador» deriva de una falsa etimología y no está atestiguado en el Nuevo Testamento).

Esta función corresponde a Jesucristo, que en el cielo es «nuestro abogado cerca del Padre», intercediendo por los pecadores (1Jn 2,1), y acá en la tierra al Espíritu Santo que actualiza la presencia de Jesús, siendo para los creyentes el revelador y el defensor de Jesús (Jn 14,16s.26s 15,26s 16,7-11.13ss).

Yo pediré al Padre y os dará otro Consolador

Y no parece que Jesucristo se limite a ejercer de consolador sólo en nuestras tribulaciones. Él mismo nos pide que seamos también nosotros paráclitos, o sea, consoladores de los demás. Suele decirse que el cristiano debe ser otro Cristo. Cierto. Mas por cristiano debe ser también otro paráclito, y no sólo como sudario para enjugar lágrimas, bálsamo para reparar fatigas y medicina para mitigar dolores.

Habrá momentos también, cómo no, en que consolar sea tanto como encender la chispa interior del Espíritu y servir de estímulo cuando se trate de afrontar ambiciosas hazañas: «Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito» (Jn 14,16), dice Jesús.

A san Agustín le complace glosar tan divina promesa: «Ya los discípulos tenían consigo al Espíritu Santo, que el Señor prometía, sin el cual no podían llamarle Señor; pero no lo tenían aún con la plenitud que el Señor prometía. Lo tenían y no lo tenían, porque aún no lo tenían con la plenitud con que debían tenerlo. Lo tenían en pequeña cantidad, y había de serles dado con mayor abundancia.

Lo tenían ocultamente, y debían recibirlo manifiestamente; porque es un don mayor del Espíritu Santo hacer que ellos se diesen cuenta de lo que tenían. De este don dice el Apóstol: Nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para conocer los dones que Dios nos ha dado (1 Co 2,12)» (In Io. eu.tr. 74, 2).

«Envía tu Espíritu y serán creados / Y renovarás la faz de la tierra» (Secuencia). Queremos significar que el Espíritu Santo es la persona del Amor, el Dedo de Dios con el que Dios Padre re-crea en Cristo las cosas todas. No hay acción ad extra de la Santísima Trinidad en la que no intervenga con su fuerza el Santo Espíritu. Él es, justamente, quien hace que nuestro pensar sea a Dios grato y nuestro obrar concuerde con su voluntad.

La tradición sostiene que los dones del Espíritu Santo son siete (de ahí Septiforme). Para el don de sabiduría, por ejemplo, suele aducirse 1 Co 1,24: Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios. San Pablo, en efecto, habla de la cruz al principio de su primera carta a los Corintios, comunidad alborotada y revuelta sobre la cual pendían, como espada de Damocles, los peligros de corrupción de las costumbres imperantes.

Era, pues, necesario prevenir de su presencia: se trataba de peligros parecidos a los de hoy: entre otros, querellas en el seno de la comunidad creyente, y seducción de las pseudo sabidurías religiosas o filosóficas, además de la superficialidad de la fe y la moral disoluta. La perspicacia del lector sabrá dar hoy con dichos términos, y otros de parecida índole.

Lo mejor de España y lo peor de Marruecos

Afortunadamente no han dejado de sobrevolar, con alas de caridad neumática,  paráclitos en la reciente invasión infantil de Ceuta y Melilla, como a diario sobre enfermos del Covid-19, o de ancianos en soledoso abandono.

Paráclitos que llevan el aliento del Espíritu Septiforme a gente descreída y sin ganas de vivir, o a niños sin ilusión por haber sido víctimas del insaciable bujarrón de turno, el que zocatea y repudre para los restos todo lo que toca.

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