Reflexión ecuménica en la Pascua de Pentecostés

El don de Pentecostés

El espíritu ecuménico se puede entender mediante las claves de la conversión y de la comunión. Durante la Semana de oración por la unidad de los cristianos, celebrada en el hemisferio norte del 18 al 25 de enero y clausurada el día de la conversión de san Pablo, destaca la conversión. En el hemisferio sur, por el contrario, también llamado austral o meridional, se acentúa más el ecumenismo de comunión, cuyo singular protagonista es el Espíritu Santo. De ahí la importancia, ecuménicamente hablando por supuesto, del Septenario y de la misma solemnidad pentecostal.

Clausura ella el tiempo litúrgico de Pascua y pone de relieve la universalidad de la Iglesia: católica desde el primer momento, no el fruto de una sucesiva inclusión de comunidades diversas. El Espíritu Santo la quiso desde el principio Iglesia de todos los pueblos: abrazando al mundo entero, superando posibles límites cosmológicos y antropológicos. La constituyó sin fronteras, congregando en unidad a los hombres sin distinción de razas, etnias y culturas, rendida a la fe del Dios uno y trino. La fundó desde el principio santa, católica y apostólica. Santa no por la capacidad de sus miembros, sino porque Dios mismo, con su Espíritu, la crea, la purifica y siempre la santifica.

Sopló en Pentecostés un viento recio, impetuoso y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos allí reunidos junto a la Virgen Madre María, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego de su amor. Desaparecido el miedo, y sueltas las lenguas, comenzaron a hablar de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En el estéril yermo de la división y de la indiferencia, nacieron lozanas, frondosas y floridas la unidad y la comprensión.

Y es que, allí donde los hombres se afanan por suplantar a Dios -caso de la Torre de Babel-, terminan oponiéndose los unos contra los otros. En cambio, cuando se sitúan en la verdad del Señor, se abren generosos a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.

Define san Agustín Pentecostés como el divino regalo de Jesús a la Iglesia: «Aquellas lenguas –dice-- que hablaban los que estaban llenos del Espíritu Santo anticipaban a la Iglesia que iba a estar presente en las lenguas de todos los pueblos […] De este don del Espíritu Santo están totalmente alejados los que odian la gracia de la paz, los que no perseveran en la sociedad de la unidad» (Sermón 271). Urge perseverar unidos, pues. Sólo entonces, Pentecostés será celebración de una Iglesia santa llena de resplandor ante los fieles, y de fervor en los corazones.

El principio de la unidad de la Iglesia

Cuando san Lucas escribe lenguas de fuego para representar al Espíritu Santo y acumula junto al Cenáculo gentes de toda la tierra (Ecúmene), está dando en el fondo a entender que Pentecostés resulta Anti-Babel (o sea el antídoto contra la confusión de lenguas), pero también la Ecúmene (al beneficiarse de su efusión gentes de todo los pueblos). En Pentecostés, por tanto, se nos convoca a difundir por doquier las maravillas de la Pascua.

La experiencia del Espíritu, por otra parte, nos emplaza ese dichoso día delante del Cenáculo. Allí encontró el Espíritu a la Comunidad de Jerusalén unida en oración. Se abrió entonces camino la misión universal de la Iglesia.

Y es que el Espíritu Santo, nótese bien, trabaja por la unidad de la Iglesia de dos maneras: empujándola hacia fuera, para abrazar a un número siempre mayor de personas; y disponiendo su apertura interna, para consolidar la unidad alcanzada. Doble movimiento, pues: extenso e intenso; centrípeto y centrífugo, de sístole y diástole. «Si queréis recibir la vida del Espíritu Santo –predicará san Agustín-, conservad la caridad, amad la verdad y desead la unidad para llegar a la eternidad» (Sermón 267, 4).

Suele rezar el adagio que en la variedad está la belleza. Ni olvidos, pues, ni desentendimientos. Precisamente el diálogo facilita el diario encuentro con personas de distinta ideología e incluso con Iglesias múltiples, aunque cada una embarcada, eso sí, en la extraordinaria hazaña de restablecer la unidad (Unitatis redintegratio).

Para el verdadero ecumenista no hay fronteras que valga y todo ha de ser dialogar, para conocerse, entenderse y amarse, en pos de la unión de plenitud. El ecumenista que se precie de serlo debe medir el más mínimo detalle en su comportamiento eclesial, consciente de ser para quienes a él acudan un corazón volcado en Dios, amigo de lo sobrenatural y fiel reflejo del Espíritu Septiforme. La oración hará el milagro.

Ni siquiera su debilidad estriba sólo en las cosas por las que ora, sino ante todo, en la actitud con que ora. La Biblia es en ello el mejor taller oracional, donde el Espíritu intercede por nosotros sin estrépito. Inspiró sus páginas. Y sus oraciones, bellísimas por cierto. De ahí que personajes bíblicos como Abrahán, Moisés, Jeremías, la Virgen María, los Apóstoles sean insuperables. Impresionan por su fe. Arrastran con su ardimiento. Cautivan desde su delicada sencillez.

