La Santísima Trinidad



En el día solemne de la Santísima e indivisa Trinidad confesamos y veneramos al único Dios en la Trinidad de personas y la Trinidad de personas en la unidad de Dios (elogio del Martirologio Romano). Con Ella iniciamos la santa Misa. Con ella, la mayoría de las oraciones. Ella preside nuestras plegarias todas y gestos como el de la señal de la cruz. Y con Ella también, en fin, concluimos esas fórmulas de alabanza a la Divinidad llamadas doxologías.

El teólogo Romano Guardini, de cuya muerte se cumplen en este 2018 los cincuenta años, a propósito del signo de la cruz afirma: «Lo hacemos antes de la oración, para que… nos ponga espiritualmente en orden; concentre en Dios pensamientos, corazón y voluntad; después de la oración, para que permanezca en nosotros lo que Dios nos ha dado … Esto abraza todo el ser, cuerpo y alma, … y todo se convierte en consagrado en el nombre del Dios uno y trino» (Lo spirito della liturgia, Brescia 2000, pp. 125-126).

« Creamos también en el Espíritu Santo –exhorta con el peso patrístico de su magisterio san Agustín--. Es Dios ciertamente, pues está escrito: El Espíritu es Dios (Jn 4,24). Por su medio hemos recibido el perdón de los pecados; por él creemos en la resurrección de la carne y por él esperamos la vida eterna. Pero estad atentos a no cometer un error de numeración y penséis que yo he hablado de tres dioses por haber nombrado al único Dios tres veces. Única es la sustancia de la divinidad en la Trinidad, único el poder, única la potestad, única la majestad, único el término “divinidad”.

Como él mismo dijo a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos: Id, bautizad a los pueblos; no en muchos nombres, sino en el único nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt 28,19). Creyendo en la divina Trinidad y en la Unidad trina, tened cuidado, amadísimos, que nadie os aparte de la fe y verdad de la Iglesia católica […], que es aquella en la que se conoce al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, un único Dios, a quien corresponde el honor y la gloria por los siglos de los siglos» (Sermón 215, 8-9).

El misterio trinitario, según esto, distingue radicalmente a los cristianos de las religiones no cristianas. Mientras en Madrid los católicos celebraban la solemnidad de san Isidro, los musulmanes empezaban en España su mes sagrado del Ramadán. Las estadísticas dicen que en España son ya dos millones, de los cuales casi la mitad (unos 834.000) españoles. Datos que habrían de eliminar prejuicios que, en pleno siglo XXI, siguen vinculando a los musulmanes con la violencia, la inmigración o los guettos.

El misterio de la Santísima Trinidad es de todos modos, fuera del Cristianismo, por supuesto, impensable dentro de las grandes Religiones. Las conocidas como Religiones del Libro por lo menos, y en concreto el Judaísmo y el Islam, se basan en un monoteísmo en el que no tiene cabida la Trinidad Santísima. Para nosotros, en cambio, los cristianos, el monoteísmo, con ser tan radical como en las otras Religiones, admite –gracias a una mayor madurez en la fe- la coexistencia de las Tres Personas adorables: Padre, Hijo y Espíritu Santo.



La misma pintura se las ve y se las desea, dentro de la religión cristiana, para reflejar el gran Misterio de los misterios. Desde el Medio Evo: San Agustín y el Niño de la concha han venido siendo la socorrida referencia de pintores y de autores de iconos. La escena como tal no deja de ser un montaje legendario de la devoción trinitaria: se quería resaltar la sublimidad de tal misterio y para ello nada mejor que poner, de un lado, al santo que más ha escrito de este Misterio –ahí está su De Trinitate-; y de otro, al Niño de la concha afanándose en meter todo el agua del mar en un hoyo diminuto de la playa. –“Pero eso es imposible”, le habría dicho Agustín. Y el Niño, con inmediata réplica: - “Más imposible es que tú, Agustín, llegues a comprender el Misterio de la Santísima Trinidad”.

El Icono de Rublëv, de otra parte, recoge con sublimidad pictórica el mensaje de la Teofanía de Mambré (Gn 18, 1-15). El texto vacila en diversos pasajes entre el plural y el singular. Sea como fuere, en estos tres hombres que se aparecen a Abrahán, sentado él junto a la encina de Mambré, a la puerta de su tienda y en lo más caluroso del día, no pocos Padres de la Iglesia han visto el anuncio del misterio de la Trinidad cuya revelación estaba reservada al Nuevo Testamento.



Sergio de Radonezh luego, el más importante reformador monástico de la Rusia medieval, devoto de la Trinidad, encargaría a Rublëv el celebérrimo icono de "La Trinidad", su obra más famosa, pintado probablemente entre 1422 y 1428 para la Catedral de la Trinidad (Tróitski sobor) del monasterio de la Trinidad y San Sergio. Rublëv representó a tres ángeles que, según el relato bíblico, fue la forma que tomó Dios para aparecerse ante Abrahán y Sara su mujer en la encina de Mambré.

