«Quédate con nosotros»

Los dos discípulos que el día de Pascua iban de camino desde Jerusalén hacia Emaús (cf. Lc 24, 13-35), hablan de Jesús, pero su «rostro triste» (cf. v. 17) expresa esperanzas defraudadas, incertidumbre y melancolía.

Sólo recostando el corazón en las Escrituras, pues, podremos guardar su Palabra. Cuando esto se dé, será posible añadir que el amor de Dios en nosotros y para nosotros ha llegado a su plenitud.

El  encuentro con Cristo resucitado, posible también hoy, nos da de esta suerte una fe más profunda y auténtica, sólida, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía.

Quédate con nosotros ahora y hasta al fin de los tiempos. Haz que el progreso material de los pueblos nunca oscurezca los valores espirituales que son el alma de su civilización. Ayúdanos, te rogamos, en nuestro camino. Nosotros creemos en Ti, en Ti esperamos, porque sólo Tú tienes palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).

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Quédate con nosotros

Si hubiera que escoger en todo el Evangelio una sola escena que lo resumiese todo, no lo dudaría un momento, escogería la de los discípulos de Emaús» (Jean Guitton (1956), Jésus. Ed. Grasset, p. 433). Razón que le sobra al primer auditor laico en el Concilio Vaticano II. El pasaje se conoce como la catequesis pascual por excelencia. Los dos discípulos que el día de Pascua iban de camino desde Jerusalén hacia Emaús (cf. Lc 24, 13-35), hablan de Jesús, pero su «rostro triste» (cf. v. 17) expresa esperanzas defraudadas, incertidumbre y melancolía.

Dicen algunos escritores que el episodio nos llama a descubrir la experiencia cristiana desde la Palabra de Dios y a darle a nuestra fe cristiana un sentido comunitario. El Resucitado explica a los discípulos la Sagrada Escritura, ofreciendo su clave de lectura fundamental, es decir, él mismo y su Misterio pascual (cf. Jn 5, 39-47). El sentido de todo -Ley, Profetas y Salmos- repentinamente se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús había abierto su mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45).

Abrir sus inteligencias, gracia del Espíritu Santo, para que comprendieran las Escrituras, o sea todo lo dicho de él en las Escrituras; todo lo que él había enunciado y anunciado que debería suceder (le), especialmente: de su muerte y resurrección, fue un don que en vida mortal de Jesús no habían tenido.

El Concilio Vaticano II nos habla hoy a nosotros de las Escrituras (Dei Verbum). Surgen a veces las dudas en este mundo  moderno. Dudas de que Jesús esté entre nosotros; de que Cristo nos asista.Sólo recostando el corazón en las Escrituras, pues, podremos guardar su Palabra. Cuando esto se dé, será posible añadir que el amor de Dios en nosotros y para nosotros ha llegado a su plenitud.

Jesús se apareció a sus discípulos para fortalecer su fe. Si la Transfiguración en el Tabor fue como un antídoto contra el escándalo de la cruz, preludio de la resurrección de Cristo (y de nuestra resurrección), las apariciones de Jesús vienen a ser la confirmación palpable de que dolor, muerte y tumba no constituyen el fin. El cuerpo de Cristo es real, pero glorioso, es decir, neumatizado, transformado de suerte que puede adoptar la forma y figura que quiera y estar al mismo tiempo en un sitio determinado y a miles de kilómetros de distancia: porque, en cuanto cuerpo glorioso, a la diestra del Padre, no está en absoluto sometido ni al espacio ni al tiempo.  

Emaús

Es evidente que el saludo de Jesús a sus apóstoles - «la paz esté con vosotros»- no es sólo saludo. Es don sobre todo, la dádiva que el Resucitado quiere hacer a sus amigos, y, al mismo tiempo, una consigna: esta paz, adquirida por Cristo con su sangre, es para ellos, sí, pero también nosotros todos. Los discípulos deberán llevarla al mundo entero.

Completada ya su obra en el mundo por el Resucitado, ahora les toca a ellos sembrar en los corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos cunde aún el miedo. De ahí el gesto de soplar sobre ellos y regenerarlos en su Espíritu (cf. Jn 20, 22), signo, por otra parte, de la nueva creación. El de Emaús es el Cristo peregrino que va junto a nosotros.

Después de este saludo, Jesús muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado (cf. Jn 20, 20), signos de lo que sucedió y que nunca se borrará: su humanidad gloriosa permanece «herida». Este gesto pretende confirmar la nueva realidad de la Resurrección: Y así, en el encuentro con el Resucitado, los discípulos comprenden el sentido salvífico de su pasión y muerte. De la tristeza y el miedo pasan entonces a la alegría plena. La tristeza y las mismas llagas se convierten en fuente de alegría. La alegría que nace en su corazón deriva de «ver al Señor» (Jn 20, 20).

A veces parece que Dios se oculte en nuestra vida. ¿Cómo aprovechar entonces este divino silencio? Dejándonos encontrar por Jesús resucitado, presente siempre en medio de nosotros; camina con nosotros para guiar nuestra vida, abrirnos los ojos. Emaús no es localidad que esté identificada con certeza. Que concurran a ella varias hipótesis no deja de ser sugestivo: Emaús así representa en realidad a todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre. En caminos y encrucijadas Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en el corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna.