Dios, para ellos, siempre es Dios. De pie o de rodillas ante Jesús, el ecumenista contiene la respiración ante lo Inefable, pone sus manos trémulas entre las suyas. Presa quizás del sueño, como los predilectos en Getsemaní, acaba ganado por la viveza de sus ojos, por el calor de sus palabras y por la suavidad de sus gestos. Comprende que la oración del Espíritu enseña sobre todo que lo más importante al orar no es lo que se dice, sino sobremanera lo que uno es. 

Aviva el don del Espíritu

Arde sin consumirse el Pentecostés del ecumenismo, cuyo Espíritu Santo se nos allega corazón adentro para reunir a la Iglesia de Dios por el orbe todo de la tierra. En esta hora de laicismo rancio, de sociedad descristianizada, de costumbres punto menos que paganas, urge que evangelicemos siendo ecumenistas cabales, es decir, de unidad visible y evangelio a toda costa. Si los cristianos no trabajan unidos será imposible que convenzan al mundo.

Celebrar Pentecostés conlleva concluir el ciclo pascual, desde luego, pero también recibir el Don del Espíritu Santo por cuyo medio se difunde la caridad en nuestros corazones. Revive el cristianismo así con esta celebración y esta energía ecuménica lo que sucedió cuando los Apóstoles «perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14).

Las imágenes del viento y del  fuego que san Lucas utiliza para describir la venida del Espíritu Santo (cf Hch 2,2-3), traen a la memoria el Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había concedido su alianza: Cuando san Lucas describe al Espíritu Santo con lenguas de fuego pretende, pues, recordar también el antiguo Pacto establecido sobre la base de la Ley recibida por Israel en el Sinaí.

La faceta ecuménica de Pentecostés, en consecuencia, se asoma también aquí por la torre de Babel, espejo del orgullo, de la arrogancia, de la autosuficiencia. Querer ser como Dios es el colosal dislate que acarrea, en castigo del pecado, la confusión de lenguas. La petulancia de aquellos babélicos fanfarrones acabó por dividir a los hablantes en grupos de idéntica lengua, y los enfrentó, rompiéndose así el monolingüismo que el Paraíso había legado al mundo. Porque la obra del pecado es odio, separación, lejanía.

«Mientras trataban de ser como Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres –precisó muy sagazmente Benedicto XVI en su bella homilía de Pentecostés 2012-, porque habían perdido un elemento fundamental del ser personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos».

Babel es disgregadora. Pentecostés, por el contrario, congrega, eleva, enamora: es obra de amor, entendimiento de lenguas, prenda de caridad, principio de unidad. Así lo entendió san Agustín al interpretar Babel como la ciudad construida sobre el amor de sí, mientras Jerusalén, o sea, la Iglesia, la ciudad construida sobre el amor de Dios (De civ. Dei 14,28).

El Espíritu Santo es asimismo el misterio de la permanencia de Jesús entre nosotros: «En esto conocemos que estamos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu» (1 Jn 4,13). Y san Pablo matiza de forma elíptica: Porque el Señor es el Espíritu (2 Cor 3,17), o sea, el Señor Jesús, resucitado, vive y se manifiesta en el Espíritu. «Como el Padre se hace visible en el Hijo -insiste san Basilio-, así el Hijo se hace presente en el Espíritu» (De Spir. Sancto 26,64).

Hasta tal punto llegaba esta convicción en la magna Iglesia que, durante las horas de Pentecostés, no se celebraba tanto la llegada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles el día quincuagésimo después de Pascua, cuanto, más bien, la nueva presencia, según el Espíritu, de Jesús, inaugurada con la resurrección. Dicho de otro modo: la presencia espiritual de Cristo en su Iglesia, de la que los cincuenta días después de Pascua eran una manifestación. Otorga Cristo a su Iglesia, pues, el don de la unidad mediante la efusión del Espíritu Santo.

Pentecostés, por eso, ilustra maravillosamente la esencia misma de la Ecúmene, término del que deriva ecumenismo, mediante la escenificación que san Lucas hace del evento, cuando acumula junto al cenáculo, en desconcertada actitud de escucha a los Apóstoles, a «partos, medos y elamitas…, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes» (Hch 2, 9-11), haciendo de la solemnidad así punto menos que un plebiscito neumático.

Llenos del Espíritu Santo

La teología ecuménica, en consecuencia, lo va a tener fácil a la hora de sacar de ahí el estrecho vínculo entre unidad y pluralidad. La Ecúmene, siendo así, pide proceder según el espíritu de Pentecostés, y éste, de suyo congregacional, compaginar a la vez, armónicas y respetuosas, la unidad y la pluralidad.

Con razón el Concilio Vaticano II dejó esta lapidaria frase para la posteridad de los siglos: «El Espíritu Santo que habita en los creyentes, y llena y gobierna toda la Iglesia, efectúa esa admirable unión de los fieles y los congrega tan íntimamente a todos en Cristo, que El mismo es el principio de la unidad de la Iglesia» (UR,2). Pascua de Pentecostés, eclosión del Espíritu sobre los Apóstoles junto a María la Madre de Jesús, principio de la unidad de la Iglesia, ecumenismo en plenitud.

Volver arriba