Dice el Vaticano II que «el supremo modelo y supremo principio de este misterio (unidad de la Iglesia) es en la trinidad de personas la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» (UR 2). Agrega que «participan en este movimiento de la unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús Señor y Salvador» (UR 1), frase-homenaje de la Iglesia católica a la base doctrinal del Consejo Mundial de Iglesias. Y en la Constitución dogmática Lumen gentium afirma igualmente citando a san Cipriano, san Agustín y san Juan Damasceno, que «toda la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”» (LG 4).

Se podría reunir una gran variedad de textos en los que la Iglesia no deja de expresar su fe ardiente en su Dios Trinidad. Los textos litúrgicos de las misas de rito oriental celebradas en el Concilio, contenían una antología incomparable de fórmulas trinitarias, lo que para no pocos teólogos y padres conciliares fue algo deslumbrante. A través de las doxologías trinitarias, la Iglesia de Oriente y Occidente no cesa de cantar con alabanza unánime la gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La Liturgia destaca hoy tres puntos importantes del gran Misterio trinitario: el monoteísmo (un solo Dios ¡cercano a nosotros!), en la primera lectura (Dt 4, 32-34. 39-40); en la segunda, el misterio, asequible sólo por el Espíritu de Dios (Rm 8, 14-17); y el Evangelio, que habla del Bautismo, quicio y gozne de la Evangelización, administrado con la fórmula trinitaria (doxología) por antonomasia (Mt 28, 16-20): La Trinidad divina, en efecto, pone su morada en nosotros el día del Bautismo: «Yo te bautizo —dice el ministro— en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». El nombre de Dios, en el cual fuimos bautizados, lo recordamos cada vez que nos santiguamos.

De nuevo en «tiempo ordinario», la sagrada Liturgia nos alerta para que desechemos la idea-tentación de que el compromiso de los cristianos deba disminuir. Al contrario: una vez en la vida divina mediante los sacramentos, estamos llamados diariamente a abrirnos a la acción de la gracia, para progresar en el amor a Dios y al prójimo. El domingo de la Santísima Trinidad, por eso, recapitula en cierto sentido la revelación de Dios acontecida en los misterios pascuales: muerte y resurrección de Cristo, su ascensión a la derecha del Padre y efusión del Espíritu Santo.

Cuando se piensa en la Trinidad, suele asaltarnos el misterio: son tres y uno, un solo Dios en tres Personas. En realidad, Dios en su grandeza no puede menos de ser un misterio para nosotros y, sin embargo, él se ha revelado: podemos conocerlo en su Hijo, y así también conocer al Padre y al Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno, porque Dios es amor, y el amor es la fuerza vivificante absoluta, la unidad creada por el amor es más unidad que unidad meramente física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo recibe todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de este amor recíproco del Padre y del Hijo.

¡Los cristianos creen que Dios es trino, porque creen que es amor! Es la revelación de Dios como amor, hecha por Jesús, la que ha obligado a admitir la Trinidad. No es invención humana. Si es amor, debe amar a alguien. No existe un amor al vacío, sin alguien a quien amar. ¿A quién, pues, ama Dios para ser definido amor? Podríamos responder diciendo: ama a los hombres. Pero los hombres existen desde hace algunos millones de años, no más. Antes, ¿a quién amaba Dios? No puede haber comenzado a ser amor en cierto punto del tiempo, porque Dios no puede cambiar. Segunda respuesta: antes de entonces amaba el universo. Pero éste existe desde hace algunos miles de millones de años. Antes, ¿a quién amaba Dios para poderse definir amor? No es posible decir: se amaba a sí mismo, porque amarse a sí mismo no es amor, sino egoísmo o, como dicen los psicólogos, narcisismo.

La revelación cristiana responde que Dios es amor en sí mismo, antes del tiempo, porque desde siempre tiene en sí mismo un Hijo, el Verbo, a quien ama con amor infinito, esto es, en el Espíritu Santo. En todo amor hay siempre tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado y el amor que les une. El Dios de la revelación cristiana es uno y trino porque es comunión de amor. La teología se ha servido de «naturaleza» o «sustancia» para indicar en Dios la unidad, y del término «persona» para indicar la distinción. De ahí el decir que nuestro Dios es un Dios único en tres personas. Lejos de ser regresión, compromiso entre monoteísmo y politeísmo, la teología trinitaria es un paso adelante que sólo Dios mismo podía hacer que diera la mente humana.



«Existe, pues –afirma el gran san Atanasio-, una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y otro que es creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza, y su actividad es única» (Carta 1 a Serapión, 28-30).

Volver arriba