 «Nosotros esperábamos…» (Lc 24, 21), comenta Cleofás, uno de los dos discípulos. Este verbo en pasado lo dice todo: hemos creído, seguido, esperado…, pero ahora… todo se acabó. Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación actual de muchos cristianos. Al parecer, fracasa la esperanza de la fe. La misma fe entra en crisis por experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados del Señor. Este camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser, después de todo, el de una purificación y maduración sorprendentes de nuestra fe en Dios.

También hoy podemos entrar en diálogo con Jesús escuchando su palabra. También hoy, parte Jesús el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro pan. El  encuentro con Cristo resucitado, posible también en estos días nuestros azarosos y oscuros de la guerra en Ucrania, nos da una fe más profunda y auténtica, sólida, porque no se alimenta de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la Eucaristía.

Mientras tanto, llegados a la aldea, probablemente a la casa de uno de los dos discípulos, el forastero viandante «simula que va a seguir caminando» (v. 28). Sus acompañantes le insisten en seguida: «Quédate con nosotros» (Lc 24,29).

 También nosotros debemos decir al Señor, siempre de nuevo, con insistencia: «Quédate con nosotros». Y fue entonces cuando llegó el desenlace: «Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (v. 30). La alusión a los gestos realizados por Jesús en la última Cena es evidente. «A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (v. 31). La presencia de Jesús, primero con las palabras y luego con el gesto de partir el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y pueden sentir de modo nuevo lo que habían experimentado al caminar con él: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (v. 32).

Jean Guitton

Este episodio pascual nos indica, pues, dos «lugares» privilegiados en los que podemos encontrar al Resucitado que transforma nuestra vida: la escucha de la Palabra, en comunión con Cristo, y el partir el Pan; dos «lugares» profundamente unidos entre sí porque «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico» (Verbum Domini, 54-55).

Después de este encuentro, los dos discípulos «se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”» (vv. 33-34). En Jerusalén escuchan la noticia de la resurrección de Jesús y, a su vez, cuentan su propia experiencia, inflamada de amor al Resucitado, que les abrió el corazón a una alegría incontenible.

Como dice san Pedro, «mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados para una esperanza viva» (cf. 1 P 1, 3). De hecho, renace en ellos el entusiasmo de la fe, el amor a la comunidad, la necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y con él toda la vida resurge; testimoniar este acontecimiento se convierte para ellos en una incoercible necesidad.

Ojalá que el tiempo pascual resulte para nosotros la ocasión propicia de redescubrir con alegría y entusiasmo las fuentes de la fe, la presencia de Cristo resucitado. Se trata de realizar el mismo itinerario de Jesús y sus discípulos de Emaús, a través del redescubrimiento de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, es decir: caminar con el Señor y dejarse abrir los ojos al verdadero sentido de la Escritura y a su presencia al partir el pan. El culmen de este camino, entonces como hoy, es la Comunión eucarística.

Se trata, en fin, de confiar en el Señor resucitado, que tiene el poder de dar la vida, de hacernos renacer como hijos de Dios, capaces de creer y de amar. La fe en él transforma nuestra vida: la libra del miedo, le da una firme esperanza, la vuelve animada por eso que da pleno sentido a la existencia, el amor de Dios.

Quédate con nosotros, Palabra viviente del Padre, y enséñanos palabras y gestos de paz: paz para la tierra consagrada por tu sangre y empapada con la sangre de tantas víctimas inocentes; paz para los Países del Medio Oriente y África y ahora de la sufrida Ucrania, donde también se sigue derramando tanta sangre por el odio satánico de un país invasor. Paz para toda la humanidad, sobre la cual se cierne siempre el peligro de guerras fratricidas. 

Quédate con nosotros, Pan de vida eterna, partido y distribuido a los comensales: danos también a nosotros la fuerza de una solidaridad generosa con las multitudes que, aun hoy, sufren y mueren de miseria y de hambre, diezmadas por epidemias mortíferas o arruinadas por enormes catástrofes naturales. Por la fuerza de tu Resurrección, que ellas participen igualmente de una vida nueva.

Hombres y mujeres del tercer milenio, tenemos también necesidad de Ti, Señor resucitado. Quédate con nosotros ahora y hasta al fin de los tiempos. Haz que el progreso material de los pueblos nunca oscurezca los valores espirituales que son el alma de su civilización. Ayúdanos, te rogamos, en nuestro camino. Nosotros creemos en Ti, en Ti esperamos, porque sólo Tú tienes palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).

Los matices psicológicos de sus personajes otorgan un carácter único al episodio pascual de Emaús, analizado y reflexionado largamente por biblistas, exégetas, teólogos y místicos. Bello pasaje del Nuevo Testamento, sin duda, que a través del tiempo devino en tema de la espiritualidad y del arte. Celeste regalo para el alma.

Quédate con nosotros

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